Capítulo 17

Desierto del Taklamakán

Noviembre, 551

Úrian se detiene en un recodo de la ruta. Lleva la piedra de jade que le regaló el viejo del río. Piensa que desde entonces han sido escasos los momentos en que no la ha tenido entre sus manos o en el interior de sus ropas, junto al betilo de Najaah. El sonido de las dos piedras en contacto sobre el pliegue de la túnica se convierte en un pasatiempo. No se queda en la orilla del camino para ver pasar la caravana, sólo quiere admirar la silueta caprichosa de una ciudad que le ha robado el corazón.

Khotan no es muy diferente a las otras urbes que han ido dejando atrás. El joven de Corinto cree que su belleza tiene que ver con una situación de privilegio para los viajeros. No goza de la majestuosidad de Samarkanda, ni el gran mercado supone una sorpresa, como lo fue el de Kashgar; en realidad, las imágenes se superponen formando un conglomerado casi onírico. Aquel lugar, que se dibuja a su alcance, posee el encanto de un paraíso deseado. Al pensar en las penurias pasadas antes de aquella aparición se le hiela la sangre.

Apenas hace una semana que la ciudad se presentó ante los ojos de todos, los rastros de vegetación, las granjas perdidas, la serpiente de agua y piedras donde conocieron a los buscadores de jade.

Se quedaría años, en Khotan. Quizás fuera feliz recorriendo los márgenes del río, hallando cada cierto tiempo alguna de aquellas piedras fabulosas. Pero llegó el momento de partir, de ponerse de nuevo en camino.

Se complace en el recuerdo de aquel instante, evoca la sensación de pasear por sus calles llenas de vida, tras días y días inmerso en la monotonía dorada y sin fin del desierto. Quiere conservar el momento en que empalideció ante la belleza de los ramos que algunos mercaderes provenientes de Oriente carreteaban con sumo esmero para vender en no se sabe qué lugar. Nunca había visto nada parecido a aquellas flores que llamaban rosas. Rashnaw decía que, según la mitología griega, era una flor de los dioses, nacida de una gota de sangre de Venus. Los vendedores predicaban muchas de sus virtudes: de ella extraían aceite para los masajes y también se hacían infusiones. Se aseguraba que al olerías se infundía paz al espíritu.

No pasa mucho tiempo hasta que Úrian y sus compañeros consideran la ciudad del jade como un espejismo, un antojo del desierto, que, incluso para su imaginación, ha quedado atrás. La arena que empiezan a pisar no es de la misma materia finísima que les ahogaba antes de Khotan, ni las dunas se asemejan a aquellas que cambiaban cada día; pero siguen a la espera.

Lentamente se van evaporando los olores de jengibre, pimienta y almizcle que durante los últimos días han cautivado sus sentidos. A pesar de todo, los viajeros avanzan felices, convencidos de que su objetivo está más cerca, decididos a seguir a un buen ritmo, relajados después de haber sido acogidos en una realidad amable que les ha hecho pensar de nuevo en su condición humana. Xenos y Najaah se abrazan al atardecer mientras el sol se pone. El aire canta una melodía dulce meciendo partículas de arena dorada, como un tul de seda o el feliz velo de una novia.

Nada será como ellos esperan. Pero el grupo conquista las primeras arenas confiado en la benevolencia que debe guiar sus pasos.

La primera noche transcurre bajo la protección de unos árboles que son como una aparición en medio del paisaje desolado. Alguien dice que pueden ser los últimos y comenta todavía las maravillas que han podido admirar en las calles de Khotan. Las sedas que Xenos señalaba sorprendido a cada paso, casi conmovido por su belleza. Las piezas de jade esculpidas, de una delicadeza extraordinaria. Rashnaw no les escucha. Lleva al tejedor y al soldado de la cicatriz fuera del campamento, como si necesitara compartir algún secreto.

—¿Cuál es el problema? ¿Hay algo que no sea de vuestro agrado? —le pregunta Xenos, que durante los últimos días parece haber rejuvenecido.

—Es posible que el monje haya pensado en abandonarnos —se inmiscuye Lysippos—. Está muy claro el interés que ha suscitado en él la religiosidad de los monjes budistas de Khotan, quizás la fe en su Dios pasa por un momento delicado.

—Ninguno de los dos acierta con la naturaleza de la preocupación que me impulsa a hablaros —responde Rashnaw, sin atender las palabras provocadoras del soldado—. Sí, hay una cosa que me preocupa. Nos hemos relajado todos en exceso. Parece como si no estuviéramos en una tierra extraña, como si a partir de ahora el camino fuera un paseo, un trámite despreciable.

—Bien, sabemos que no es así —dice Xenos, dudoso—, pero los hombres sufrieron mucho en el desierto. Es lógico que hayan respirado en Khotan.

—Mis soldados están preparados para afrontar lo que sea necesario —se apresura a responder Lysippos.

—¡No, no lo están! Habéis visto que ni siquiera han cubierto de manera adecuada las mercancías, que muchos de ellos han abandonado piezas de abrigo en la ciudad con la excusa de que son demasiado voluminosas. Vamos de nuevo directos al Taklamakán y, según me dijeron los monjes que ha mencionado Lysippos, el camino que seguimos es de los más terribles que se pueden encontrar sobre la tierra.

Una semana después de tener lugar esa conversación, comprueban en carne propia que las palabras de Rashnaw sólo hacían justicia a la realidad con que se topan. Los viajeros caminan maquinalmente e incluso Explorador ha perdido buena parte de su bravura. Tistrya le mira y piensa que no podrá perdonarse nunca si algo le sucediera; debería haber sido más generoso y no haberle sometido a ese calvario.

Las alfombras de lana, piel de camello y seda habían sido un descubrimiento exquisito en el mercado de Khotan. Durante días las han transportado con mimo y orgullo, pero ahora no son más que meros toldos donde se refugian del viento que sopla con violencia entre las dunas. Tampoco los atardeceres púrpuras, que en otros momentos les habían maravillado, son capaces de cautivarlos con su belleza. El sol se esconde ante su indiferencia, incendiando el horizonte.

El grupo se ha convertido en una bandada y el instinto que les exige sobrevivir se muestra primario en sus manifestaciones. A menudo se espían para comprobar que la ración de agua o el alimento que consumen es el que corresponde a cada cual, o se miran con recelo ante cualquier adversidad.

Algunos de los viajeros observan cómo sus zapatos empiezan a malograrse con el paso de las semanas. No todos compraron en Khotan aquellos que los camelleros aconsejaban, de lana gruesa y refuerzos de piel en la zona de los dedos y el talón, anudados en el tobillo para evitar que entre la arena. Ahora se arrepienten. Rashnaw no se equivocaba en sus apreciaciones sobre la dureza de ese tramo del viaje.

—Padre, hace días que no vemos a nadie, que no nos cruzamos con ninguna caravana. He visto un animal muerto que se pudría medio enterrado en la arena —dice Úrian en voz baja, como si no quisiera contagiar el miedo a su amigo que anda muy cerca de él.

—Es cierto, hijo, pero debes tener fe. Los guías están acostumbrados a hacer este trayecto. Es normal que se mueran animales durante una travesía tan larga.

—He escuchado decir a los hombres de la otra caravana que algunos de los huesos que vamos encontrando de vez en cuando, desgastados y emblanquecidos por el sol, son de personas… —insiste el muchacho, con un hilo de voz.

—Ya sabes que hay muchas leyendas, todo el mundo mete baza —responde el tejedor, intentando no darle importancia.

—Pero podrían serlo, ¿no es cierto? —insiste Úrian, mirándole a los ojos.

El tejedor recuerda las palabras que un viejo pronunció antes de iniciar la travesía: «Aunque mires intensamente por todas partes buscando una senda, no podrás tomar una decisión. Sólo los esqueletos humanos sirven de guía en el camino». Pero no compartirá nada de todo esto con Úrian. Sin poder negarse a la evidencia, le responde brevemente:

—Sí, hijo, podrían serlo, pero no pienses en ello. Es importante mantener la confianza. ¿Me entiendes?

El joven tejedor calla. No se atreve a decirle que también a él aquellos hombres le han hecho saber cuál es el significado de Taklamakán: si entras, no saldrás. Dirige una última mirada a su padre y continúa andando con la cabeza baja.

Los camellos marchan uno detrás del otro formando largas hileras, cada una de ellas integrada por cinco animales atados con una cuerda que se engancha en el hocico mediante una anilla de madera. De pronto algo rompe el orden establecido. En la cola de la caravana los camellos se dispersan; alguien ha roto las sogas. Sin saber todavía de qué se trata, Lysippos y sus hombres se dirigen hacia allí alertados por los gritos de los viajeros; Tistrya también lo hace montado sobre su caballo. Es el primero en llegar, el primero que cae al suelo tras recibir un golpe seco en la espalda.

Unos bandoleros provenientes de tierra adentro han irrumpido en el corazón de la caravana y han sembrado el caos. Son una docena de hombres que se mueven como felinos. No llevan armas, sólo unos palos que manejan con gran agilidad y eficacia. Más que atacar, operan a la defensiva. Resulta muy difícil reducirlos porque sus movimientos son demasiados rápidos; los hombres de Lysippos apenas son capaces de seguir sus evoluciones. Fiblas contempla la lucha de lejos y le parece asistir a una de las peculiares danzas nativas que tanto maravillan a Rashnaw. Lo cierto es que, antes de que se den cuenta, se han llevado un cargamento de víveres y una parte del agua ha quedado vertida sobre la arena.

Ante la alarma de los viajeros, el desierto engulle el líquido del mismo modo que lo haría el fuego en una ofrenda a los dioses. Lysippos regresa furioso de la que ha sido una persecución vana; el caballo de Tistrya cojea y el joven monje se arrodilla y clama al cielo. Todos le observan, incapaces de reaccionar.

—¿Qué clase de Dios misericordioso eres tú? ¿Por qué nos has permitido llegar hasta aquí, si ahora nos abandonas a nuestra suerte? ¿Acaso hemos de enloquecer como mi padre para que te apiades de nosotros? ¿Es eso lo que nos espera? —grita Tistrya, con voz rota y ojos encendidos por la rabia.

Úrian busca en Rashnaw un gesto o una palabra que amortigüe la desesperación de su compañero, pero no encuentra ninguna. El maestro no se mueve del lugar, no hace ningún gesto ni abre la boca. En realidad, el silencio es agobiante, nadie se atreve a levantar la mirada; el miedo a una respuesta divina los paraliza. Algunos hombres se persignan, como si de esa forma pudieran contrarrestar la afrenta que el joven monje ha infligido al Altísimo.

—Que Dios lo perdone, no sabe lo que dice —reza alguien, con el mismo tono de quien, muriendo en la cruz, perdonaba a sus verdugos.

Sólo Úrian se acerca a Tistrya; abatido por los acontecimientos, le abraza susurrándole alguna palabra inaudible.

La situación no es tan trágica, pero ha sido el detonante que precisaba para estallar. El joven monje tarda un buen rato en calmarse, ¡tiene tantas cosas por las que llorar, tantos rincones oscuros que ha ido apartando de sí!

Antes de iniciar de nuevo la marcha, Fiblas intenta herrar a Explorador. Ha perdido la herradura durante la carrera y la pezuña del animal está desprotegida. El muchacho se concentra en recordar el oficio con el que creció. Las herramientas con las que trabaja son diferentes; no conoce las herraduras onduladas, pero es una cuestión de amor propio y se siente satisfecho de su trabajo. Mientras piensa que su padre también lo estaría, nota un nudo en la boca del estómago.

Se hace necesaria una nueva redistribución del agua, y ello significa que la ración diaria por cabeza mengua todavía algo más. Paulatinamente lo hacen asimismo los ánimos de los viajeros. Los pañuelos con que se cubren del frío, el viento y la arena tratan de tapar también sus reticencias, sus particulares tragedias.

Hace jornadas que el tiempo se muestra especialmente severo y orientarse resulta difícil. No siempre la lectura de los signos resulta concluyente, pero se esfuerzan en su adivinación.

Las mejores fuentes para interpretar los símbolos escritos en el cielo o en la tierra son la sabiduría de Rashnaw, la experiencia de los guías uigures y el comportamiento de los animales. Ahora, hace tiempo que ninguna noticia buena les asalta. Los viajeros miran las patas de los camellos bactrianos, las almohadillas entre sus dedos que les preservan de hundirse en la arena, las largas cejas que les protegen los ojos. Esperan en vano que se detengan y pisoteen el suelo, husmeando el agua, como lo hicieron al acercarse a Khotan. Esta herencia de sus parientes en estado salvaje, que todavía vagan por el desierto en grandes manadas, les puede salvar la vida, pero ahora algunos de ellos parecen haberse vuelto locos. Cuando los desatan para descansar, se reúnen y aúllan como lobos. Luego entierran sus hocicos en la arena y, de nuevo, empieza el vocerío.

—¿Qué les sucede? ¿Estarán enfermos? —pregunta el hijo del herrero a Rashnaw, con cierta preocupación.

—No es eso, Fiblas. Sólo hay uno que está enfermo, el sexto de la segunda hilera.

—¿Cómo lo sabéis? ¿Tiene algo que ver con que tenga una de sus jorobas inclinada?

—¡Acertaste! La segunda de las jorobas de estos camellos indica su estado de salud. Cuando están muy cansados o enfermos se inclina y se atrofia hasta desaparecer.

—¡Pero si son enormes! —exclama el muchacho, visiblemente extrañado.

—Son sus reservas de grasa, y cada una de ellas puede pesar… ¡casi tanto como tú! —responde el monje, tratando de buscar un ejemplo que ayude al muchacho a hacerse una idea.

—Y los otros, ¿por qué gritan de esa forma?

—Son los más viejos de la manada, Fiblas. Yo diría que están nerviosos.

—¿Nerviosos? —pregunta el muchacho con cierta impaciencia.

—Aseguran que es su manera de anunciar vientos fuertes y repentinos.

El hijo del herrero no se lo cuenta a nadie, no quiere preocuparles más de lo que ya están. Al atardecer, a cobijo de unos muros, viejos vestigios de un pueblo prácticamente sepultado por la arena, escucha una conversación entre el tejedor y Lysippos.

—Todavía no lo he comunicado a los hombres, pero un mercader venido del otro lado del desierto afirma que el pozo al que nos dirigimos está seco —dice el soldado—. Me preocupa el estado de algunos de los viajeros y la reacción que puedan tener al saberlo. En la otra caravana, un comerciante ya presenta signos importantes de deshidratación… ¡Y el próximo pozo está a seis jornadas de viaje!

—Tendrán que mantenerse serenos y fuertes. ¿Podemos hacer algo más? —pregunta Xenos, arqueando sus cejas, intentando encontrar alguna salida a la situación.

—Supongo que no. El individuo que me ha informado hablaba de la posibilidad de encontrar un lago que aparece y desaparece como por arte de magia. Lo llaman el lago errante.

—¿Es eso cierto o forma parte de alguna de las leyendas del desierto? —le interroga Xenos, escéptico pero sin cerrar ninguna puerta, aunque la mera idea le parezca estrambótica.

—No te puedes fiar de esa gente. Pero esto no es todo, los guías uigures dicen que debemos prepararnos para una tormenta de arena.

—¿Una tormenta de arena? Pero ¿no era en el verano cuando…?

—La naturaleza tiene sus propias reglas, pero también se encarga de romperlas sin dar ninguna explicación.

Durante la cena, el joven herrero pide a Rashnaw que le hable sobre la veracidad de la leyenda del lago errante.

El viejo monje le explica que todavía se encuentran lejos de los parajes donde tiene lugar ese hecho.

—Pero si tal y como dicen es errante, ¿cómo saber dónde aparecerá? —pregunta Fiblas.

La lógica del muchacho hace sonreír al monje, pero pronto da por finalizada la conversación; los soldados le reclaman para fortalecer los parapetos. Una vez preparadas las lonas y montadas las tiendas a cobijo de los muros, los viajeros se disponen a dormir, confían en que el día se levante más sereno.

Fiblas se mantiene despierto. Inquieto por la conversación que ha escuchado, intenta encontrar un refugio en su memoria que le preserve del miedo. Cada vez que escucha un aullido de los camellos se acurruca sobre sí mismo y se tapa los oídos. De pronto le parece oír un nuevo murmullo. Se incorpora y despierta a Úrian. Su amigo asegura no escuchar nada extraño y sigue durmiendo. Él también intenta conciliar el sueño, pero aquel fragor le mantiene inquieto.

—¿Y si fuera el lago errante? —se dice en voz baja. Una vez formulada, la idea se convierte en obsesión.

Cuanto más piensa, más le parece escuchar el rumor del agua, incluso juraría que en el exterior los camellos pisotean la arena con sus patas, anunciándola.

Justo antes del amanecer, inquieto, no puede hacer otra cosa que salir a explorar. Quién sabe si la leyenda es cierta, si la solución está a su alcance. Lo hace a tientas, sin hacer ruido, aprovechando que el vigilante asegura en la arena las alfombras que el viento ha desatado.

Bien cubierto con la manta, con el turbante violeta tapándole casi todo el rostro y los zapatos anudados a los tobillos, se abre paso en medio de la nada.

Poco más tarde, masas de aire de color naranja se acercan a velocidad de vértigo al campamento. Son gigantescas. En cuestión de minutos se vela el cielo, todo el espacio se convierte en una pesadilla de arena y sus partículas se clavan como agujas. Alguien dijo que el desierto expulsa a los viajeros cuando se ha cansado de ellos. Su única arma es la tormenta de arena.

Los guardias dan la voz de alerta y, bajo sus órdenes, los viajeros se preparan para resistir. Najaah intuye el alcance de la tragedia; ella ha vivido en terrenos desérticos y conoce la fuerza de los espíritus malignos; todos los que se encuentran en su camino mueren, nadie está a salvo. Sabe que la lucha será encarnizada, cierra los ojos e intenta controlar la respiración, pero escucha un grito que trastorna sus pensamientos.

—¿Dónde está Fiblas? ¿Alguien le ha visto? ¡Fiblas! ¡Fiblas! —Es la voz desesperada de Úrian que clama con todas sus fuerzas, empujando a unos y a otros en su búsqueda.

—¡Tranquilízate, Úrian! No puede haber ido demasiado lejos, quizás… —dice Xenos, sin que el muchacho le haga el más mínimo caso.

—No está en ningún sitio, padre. ¡Estoy seguro! Le he buscado por todas partes; tampoco su manta sigue en el lugar donde él dormía. ¡Debo salir a buscarlo!

El tejedor intenta detener a su hijo, que se abre paso en medio del caos.

—¡No, Úrian! ¡Tenemos órdenes de quedarnos aquí, debemos ser fuertes, sólo así tendremos la posibilidad de salvarnos! —dice el tejedor, agarrando con fuerza el brazo de su hijo.

—Padre, ¡es mi amigo! Me salvó la vida en Constantinopla, ¡tenemos que ayudarlo! ¿No lo entendéis?

—No permitiré que salgas, nos pondrías en peligro a todos. ¡Es una locura!

Xenos, nervioso, se esfuerza en explicar a su hijo que nada puede hacerse. Pero debe reducirle por la fuerza; el muchacho está demasiado exaltado y no atiende a razones.

—Ya verás cómo no le ha pasado nada malo; cuando acabe la tormenta le encontraremos a cobijo de algún muro o refugiado con los viajeros de la otra caravana.

Pero el temporal se intensifica con el paso de los minutos, las tiendas reciben embestidas violentas que las hacen tambalear, el aire gime como un animal herido de muerte y los camellos aúllan en su cautiverio.

Finalmente arranca el techo que les cubre y el pánico les petrifica. Se les ha ordenado atarse en grupos contra los muros que les protegen y cubrirse el rostro, tratando de respirar nada más que lo necesario. De manera inexplicable, el infierno dura poco, aunque les parece una eternidad.

Cuando se apaga la violencia del vendaval, el desierto ya no es el mismo. Una calma extraña inunda el paisaje desolado. Las dunas han cambiado su situación; cualquier piedra o rama seca puede servir de brote para que la arena se arremoline a su alrededor y cree nuevos volúmenes. Nada permanece donde estaba antes de la tormenta y encuentran las mercancías diseminadas a distancias inverosímiles.

Los hombres tosen y escupen la arena que los ahoga, algunos quedan ciegos por unos instantes y se frotan los ojos mientras blasfeman en varias lenguas. Se buscan a voces los unos a los otros y se abrazan al encontrarse, como náufragos que divisan la costa. Mientras tanto, Úrian sólo tiene una obsesión: su amigo. Observa de reojo cómo su padre abraza a Najaah, cómo Tistrya mima al caballo que tanto quiere y que ahora yace en la arena, escucha cómo a su alrededor Lysippos intenta poner orden y alguien pide agua con un hilo de voz. Pero nada detiene su carrera frenética. Tropieza con bultos que emergen del vientre del desierto, como si éste los hubiera vomitado después de una fuerte convulsión. Anda con dificultad, sus pies se hunden y él tiene prisa. Grita cada vez con más amargura. No, no hay ningún sendero que recorrer, ningún signo con el cual orientarse. Hace y deshace sus pasos. Adelanta, pero recula minutos más tarde y vocifera el nombre de su amigo, con voz angustiada.

Su padre le sigue de cerca, Najaah llora con gemidos ahogados y se sujeta la cabeza con las manos. De pronto, Úrian se detiene, clava sus ojos en la arena y, con el rostro contraído, lanza un grito que le atraviesa de arriba abajo.

Serpenteando entre la arena, una franja violeta rompe la uniformidad del amarillo maldito. El único que sigue andando es Xenos, le adelanta y se arrodilla con la intención de desenterrar lo que, sin duda alguna, es el turbante de Fiblas. La ropa ofrece resistencia más allá del trozo que emerge al exterior, por acción del esfuerzo la arena cede y deja una mano al descubierto.

—¡Dios mío! —exclama el tejedor, echándose hacia atrás.

—¡No le toquéis! ¿Me oís? ¡Alejaos de él, vos sois el único culpable de su muerte! ¡Fuera de aquí! ¡Largaos! —grita enloquecido Úrian, quien, arrastrándose, ha recorrido la escasa distancia que le separaba del cuerpo de su amigo.

El tejedor se aparta y un dolor lacerante le obliga a doblar su cuerpo. Pero su hijo todavía añade unas palabras que no olvidará jamás, por muchos años que viva.

—¿Qué hacéis aquí? ¿No me habéis entendido? ¡He dicho que os vayáis! Huid, igual que hicisteis cuando mi madre os necesitaba. ¡Cobarde! ¡Asesino! Vos los habéis matado, habéis dado muerte a las dos personas que más he amado en este mundo.

Xenos no da crédito a aquellas palabras, llenas de odio y de dolor. Su hijo nunca le había hablado de aquel modo. No entiende a qué responde ese reproche que le mantiene petrificado. Najaah se apresura a consolarlo, pero él no puede oírla. Tampoco ha estado atento al instante en que llegan al lugar Rashnaw y Tistrya; tras ser rechazados por Úrian, le acompañan en silencio.

El muchacho de Corinto desentierra el cuerpo sin vida de su amigo. Quita la arena de su rostro con la misma delicadeza con que limpiaría la piel de un recién nacido. Con un llanto dulce, lo abraza y lo mece mientras le riza los cabellos como cuando eran pequeños.

El tejedor se retira, ayudado por sus amigos. De vez en cuando se vuelve para observar a los dos jóvenes abrazados recortándose en un cielo cobrizo. Después llora desconsoladamente. Lo hace por las duras palabras que ha escuchado de su hijo, por Fiblas y por el dolor que no podrá ahorrarle a sus padres. Llora por Iris. ¡Hacía tanto que no la lloraba! De nuevo la imagen de su mujer le destroza. El mal negro profanando una piel más suave que la seda. Cierra los ojos y recuerda sus últimas palabras…

—¡Sálvate, Xenos! Debes vivir. Hazlo por nuestro hijo. Vete tan lejos como puedas de este horror. Sálvale también a él, y háblale de mí. Te lo ruego en aras del amor que nos tenemos.

Así lo hizo, sin permitir al niño un último abrazo, una despedida. «Tu madre ha muerto», le dijo cuando ya estaban sanos y salvos en las montañas. Nunca jamás volvieron a hablar de ello.