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LO QUE LE
FALTABA A ESTE
GUISO ERA MOURINHO
Ya está contado más arriba que al término de la Liga 2008-09 el Barça estaba en un problema. El buen equipo de Rijkaard se había descompuesto, básicamente por la indolencia de Ronaldinho, que se entrenaba poco y engordaba mucho, y por el endemoniamiento progresivo de Eto’o, que culminó con una rajada gorda en un acto en Vilafranca del Penedès. El Barça había acabado la Liga a 18 puntos del Madrid, Laporta se enfrentaba a una moción de censura. El proyecto Rijkaard se había agotado.
Para salir del atasco, Laporta pretendió contratar a Mourinho, idea que, ya está dicho más arriba, también había manejado el Madrid, pero sin decidirse. Los deportivos de Barcelona dieron cuenta durante el verano de ese interés, que no tenía nada de extraño. Mourinho ya tenía todo un cartelazo. Laporta puso en marcha las negociaciones y cuando todo estaba bastante avanzado viajó a Lisboa, junto a Marc Igla, su vicepresidente deportivo, para comer con Mourinho. Allí llegaron a un acuerdo total hasta que…
—Muy bien, pues ya está todo. Solo tenemos que pedirte una cosa.
—Dígame.
—Que tengas un encuentro con Cruyff.
—¿Cruyff? ¿Cruyff es algo en el Barça? ¿Es el director deportivo, es directivo…?
—No, no es nada oficialmente. No tiene ningún cargo. Pero me gusta aconsejarme de él y prefiero que esté implicado en esto.
Mourinho se negó en rotundo a tener la menor dependencia de Cruyff y ahí se acabó todo. Y Laporta se inclinó por Guardiola, como quedó explicado antes.
Mourinho, todo el mundo lo sabe, había estado en el Barça junto a Robson, de cuya mano llegó. Fueron juntos desde el Oporto, donde Robson ya le había tenido de segundo entrenador, como antes en el Sporting. Y fue como segundo entrenador. Pero como también le hacía de traductor ante la prensa, por alguna razón que no conozco, se le consideró, en la opinión pública, como un traductor, un mero intérprete. Y se le hizo de menos, un poco desde esa idea un poco absurda que tenemos en España de que alguien que habla más de un idioma no tiene mayor mérito y hasta corrieron chascarrillos sobre una supuesta relación homosexual con Robson, como si este se hubiera traído un amante en lugar de un segundo entrenador. Cuando en realidad era un segundo, y un buen segundo. Tan bueno que cuando se fue Robson y llegó Van Gaal este le mantuvo.
Pero llegó el momento en que tuvo la oportunidad y voló solo. En 2002 el Oporto apostó por él y en dos temporadas ganó dos veces la Liga, una Copa, una Copa de la UEFA, una Supercopa de Portugal y una Champions. Una salida colosal. Abramovich se fijó en él y aunque se quedó sin ganar la Champions en el Chelsea, sí ganó dos veces la Premier, una la FA Cup, dos veces la Curling Cup y una la Charity Shield. Salió por desavenencias con Abramovich, y tras esos tanteos del Madrid y el Barça acabó firmando por el Inter, donde le esperaban nuevos éxitos.
Y con el Inter se cruzó con el Barça en semifinales de la Champions. Había ganado la Liga y la Supercopa de Italia en su primer año, en este segundo iba a conseguir el triplete: Liga, Copa y Champions, la primera del Inter en 35 años. Pero para eso tenía que apartar en semifinales al Barça, el gran Barça de Guardiola, que había ganado seis títulos en la campaña anterior y que se iba a llevar de nuevo la Liga española con un récord de puntos.
El partido de ida acaba 3-1 y el Barça sale muy dolido del arbitraje. Yo lo recuerdo como el peor (el único realmente malo) que ha sufrido en Europa en esta época. Un gol de Maicon precedido de falta a Xavi, un gol de Milito en claro fuera de juego y un penalti claro a Alves que se va al limbo. Este arbitraje luego se le recordará insistentemente desde Barcelona a Mourinho cuando, ya en España, se queje de favores arbitrales al Barça. Antes del partido de vuelta, la expectación es máxima porque para el Barça hay un aliciente extra: la final se va a jugar en el Bernabéu. La perspectiva de ganar una Champions en el Bernabéu es excitante en grado extremo para el barcelonista y al tiempo es contemplada por el madridismo como una catástrofe singular. La ilusión en Barcelona y la aprensión en Madrid ante esa perspectiva corren parejas en la víspera de ese partido.
Mourinho lo utiliza, con habilidad, a mi juicio, en las declaraciones de la víspera del partido, señalando que el Barça estaba alimentado por un deseo insano, mientras que el Inter iba a salir al campo solo a disfrutar, con una ilusión positiva.
El partido lo juega el Inter con un cerrojo continuado, más acentuado aún a partir de la expulsión de Motta, al cuarto de hora de juego, expulsión exagerada que a su vez le servirá a él como agravio recurrente que exhibir en el futuro. Eto’o juega de lateral. El Inter aguanta, aguanta y aguanta, bien ordenado, cerrando las líneas de pase, esforzado y atento, pero sin la menor intención de contraatacar. El Barça aprieta y aprieta, le cuesta llegar. Al fin marca Piqué, a diez del final, en un fuera de juego muy ajustado, de esos que hay que ver en la repetición. Y ya en el descuento hay un segundo gol, el que daría el pase al Barça, de Bojan, pero le ha llegado el balón precedido de un rebote en la mano de Touré y el árbitro lo anula. Mal, a mi juicio. El caso es que el barcelonismo pasa del estallido de ilusión a la decepción. En Madrid es lo contrario. El madridista se siente como si después de volcar con el coche te quedas con las cuatro ruedas sobre el asfalto, sin nada roto y listo para seguir.
Mourinho lo celebra sobre el campo con sus jugadores, el Barça abre los aspersores, en un feo gesto que luego se justificará como un descuido. La final, y el viaje a Madrid, es para Mourinho. El Barça tendrá que verla por la televisión.
En el Madrid se pulsa el botón para su contratación. Pellegrini, el primer entrenador de la segunda época de Florentino Pérez, no va a cumplir sus dos años. El Madrid ha hecho una buena Liga, con 96 puntos, pero se ha quedado a tres del Barça. En la Champions ha caído en octavos, ante el Olympique de Lyon, recurrente enemigo europeo en estos años. En Copa cayó a la primera con escarnio, por culpa de un 4-0 en Alcorcón que ni por asomo pudo compensar en la vuelta. Florentino Pérez quería a Mourinho, pero ¿cómo traerle si caía en la Champions ante el Barça? Una vez que se proclamó finalista era virtualmente entrenador del Madrid. Mourinho ganará esa Champions en el Bernabéu, ante el Bayern, y ni siquiera lo celebrará con el equipo. Esa misma noche se ultiman los detalles.
Mourinho llegaba al Madrid como arma para combatir la hegemonía del Barça. Desde el principio estaba claro que su camino era el de cruzarse con el del club para el que había trabajado unos años antes, dejando buen recuerdo y amigos entre todos los sectores menos entre la prensa.
Gaspart me decía: «Mourinho era un buen chico cuando estaba entre nosotros». Y añadía, entre bromas y veras: «Le habéis estropeado en Madrid». Porque desde que llega se confirma como un personaje muy estruendoso, cosa que ya se sabía de antes, pero visto de cerca resulta más estrepitoso. El Madrid se ve envuelto en una nube de polémicas a las que no está acostumbrado. Mourinho es portada casi cada día por sus desafíos, que obtienen las respuestas correspondientes, a las que el responde con nuevos desafíos. La imagen resultante es maléfica y contrasta extraordinariamente con el aire seráfico de Guardiola, siempre comprensivo, templado y tolerante. Su actitud irrita incluso al madridista más radical, que se siente representado por Mourinho y considera que Guardiola finge y que es fácil ser bueno cuando ganas y te ayudan los árbitros. «El verdadero Guardiola no lo hemos visto aún», es una de las frases más repetidas desde hace tiempo en la afición del Madrid. El aire bronquista de Mourinho hace fruncir el ceño a parte del madridismo, pero su respaldo en el estadio y entre la gente joven es mayoritario. «Al fin hay alguien que nos defienda.» Esa idea del Madrid de los valores, caballeroso, que nunca se queja ni habla de árbitros es trasladada al desván. En torno a Mourinho empieza a redefinirse el madridismo.
El primer enfrentamiento llega en el Camp Nou, correspondiente a la Liga. Se juega el lunes, lunes 29 de noviembre de 2010, para ser más precisos. La causa son las elecciones autonómicas en Cataluña, que son el domingo, lo que crearía una difícil duplicación de medidas de seguridad y distraería la atención de público y medios. El Madrid tuerce el gesto, le parece que el lunes es un día que hace de menos el partido, hubiera preferido el sábado, pero entre semana el Madrid ha jugado el martes y el Barça el miércoles, de modo que tendría un día menos de descanso. También el lunes, claro, pero a esas alturas la diferencia ya sería insignificante. El Barça gana esa pequeña batalla psicológica en las vísperas. Y gana otra: la designación del árbitro, Iturralde. Buen árbitro vizcaíno, sus estadísticas con el Madrid son innegablemente malas. El promedio de puntos del Madrid con Iturralde baja a la mitad con respecto al obtenido con el resto de los árbitros en el mismo periodo de tiempo. Y las expulsiones se disparan. Sin entrar en otras consideraciones, es el árbitro de estos días más temido por el Madrid.
Los dos equipos llegan embalados, escapados en lo alto de la tabla. El Madrid llega invicto, con diez victorias y dos empates. El Barça está a un punto, con diez victorias, un empate y una derrota. El tercero, el Valencia, ya se está distanciando.
Desde semanas antes se especula con la alineación de Mourinho. ¿Jugará con la alineación de siempre o protegerá el centro del campo con un medio defensivo más? Tal cosa venía haciéndola con alguna frecuencia, en especial cuando ya había puesto el marcador a favor.
Guardiola teme que el partido entre en una tensión que pueda perjudicar el juego de los suyos. Su teoría, explicada a los suyos, es que el Barça es mejor en condiciones normales de presión y temperatura. Que cualquier alteración ambiental favorecerá el estilo del Madrid, menos armónico, más compulsivo, más físico, más agresivo. En ese sentido alecciona a sus jugadores, prohíbe entrevistas individuales y permite salir en conferencias de prensa previas al partido a los jugadores de palabra más calmada, veteranos y prudentes, Puyol y Mascherano, que, en efecto, no se salen del guion. Por parte del Madrid hay más aires de desafío, no está lejos el 2-6, el Barça ha ganado la última Liga, pero Mourinho les había quitado la Champions y el Madrid iba ahora de su mano a provocar un nuevo cambio de ciclo.
En la víspera el Madrid sufre un contratiempo: se le descubre una hernia discal a Higuaín, que le va a impedir jugar por unos meses. Saldrá Benzema, menos combativo, frío, indolente en esos días, muy diferente del que un año más tarde por fin se vería. Y con él, la alineación habitual del Madrid, sin refuerzo de la media.
El partido es una masacre. El Madrid se ve anegado en el centro del campo por el «tiqui-taca» del Barça, no ve un balón. Ni Cristiano ni Özil ni Benzema presionan, como muchos habían supuesto (de ahí la intriga por la alineación en las vísperas) y los defensas del Barça juegan libremente con los medios, anegando los esfuerzos de Di María, Khedira y Xabi Alonso. 1-0 en el minuto 9, 2-0 en el 17. El Madrid solo consigue meterse en el partido, curiosamente, por culpa de Guardiola, que hace una cosa equivocada. Un balón sale fuera, lo toma él, y cuando acude Cristiano a recogerlo para sacar de banda, se lo ofrece primero y, en un feo gesto de desdén, se lo retira inmediatamente, dejándole con las manos extendidas, y lo envía a un lado. Cristiano responde al desdén empujándole con una mano en el pecho. De repente el estadio se inflama, salta la tensión contenida, se forma un revuelo de jugadores que Iturralde tarda en disolver. Hay tarjetas para Cristiano y Valdés, que ha corrido desde la portería hasta el banquillo.
Con el ánimo de todos alborotado, el Madrid enmienda la figura hasta el descanso. El Barça pierde precisión y el Madrid asoma. Y hay una jugada que luego reclamará el Madrid: Cristiano llega al área chica, regatea hacia fuera, Valdés se echa a sus pies y le derriba. Penalti. Para algunos, incluso hubiera debido ser segunda amarilla a Valdés, todo lo cual junto dibuja un hipotético 2-1 y diez contra once en toda la segunda parte. Pero Iturralde no pita nada.
Al regreso del descanso el Barça se ha serenado, el Madrid ha perdido su ocasión. Ahora sí trata de blindarse más, Mourinho hace comparecer a Lass por Özil, pero ya ha pasado el tren. Vuelve el baile y vuelven los goles: 3-0 en el 54, 4-0 en el 57, 5-0 en el 90. El público lo pasa en grande la última media hora, cantando, con música de Guantanamera: «Sal del banquillo, Mourinho sal del banquillo…». Mourinho, sentado en lo hondo del banquillo, hundido, es la imagen de la derrota. Con el 5-0, Piqué alza la manita dirigiéndose al público, como hiciera Toni Bruins aquel lejano día. Eso enciende a algún jugador del Madrid, particularmente a Sergio Ramos, que en la siguiente jugada, ya en el descuento, le propina una tremenda patada por detrás a Messi y es expulsado. Al día siguiente titulé en As: «Goleados y desquiciados». El Sport titula: «Manotazo a Mourinho», significando bien que desde Barcelona se apreciaba la derrota, sobre todo, como una derrota de Mourinho.
Sus explicaciones tras el partido no serán convincentes. En realidad no había nada que decir. Guardiola, por su parte, está brillante, elegante, deportivo: «No hemos ganado una Liga, solo tres puntos, pero el cómo queda para siempre. El Madrid no se rendirá, lo llevan en su ADN, necesitaremos otra vez una cantidad indecente de puntos para ganar la Liga. Esto es obra de una generación extraordinaria que lo ha ganado todo y todavía quiere seguir compitiendo».
El Barça se siente pleno. Su estilo es mundialmente aceptado, sus jugadores han sido protagonistas del éxito de España en el Mundial. En la goleada ante el Madrid ha presentado ocho canteranos en la alineción inicial y dos más han entrado como sustitutos. En el Madrid solo han jugado dos, Casillas y Arbeloa; este entrado en la última media hora. La perfección de juego, la superioridad moral, el mensaje, la opinión pública… Todo está en ese momento del lado del Barça. Líder, además, con dos puntos de ventaja.
Mourinho pasa dos semanas silencioso. Está rumiando el desquite.