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EL PENALTI DE
GURUCETA!
La Liga 69-70, la que empezó con la grave lesión de Bustillo, la habría de ganar el Atlético de Madrid, con un solo punto de ventaja sobre el Athletic, gracias a una victoria final en el campo del Sabadell, con goles de Ufarte y Calleja. El salto de Calleja tras marcar (un gol era excepcional en él, pues era defensa) pasó a ser uno de los grandes iconos de la historia rojiblanca. El Barça y el Madrid no estuvieron bien. El Barça fue cuarto, tras los dos atléticos y el Sevilla, y el Madrid, sexto, detrás del Valencia.
Para el Madrid, una clasificación inusualmente mala. Y con una consecuencia a priori catastrófica: por primera vez no se clasificaba para la Copa de Europa. Las había jugado todas ininterrumpidamente desde la creación de la competición, en la para entonces ya lejana temporada 1955-56. Gento, por cierto, había participado también en todas ellas. El camino del Madrid a Europa pasaba por ganar la Copa y apuntarse a la Recopa, un mal menor. Se especuló con que, en caso de no conseguirlo, podría agarrarse a la Copa de Ferias, que por entonces no exigía aún puesto concreto para clasificarse, sino a la que se acudía por invitación. Y de hecho, cuidaba su cartel invitando a clubes de prestigio que en sus países se hubieran quedado sin presencia europea. ¡Pero, señores, se trataba del Real Madrid, el Realísimo, como decían con sorna sus detractores! ¡Y Bernabéu había mirado siempre muy por encima esa copa, a la que motejaba como «la copa de los pueblos»! ¿Cómo pensar que el Madrid podría aceptar eso? Y, sin embargo, existía cierta seguridad de que si se quedaba sin la Copa (que no era su torneo, que siempre le costó mucho y que nunca fue una de sus preferencias) tendría que agarrarse a la Copa de Ferias.
Existía cierto morbo sobre el asunto. Se hablaba sobre eso. Se escribía sobre eso. El mundo culé se frotaba las manos: ¡El Realísimo de Bernabéu en la copa de los pueblos!
El único camino para evitarlo era la Copa. Y en esa Copa fueron a cruzarse el Madrid, el Barça y Guruceta el 6 de junio de 1970 en el Camp Nou. El Madrid llegó allí tras eliminar al Castellón y el Las Palmas, a este apuradamente, con un último gol de Velázquez en el partido de vuelta que salvó el desempate. El Barça eliminó al Espanyol y al Celta, con partido de desempate en este caso. El sorteo les cruzó en los cuartos de final. El partido de ida se jugó en el Bernabéu y lo ganó el Madrid por 2-0, pero el segundo gol, de Amancio, es muy protestado por los azulgrana, que reclaman que el linier ha marcado fuera de juego. Pero Zariquiegui, el árbitro, no les atiende.
(Yo vi el partido y recuerdo la jugada, una jugada poco frecuente. Amancio está adelantado cuando el Madrid recupera el balón. Corre hacia atrás para habilitarse. Le envían el balón. Cuando le llega, ya está en la zona habilitada, se da la vuelta y marca. Pero no tengo tan claro que estuviera ya habilitado cuando salió el pase hacia él.)
En torno al partido de vuelta se crea ambiente de remontada. El Barça también necesita un título. El Barça no gana la Liga desde 1960, cuando se marchó Helenio Herrera, y ha malvivido en ese periodo con dos Copas del Generalísimo y una Copa de Ferias. Poco alimento para tanto gigante. (En la misma década, el Madrid ha ganado ocho veces la Liga, una la Copa de Europa y otra la Copa.)
Así que Barça-Madrid, con el objetivo de remontar dos goles. Y en medio de todo, Guruceta. Emilio Carlos Guruceta Muro, árbitro emergente, de gran planta, buena velocidad, autoridad natural, dialogante con los jugadores aunque a veces algo jaque, pitido rápido, buen seguimiento del juego. Se le ponía en general muy bien, como la gran promesa del arbitraje. Había llegado a la máxima categoría con veintinueve años, con fama de genio precoz y tenía, realmente, condiciones magníficas. Luego, su afán de protagonismo iría emborronando su carrera. Eso tan suyo de atreverse a lo que otros no se atrevían (echó a Rojo en San Mamés; en otra ocasión expulsó a Gárate, algo inconcebible, algo así como si hubieran expulsado a Butragueño en su día) ensució su carrera. Luego haría cosas peores, como veremos al final del capítulo. Y, dicho sea de paso, siempre fue mucho más proclive a equivocarse a favor del Madrid que a favor del contrario al Madrid.
Pero para entonces era una estrella emergente.
Empieza el partido y paso el relato a Vázquez Montalbán, la gran pluma del barcelonismo en esos años, y quizá de siempre. Un artículo suyo en Triunfo, titulado «Barça, Barça, Barça», fue la señal de salida de la reivindicación por parte del Barça de su identidad nacionalista, sofocada durante tantos años. Aficionado entendido, su pluma es la mejor guía para seguir el devenir del Barça durante muchos años. Asistió al partido, y su relato en la revista Triunfo, recogido en el libro Fútbol. Una religión en busca de un Dios (recopilación de escritos suyos seleccionados por su hijo después de su muerte, desdichadamente prematura, y obra imprescindible, por cierto), me ha parecido completo, porque aúna la precisión de los datos con la interpretación de la honda indignación que estos produjeron en la grey culé.
Se titula Barça-Real Madrid: por los siglos de los siglos. Y lleva como subtítulo: «Noche de amor y de guerra en el Nou Camp». Ahí va:
Marcial y Zabalza, sobre todo Marcial, no conseguían oponer una construcción de juego al que ordenaban Velázquez y Grosso. Cien mil espectadores, el lleno más absoluto de la historia del Nou Camp, habían acogido al Real Madrid con una pitada impresionante, no por el «gol de Zariquiegui», sino porque es el Real Madrid, y desde los tiempos del conde-duque de Olivares Madrid ha quedado en el subconsciente colectivo de Cataluña como un quiste.
Decía que Marcial y Zabalza no conseguían hacerse con el centro del campo, y ahora digo que a Pujol le faltaba el último regate, ese regate que sabía hacer la temporada pasada en el Sabadell e incluso a comienzos de la presente. Tampoco Torres era esta noche el prodigio de regularidad que suele ser, ni a Gallego le salían bien los pases desde atrás, ni a Reina los despejes, que iban a parar, por un extraño magnetismo, a los pies de Velázquez.
«Están nerviosos», decía la gente. Y era cierto. El arbitraje del señor Guruceta era ligeramente anticasero. Sobre todos los árbitros pesa la sombra de Rigo, el mallorquín errante, que después de un arbitraje perjudicial al Atlético de Madrid y al Real Madrid ya no ha vuelto a ser lo que fue y se habla de que este año le descienden a segunda división. Pero no era excesivamente anticasero. El Barcelona jugaba con un gran empuje, pero con un notable desconcierto. En este equipo faltan, por faltar, pulmones, los que tenían Zabalza y Fusté la temporada pasada para subir una y otra vez pelotas. Pero, en cierta manera, ¿para qué subir pelotas? ¿Quién las remataría? También faltan rematadores. ¿Qué hay en este equipo? Una media de cincuenta, sesenta mil espectadores incondicionales, eso es el Barça, eso y recuerdos.
Y ya, cuando se ultimaba el primer tiempo, Rexach, de un tiro esquinado, crea el breve suspense de la pelota que va de palo a palo y se mete en la portería madridista. Abrazos y cohetes.
Al comienzo de la segunda parte el señor Guruceta parece haber cambiado la actitud. Señala unas cuantas faltas exageradas en torno al área del Madrid. «Ay, ay, ay…», dice alguien detrás de mí. Comenta después que cuando un árbitro es tan amable, algo prepara. De pronto, una pelota adelantada. Velázquez, uno de los pocos jugadores españoles con auténtica clase, la controla y se va en perpendicular hacia el área del Barcelona, se le cruza Rifé y Velázquez cae hacia delante. El cruce ha sido fuera del área. La caída y el revolcón del jugador sitúan a Velázquez dentro. El señor Guruceta extiende el brazo y avanza corriendo hacia el punto de penalti. Unos segundos de silencio y de estupor. Y cuando el penalti es un hecho consumado, el grito nace roto en las gargantas de los espectadores y los ademanes de los jugadores barcelonistas tienen maneras de histeria. Se entabla ese inútil juego de convencimientos en torno al árbitro. Las almohadillas parecen ya amapolas entre los trigales verdes. La Policía Armada se pone en pie para localizar a los lanzadores. De pronto, los jugadores barcelonistas inician un movimiento de retirada hacia los vestuarios. Rifé, Torres, Rexach y Reina parecen los más decididos. Siguen brotando las amapolas nocturnas sobre el césped. La lluvia de almohadillas es impresionante.
Buckingham, pese a sus ligámenes históricos con los mosqueteros, no está para escaramuzas y obliga a los jugadores a que vuelvan al campo. Lanza el penalti Amancio, y gol. Eladio empieza a aplaudirle al árbitro. Pocas veces he visto aplaudir tanto a tanta velocidad. La expulsión de Eladio se consuma. De nuevo forcejeo dialéctico, pero ya no hay nada que hacer. Faltan treinta minutos de partido y apenas si se puede jugar por culpa de las amapolas. El público reclama que los jugadores abandonen el terreno. El grito es unánime. Cuando la pelota va fuera y va a parar a los graderíos, la pelota no vuelve. El público corea «¡Campeones, campeones!».
«¡Que se metan la Copa en…!», es el grito más suave de la noche. Guruceta para continuamente el juego para retirar las almohadillas. Pero se hace imposible por momentos. Veinte, treinta mil almohadillas llenan la noche de extrañas coloraciones, y detrás de las almohadillas surgen los primeros espectadores. No saltan para agredir al árbitro, saltan para decir a los jugadores que se vayan. Se mezclan algunos seguidores del Madrid con sus gorras blancas, dispuestos a conseguir los calzoncillos de sus jugadores. Pero la oleada de gente va en aumento. El señor Guruceta empieza a inquietarse. Nadie le tocó un pelo en toda la noche, a pesar de que estuvo rodeado por cinco mil personas, pero alguien le aconseja el pies-para-qué-os-quiero y el hombre, con sus jueces de línea, inicia la lucha contra el cronómetro y corre como John Carlos en sus mejores tiempos y, puesto a correr, igual le da el terreno llano que los escalones que le abren la puerta del vestuario. El campo ya es del pueblo: cinco, seis, diez mil personas pasean las banderas del Barça, gritan el nombre del club, avanzan hacia el palco presidencial. El espectáculo supera el mejor partido que hayan visto ustedes en su vida. Los colores del verano y el entusiasmo de los cuerpos, el césped verde, las amapolas-almohadillas, la noche de un azul oscuro, cohetes, banderas azulgranas y una íntima, total satisfacción, de las gentes más ecuánimes; incluso los burgueses, con puro de tribuno, gritan: «Por fin, por fin…». «Por fin, ¿qué?» La respuesta está en un pozo oscuro, profundo, que tal vez un día pueda clarificarse. La fiesta, en el césped, la protagonizan los espectadores de las zonas más económicas, que han saltado todas las barreras habidas y por haber y han llegado al ágora verde e iluminada. La Policía Armada permanece concentrada junto a las puertas de los vestuarios, sin intervenir. ¿Para qué tenían que intervenir? La gente se limita a gritar el nombre del equipo y a agitar banderas legales. Tal vez si alguien aspirase con fuerza el aire de aquella increíble noche percibiera una extraña agrura detrás del perfume de fiesta que iban tomando los acontecimientos.
El campo ya está totalmente en poder del público. Los muchachos juegan a chutar almohadillas, se revuelcan por el césped de parque inglés, alguno hace la vertical, otros se persiguen y se derriban. Hoy es fiesta. Se respira libertad y la noche tiene los colores más propicios. El público grita, aplaude, jalea el «Barça! Barça! Barça!» por encima de la derrota que ya asumen, pero paladeando la victoria estética y moral de una noche en la que el público cree hacer justicia, cree vencer por encima del Comité de Competición, de la Real Federación Española y de unos cuantos etcéteras.
Y de pronto algún clarín secreto debió de avisar de que la cosa iba a cambiar. Se oscurece el rectángulo y empiezan otros ruidos y otros gritos. El griterío del público se uniforma, desde la impunidad de las gradas se presiente que lo que está ocurriendo en las negruras del rectángulo. La cosa ha cambiado de color. Aparece el fuego. Las almohadillas rasgadas muestran su paja, que arde para quemar paneles públicos. Los gritos se han vuelto agrios… El público se dispersa… Pero han nacido extrañas indignaciones. Un grupito de veloces charnegos pasa a mi lado y grita «Barça! Barça! Barça!».
Horas después, grupos espontáneos surgían con sus gritos en distintos puntos de la ciudad. La reunión de contertulios bajo la farola de Canaletas fue disuelta.
El señor Calderón, gerente del club madridista, declaró: «Ha pasado lo que puede pasar en cualquier pueblo. Si en otras ocasiones la prensa ha arremetido contra nosotros de manera tal que acabaron con todos los adjetivos, lo ocurrido esta noche merece la peor calificación para el Barcelona».
Creo que el señor Calderón y otros señores no han entendido nada de nada.
Lo de menos era el detonador. Aquello no era una reacción típica por no saber perder.
Hasta aquí, el seguimiento de los hechos por la pluma de Vázquez Montalbán. Baste añadir que la jugada de autos se produjo en el minuto 14 de la segunda parte y que fue inequívocamente fuera del área. No metros fuera del área, como se ha llegado a escribir, pero sí medio metro. En ese punto hay coincidencia absoluta entre la prensa de Barcelona y de Madrid al día siguiente.
Resulta evidente que el penalti fuera del área hizo saltar un resorte en el barcelonismo, provocó una rebelión contra un estado de cosas que podía resumirse en el abuso, real o figurado, del Real Madrid a través de los mecanismos de la administración deportiva. Y, más allá, el fantasma de Madrid ciudad, Madrid capital, Madrid poder, Madrid cueva del Franquismo que sofocaba el espíritu nacionalista catalán. Diez años sin Liga, la prórroga de Ortiz de Mendíbil, el ostracismo de Rigo, la lesión de Bustillo, la impunidad de su causante, el gol de Amancio en la ida, este penalti en la vuelta… Todo en el contexto de un tiempo en el que el Barça volvía a reclamarse, cada vez con menos disimulo, como institución clave de la catalanidad, o al menos en pie de igualdad con Montserrat y el Orfeó.
A esa mezcla solo le faltó que Calderón llamara, en la práctica, pueblo a Barcelona. Y que Bernabéu, desde su retiro de Santa Pola, comentase entre socarrón y cínico: «¿Pero de qué se quejan? ¡Si ha sido un penalti como una casa!».
Los días siguientes fueron tremendos, en la prensa y en la calle. Los madridistas se frotaban las manos con la clasificación, miraban despectivamente la reacción del Camp Nou. Para más indignación del barcelonismo, la revista oficial del Real Madrid repintó las rayas del área para aparentar que la falta había sido dentro.
Pero, perdida la eliminatoria, el Barça iba a resultar ganador en todo lo demás.
En primer lugar, el caso Guruceta le serviría para recobrar la unidad en el club, rota desde las recientes elecciones que habían elevado a la presidencia a Agustín Montal, ganador por muy corto margen del agresivo Pedro Baret. Agustín Montal, industrial textil, era hijo del presidente azulgrana del mismo nombre de los años cincuenta. Pedro Baret era un hombre audaz y ambicioso, clásico triunfador en el Franquismo, con actividades financieras nunca del todo claras, según lo describe Carles Santacana en su El Barça i el franquisme. En la lectura de ese libro (estupendo, por cierto) he descubierto algo que me intrigó en mi adolescencia. Llevado por mi afán de conocer todo lo posible sobre fútbol, buscaba en quioscos señalados de Madrid (particularmente en Cibeles) dos revistas del Barcelona. Una se llamaba Barça y otra Revista Barcelonista. Una de ellas me parecía pro-Barça y la otra anti-Barça, cosa que me resultaba tan curiosa como inconcebible. Santacana explica que la segunda nació como escisión de la primera, de la mano de Baret, y se dedicó a tareas de oposición.
El caso es que en la temporada 69-70 Narcís de Carreras, acosado por los malos resultados y por un confuso intento de repescar a Helenio Herrera, dimitió. Eso había llevado a unas elecciones que ganó Montal por 126 votos a 112. Muy corto margen para mantener a raya a un tiburón como Baret, cuya revista tituló: «Montal, elegido presidente; el socio, con Baret».
Pero Montal, decía, salió muy fortalecido con el caso Guruceta. Pese a su voz meliflua y su aspecto asustadizo, reaccionó con indignada energía, colocándose acertadamente sobre la ola de enfado popular, que sin duda compartía y comprendía.
En un largo escrito de queja presentó lo de Guruceta no como un incidente aislado, sino como la culminación de una serie de arbitrajes y decisiones federativas lesivas contra el Barça; recordaba la campaña previa al arbitraje de Rigo y el lanzamiento de botellas; denunciaba el no explicado ostracismo de Rigo y planteaba cómo tal cosa podría estar pesando en los ánimos de los restantes árbitros a la hora de dirigir al Madrid o al Barça; añadía a su queja el caso de los falsos oriundos, en el que solo intervino la Federación cuando se trató de poner trabas a una incorporación del Barça (Irala), ni más ni menos falso oriundo que muchos otros a los que se dejó venir, según demostró el luego célebre político Miquel Roca i Junyent, enviado por el club a Suramérica para investigar el asunto; denunciaba el insulto de Calderón, al llamar «pueblo» a Barcelona… Su actitud de firmeza y el aire de completo manifiesto que tuvo su escrito le hicieron dar un salto ante la opinión culé.
Un escrito largo, serio y argumentado, que venía a decir que no se trataba de un penalti fuera del área, sino una cadena de cosas que habían llevado al Barça a una situación límite y que no justificarían, pero sí explicarían, el alboroto del Camp Nou.
Y con habilidad dejaba ver que Cataluña estaba incómoda con la situación. No solo el Barça, sino Cataluña. El asunto llegó a las mayores alturas. Samaranch, delegado nacional de Deportes, se reunió con José Luis Costa, presidente de la Federación Española, y Pablo Porta, que lo era de la catalana. También recibió a Montal, so pretexto de estudiar la petición del club de un apoyo para la construcción del pabellón de hielo, pero trascendió que trataron del asunto.
Y el Barça obtuvo un fuerte desagravio por parte de los poderes. El Comité de Competición recibió las instrucciones pertinentes. No hubo cierre del Camp Nou, contra lo que mayoritariamente se consideraba seguro, casi inevitable, a la vista de la dimensión casi desconocida del alboroto. El Barça se libró con una multa de 90.000 pesetas. Eladio tuvo dos partidos de suspensión por hacer burla al árbitro. Y Guruceta, en una decisión sin precedentes, fue suspendido ¡por seis meses! por «provocar una alteración del orden público». El Barça no consiguió, como pedía Montal en su escrito, que el partido se reanudara a partir del fatídico minuto catorce de la segunda mitad, pero la decisión del Comité produjo alivio general en el mundo barcelonista.
Como consecuencia de eso, José Plaza, presidente del Comité de Árbitros, dimitiría, lo que a ojos del mundo culé (y antimadridista en general) no haría otra cosa que reforzar su fama de madridista. Plaza dimitió porque la suspensión a un árbitro por un error de apreciación le pareció un atropello. Y abría un precedente siniestro. Aunque, claro, no sentó precedente. No volvió a darse un caso de tanta tensión.
Pero el desagravio no paró ahí. Torcuato Fernández-Miranda, ministro secretario general del Movimiento y que había demostrado una gran sensibilidad hacia el Barça en la recalificación de los terrenos del viejo campo de Les Corts, había tomado el asunto en sus manos. El propio Montal lo reveló en entrevista concedida en diciembre de 2003, y que cita reiteradamente Santacana en su obra. Fernández-Miranda liberó una partida de cincuenta millones (mucho dinero para la época) para que el Barça construyera el pabellón de hielo, que tenía proyectado, y aceptó la dimisión de Juan Antonio Samaranch, no conforme con el desenlace de los hechos, según muchas fuentes (él nunca lo ha manifestado así, que yo sepa), y nombró en su lugar a Juan Gich i Bech de Careda, gerente del Barça desde 1965. Juan Gich, falangista, era tan amigo de don Torcuato (como se le conocía) que había apadrinado a uno de sus hijos.
Resumiendo, no cierre de campo, seis meses a Guruceta, 50 millones para el pabellón de hielo y el deporte español en manos del propio gerente del club. Eso a cambio de 90.000 pesetas de multa y dos partidos a Eladio.
Y, según consigna Justo Conde en La guerra que nunca cesa, Felipe Ruiz de Velasco, secretario del Comité de Competición, sería contratado algún tiempo después por el Barça para tramitar las nacionalizaciones de tres jugadores de baloncesto, Thomas, Carmichael y Sibilio.
Cuando se insiste tanto en lo mucho que el franquismo persiguió al Barça, conviene tener en cuenta estas cosas.
Por lo demás, Guruceta no volvió a arbitrar al Barça en partido oficial ni siquiera cuando, no mucho después, fue abolida la fórmula de las recusaciones. Los responsables de la cosa se cuidaron muy mucho de ponérselo al Barça. Solo catorce años después le pudo arbitrar en un torneo amistoso de verano, en Mallorca, el 10 de agosto de 1985. El Barça había ganado aquella Liga, once años después de la anterior, y la había ganado de punta a cabo. Empezó el campeonato ganando en el Bernabéu 0-3 y fue líder toda la Liga hasta cantar el alirón en Valladolid, cuatro jornadas antes del final, aquel día en que Joaquín María Puyal gritó su célebre «¡Urruti, t’estimo!» cuando el meta donostiarra paró un penalti decisivo en el minuto 88. Feliz como estaba, el Barça «indultó» provisionalmente a Guruceta y permitió que le arbitrara ese amistoso en Mallorca, con lo que la organización esperaba dar un atractivo más al partido. Fue contra el Gremio de Portoalegre, que ganó por 1-0, así que no se repitió la experiencia. Un solo partido más a los catorce años del famoso penalti, y en un torneo de verano.
Una vez hablé con Guruceta de la jugada. Me dijo que fue un contraataque rápido tras un ataque sostenido del Barça y que a pesar de su reputada velocidad (en la época era muy joven), no estaba suficientemente cerca cuando Rifé derribó a Velázquez, pero que a él honestamente le pareció que fue dentro. Mi impresión personal es que a fuerza de querer parecer valiente, Guruceta estaba deseando lo contrario que cualquier otro árbitro, de aquella época o de esta: que hubiera un penalti en el área local para pitarlo y distinguirse. Y vio penalti donde no lo hubo.
Con Velázquez también hablé alguna vez de la jugada. No tuvo noción de dónde fue la falta en el momento de ocurrir, pero tras ver las fotos y la película no tenía duda. Pero no le extraña el error por la velocidad del contraataque: «Íbamos embalados, en una jugada rápida tras un ataque largo del Barça, le tuvo que pillar lejos; Rifé me cruzó y yo salí por los aires, rodando hasta el punto de penalti».
La vida de Guruceta siguió sin el Barça. Fue internacional, tuvo buena reputación, aunque luego más de una vez le vi equivocarse en beneficio del Madrid, singularmente en un partido del Bernabéu de Copa contra el Atlético, al que anuló dos goles aún no sé por qué. Falleció en accidente de carretera, el 25 de febrero de 1987, todavía en activo. De hecho, se dirigía a arbitrar un Osasuna-Real Madrid de Copa cuando perdió el control del vehículo en la autopista y se estrelló contra la trasera de un camión parado al borde de aquella por obras de mantenimiento.
Diez años después llegó el conocimiento de un episodio negro en su vida como árbitro. Constant Vanden Stock, que había sido presidente del Anderlecht, confesó ante la justicia de su país que había sobornado a Guruceta con un millón de francos belgas con ocasión del partido de Copa de la UEFA de su equipo contra el Nottingham, en 1984. El Anderlecht ganó ese partido por 3-0 y se clasificó. He visto el resumen y desde luego Guruceta pitó un penalti inverosímil. Vanden Stock confesó porque había hecho la operación a través de un golfante (como se hacen esas cosas) que desde entonces no le dejaba vivir con chantajes. La UEFA, tras la confesión, hizo su propia investigación, dio por cierto el soborno y expulsó al Anderlecht por un año de las competiciones europeas y a Vanden Stock de por vida. Guruceta, fallecido diez años antes, no se pudo defender. Sus linieres en aquel partido, Enríquez Negreira y Crespo Aurré, afirmaron siempre que aquello era pura fantasía.