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«EL BARÇA ES
MÁS QUE UN
CLUB»
Cuando Narcís de Carreras tomó posesión como presidente del Barça, el 13 de enero de 1968, dijo unas palabras, recogidas en La Vanguardia, que en aquel momento pasaron desapercibidas: «El Barcelona es algo más que un club de fútbol, es un espíritu que llevamos arraigado muy dentro, son unos colores que queremos por encima de todo». No llamó la atención, entonces, pero estaba claro que estaba empezando a hablar de un valor sentimental del Barça que iba más allá del de otros clubes. Algo relacionado con el sentimiento catalanista, aunque no se formulara como tal (tema que entonces constituía un tabú oficial), porque estábamos en una España única, en la que las disidencias territoriales no existían por definición.
Pero aquel germen iba a convertirse en frase redonda y rotunda, y de forma oficial. «El Barça es más que un club» o «El Barça es més que un club», si se prefiere en catalán. La frase definitiva iba a ser acuñada por Javier Coma, publicitario y al tiempo conocido especialista en cómics, que publicaba artículos sobre esta materia en varios periódicos en la época. Con ocasión del lanzamiento por parte de El País de su edición en Cataluña, en octubre de 1982, el periódico nos pidió a Emilio Pérez de Rozas y a mí hacer conjuntamente un trabajo en profundidad sobre el Barça y su significación, que sería la historia cover del dominical que coincidía con el lanzamiento de dicha edición, la del día 10. Uno de los personajes con quien nos vimos fue Javier Coma, y de aquel reportaje he recogido su testimonio, tal cual:
En octubre de 1973 yo trabajaba como publicista, y solía encargarme distintos trabajos Víctor Sagi. En aquella ocasión me pidió una campaña de publicidad para el Día Mundial del Fútbol, que organizaba el Barcelona, y que enfrentaría a las selecciones de Europa y América. Se trataba de ambientar el partido y de alumbrar una frase que sirviera para la campaña de Montal, que se iba a presentar a la reelección dos meses después. «Algo que exprese lo que es el barcelonismo», me había dicho Sagi.
Así que Javier Coma se fue a su casa y se puso a pensar. Garabateó papeles, escribió listas de palabras que le sugerían ideas y de repente se encontró con lo que buscaba: «El Barcelona es más que un club». Una frase que se han adjudicado muchos. «Le diré sinceramente que no lo considero un gran mérito como profesional. Este “slogan” lo hubiera podido encontrar cualquier catalán, porque aquí todo el mundo piensa que el Barcelona es más que un club. Mientras trabajé como publicista, siempre que me pedían un currículum colocaba esta frase en primer lugar, pero yo creo que muchos pensaban que era un farol. Aunque he podido comprobar que es cierto que Narcís de Carreras, en un discurso que pronunció cuando era presidente, ya había manejado ese concepto, pero sin expresarlo con la misma frase.»
Curiosamente, este eslogan, uno de los más acertados en mucho tiempo, fue pagado muy por debajo del mercado: «Por la campaña me dio Sagi 35.000 pesetas. Pero la frase, aunque se utilizó para el Día Mundial del Fútbol, no llegó a usarla Montal en la reelección porque en seguida salió el chiste: “Más que un club, pero menos que un equipo”. Así que Sagi me dijo que como no se iba a usar, me daría solo 7000 pesetas. El precio de un “slogan” estaría en aquellos tiempos en 50.000. Hoy anda por las 300.000».
Estábamos hablando, recuerdo, en 1982.
Más que un club. Más que un club, pero menos que un equipo se dijo, sí. «Más que un club: un puticlub», se dijo también en Madrid. Pero la frase escamó porque ponía en circulación algo que en el fondo el madridista sabía que era verdad, el valor distinto del Barça entre su gente, la carga sentimental superior, la condición, no proclamada aún entonces, de institución bandera de la catalanidad. En el mismo reportaje Nicolau Casaus nos decía que Cataluña tiene tres pilares: Montserrat, el Orfeó Català y el Barça. (Hablamos, recuerdo, de una época en la que aún no tenía instituciones políticas propias.) «Yo diría que el Barcelona es el hogar con el que sueña el catalán. El deseo de un refugio en el que sentir todo lo que es.»
Aquello en realidad había sido visto y programado por Jordi Pujol a partir de los sesenta. Santacana, en El Barça i el franquisme, hace una magnífica descripción y reflexión sobre ello, a partir de la página 51. En los sesenta empezaba a quedar lejos la Guerra Civil, la sociedad catalana estaba cambiando, había incorporado cerca de un millón de inmigrantes y una nueva generación de catalanes sentía inquietudes por sacudirse la homogeneización forzosa de la España de Franco y por afirmar sus señas de identidad como país. Ahí entra el impulso de Jordi Pujol, entonces un joven activista, que pasó un tiempo en la cárcel por los sucesos del Palau (el canto de la Santa Espina ante Franco en el Palau de la Música) y que después puso en marcha iniciativas de todo tipo tendentes a lo que él llamaba fer país, hacer país, hacer Cataluña. Pujol está detrás del ascenso a la presidencia de Narcís de Carreras, cuando Llaudet (1961-1967) dimite. La dimisión de Llaudet se produce por la falta de éxitos deportivos, pero el desencadenante es significativo: había contratado como secretario técnico al argentino Casildo Osés, fichaje que provocó mucho repudio en la prensa barcelonesa. Repudio que se convirtió en clamor cuando Osés hizo estas declaraciones: «Mi gran pecado, mi pecado mortal, parece ser que es no ser catalán. Tanto que casi pienso que antes de ir a Cataluña tendré que pasar por el Santo Padre para que no me excomulgue por no ser catalán. […] Parece que en Cataluña existe discriminación. Así como hay negros y blancos, locos y cuerdos, hay catalanes y no catalanes».
Aquello, claro, acabó con el fichaje y, en poco tiempo, hasta con Llaudet. Pero la explosión de Osés explica, aparte de su incontinencia verbal, la existencia ya de una cierta corriente de identificación catalanista, escondida desde la Guerra Civil, que ahora empezaba a aflorar. Eran los años del Ómnium Cultural, de la Nova Cançó, de la intención de Serrat de cantar en catalán en el festival de Eurovisión (1968, aquello fue el gran escándalo nacional de la época, por encima de cualquier estallido futbolístico, o al menos así lo recuerdo) y Jordi Pujol había fijado el Barça como uno de sus objetivos, consciente del valor representativo que tenía. Pujol había sido asistente al fútbol, con alguna frecuencia, pero, dice el propio Santacana, más que el espectáculo le interesaban los espectadores.
Pujol, decía, impulsó la candidatura de Narcís de Carreras, personaje que había estado del lado «nacional» en la guerra, que era procurador en Cortes por Gerona, pero que no era falangista, sino más bien monárquico, y que había hecho inútiles intentos de que el régimen tuviera en consideración de alguna forma el hecho diferencial catalán. Había sido vicepresidente con Agustín Montal padre y con Martí Carreto. A instancias de Pujol, y siempre según Santacana, una de las vicepresidencias la ocupó Agustín Montal hijo, a quien Pujol quizá tendría ya en mente como futuro presidente.
(Un paréntesis. Estos movimientos destinados a hacer del Barça un emblema del catalanismo no podían ser ignorados por Bernabéu, hombre bien informado, y explican su exabrupto en Murcia Deportiva, que ya ha quedado reseñado en otro capítulo. Para el gran público, ese posicionamiento del Barça no va a ser conocido hasta que se explicite en el «més que un club», pero Bernabéu ya lo tenía que tener presente en tiempo real, y de ahí su forma de expresarse, más o menos voluntaria o incontrolada, eso es difícil de saber, en Murcia Deportiva.)
El caso es que, en efecto, a Narcís de Carreras, que cayó a los dos años, víctima en parte de tropiezos deportivos y en más parte aún por conspiraciones dentro de su propia junta, el que le sucede es, en efecto, Agustín Montal hijo, industrial textil como su padre, pero ya miembro de esa generación de nuevos catalanes. Y como secretario de la Junta entra Raimon Carrasco, director de Banca Catalana, y ya con un origen decididamente antifranquista, pues había militado en Esquerra Republicana. Y en la directiva está Josep Lluís Vilaseca, abogado, asesor de Banca Catalana. Significo lo de Banca Catalana porque esta fue una gran creación de Pujol, que en tiempos en que aún no podía crearse un partido político hizo algo mucho más inteligente, que fue crear un banco.
En la época de Montal es cuando se va a reclamar explícitamente el Barça como símbolo nacionalista, cosa que había seguido formando parte del sentimiento profundo de la mayoría de los culés, pero que estaba siendo más o menos obviado desde la guerra. España era «Una» (además de «Grande» y «Libre») y ese «Una» se escribía con mayúsculas. Pero se acercaba el final biológico de Franco, la sociedad era otra, la posguerra quedaba lejos y había llegado la hora. En Cataluña a casi nadie espantó ese posicionamiento del Barça. En Madrid se vio con mirada oblicua. Era politizar el fútbol, se decía, y suponía, además, levantar una invisible (o visible, la senyera empezó a verse en cosas del Barça antes que en ningún otro sitio) bandera de insumisión frente a la aplanadora fuerza de ese concepto de la España unitaria, tan grato en general en Madrid.
El catalanismo de Montal era, por otra parte, integrador. Con ocasión del 75 aniversario del club, y concidiendo con el eslogan de «més que un club», se lanza un nuevo himno, el cuarto en la historia del club. El primero data de 1923, el segundo llegó con ocasión de las bodas de oro, en 1949, y el tercero en la inauguración del Camp Nou, 1957. Este cuarto, «Blaugrana al vent», me parece, con distancia, el mejor himno que conozco de club de fútbol alguno. Insipira entusiasmo y respeto, es muy cantable desde la grada, emociona, no tiene ñoñerías y su contenido y música están cargados de significados. Y contiene un claro y positivo elemento integrador en su «Tant se val d’on venim, si del Sud o del Nord, ara estem d’acord, estem d’acord, una bandera ens agermana…». (Da igual de dónde venimos, si del sur o del norte, ahora estamos de acuerdo, estamos de acuerdo, una bandera nos hermana…)
Ese ambiente de catalanidad explícita del Barça tenía, en años aún del Franquismo, un aire de desafío a la España unitaria que tanto se defendía y defiende desde Madrid. Eso provocó una reacción de españolía en el madridismo y empezaron a verse banderas españolas cuando jugaba el Barça, con un negativo efecto separador. Banderas españolas se habían visto en el Bernabéu con alguna frecuencia, nunca en gran número, en partidos de Copa de Europa, contra equipos extranjeros, pero no contra el Barça, como pasó entonces, ni contra el Athletic y la Real, como ocurriría pronto, en tiempos de la Transición, cuando empezó a verse la ikurriña.
Las senyeras aparecieron en torno al Barcelona antes que la ikurriña en el País Vasco. Esta tuvo una aparición estelar, muy recordada, el día 5 de diciembre de 1976, cuando Iríbar y Kortabarría, capitanes del Athletic y la Real, salieron al campo en cabeza de sus equipos, en un derbi, vasco, portándola entre los dos. Fue una de las imágenes más impactantes de la Transición. La senyera apareció antes, poco a poco, más discretamente, hasta convertirse en un estallido, en la final de Basilea, mayo de 1979. En El profeta del gol, la película dedicada a Cruyff, se ven imágenes de la celebración del título de Liga 1973-74 en la plaza de San Jaume. Que yo recuerde es la primera ocasión en que aparecen senyeras en gran número mezcladas con las banderas del Barça. En la escena se ven policías (los llamados grises en la época, por el color del uniforme) que no hacen nada por retirarlas. En aquella época, alguien que hubiera salido con una senyera en solitario aún hubiera sido llevado a comisaría, donde se le habría retirado y se hubiese llevado algún coscorrón. Pero en buen número y en aquellas circunstancias pudo ser exhibida libremente.
Desde Madrid se ve con desdén e incomprensión esa sensibilidad del Barça hacia su esencia catalana. Y molesta. Molestan las senyeras, molesta que Cruyff, elevado a capitán el tercer año (76-77), se ponga el brazalete con la senyera, que haya puesto el nombre de Jordi a su hijo. Se le acusa de hacer demagogia y de vivir a partir de ese momento del cuento, cosa que no dejaba de ser verdad. Cruyff solo jugó a tope en el Barça esa primera temporada.
La reacción del madridismo contra todo aquello contribuye a fortalecer su imagen de bastión del Franquismo, aun cuando Franco ha muerto. En efecto, muchas de las banderas que fueron al Bernabéu durante años contra catalanes y vascos llevaban el «aguilucho», como se le conocía, el emblema de España durante el Franquismo, en lugar del que introdujo la nueva Consitución.
Y eso va dando lugar a un relato a mi juicio excesivo e injusto sobre las relaciones entre el Madrid y el franquismo, que quedan dibujadas como un periodo de perfecta simbiosis y complicidad. Y explican los éxitos del Madrid como directamente derivados de la protección y el apoyo del régimen.
Y no fue así.
En la construcción de ese relato hay cosas que se ignoran, ya olvidadas. O se omiten. El Madrid tuvo muchos mejores éxitos que el Barça durante la República. Ganó dos Ligas (1931-32 y 32-33) y dos Copas (las de 1933-34 y 35-36). El 40 por ciento de los títulos disputados en ese periodo, por ninguno del Barça. El Madrid tuvo su peor periodo desde el final de la Guerra Civil hasta la llegada de Di Stéfano: justo los años del Franquismo más duro. Las dos primeras Ligas las ganó el Atlético Aviación, fusión del Atlético de antes de la guerra (aún llamado Athletic) con el Aviación, equipo formado por las fuerzas franquistas para jugar en retaguardia. (El Atlético había descendido a Segunda en la 35-36, pero pudo ocupar plaza en Primera porque el Oviedo tenía el campo destrozado después de la guerra. Un partido ante el Osasuna, el otro descendido del 36, ganado por el flamante Atlético Aviación, le permitiría reponerse en Primera y ganaría esos dos primeros campeonatos.) O sea, que en principio para lo que le sirvió el régimen al Madrid fue para que se fortaleciera tremendamente su rival ciudadano, que no mucho más tarde, ya con el nombre de Atlético de Madrid, ganaría las Ligas 49-50 y 50-51.
El Madrid salió del túnel de la posguerra con el fichaje de Di Stéfano, cuestión clave en la historia comparada de los dos clubes. En Barcelona todo el mundo está convencido de que aquello ocurrió por decisión directa de régimen para fortalecer al Madrid. No fue así, como se ha visto en el capítulo correspondiente. Como han podido leer, antes que Di Stéfano vino Kubala, para cuya inscripción por el Barça el régimen sí echó el resto. Pero así como sobre la llegada de Di Stéfano se ha escrito muchísimo desde Barcelona, en fechas lejanas al hecho (Justo Conde, en La guerra que nunca cesa, cita la página de Luis Permanyer en La Vanguardia, el domingo 30 de noviembre de 1980, como el primer aldabonazo de la ofensiva reivindicativa desde Barcelona en este sentido), lo de Kubala se trata con exagerado disimulo. Kubala lo quiso el Madrid antes que el Barça y se quedó sin él porque lo hizo peor, porque fue menos tenaz, porque en ese momento estaba mejor posicionado que el Barça, que a su vez puso el empeño del que el Madrid careció. Para empezar, aceptó que Daucik fuese el entrenador, como parte del paquete. Luego, el régimen como tal, como ya se ha visto, se volcó en conseguirlo. Seguro que no para favorecer al Barça y perjudicar al Madrid, sino para hacerse con un formidable elemento de propaganda anticomunista. Pero de eso salió beneficiado el Barça.
Su peripecia fue mucho más larga y cargada de intrigas que la de Di Stéfano, pero en las historias del Barça aparece como por ensalmo, como el ángel anunciador apareció en la estancia de María.
Ya sé que es difícil convencer a nuevas (y no tan nuevas) generaciones de barcelonistas de estas cosas. Ha llovido mucha información sesgada o exagerada, hasta procedente de personajes que han hecho magníficas aportaciones al debate.
Por ejemplo, Santacana, en su excelente El Barça i el franquisme, escribe ya en su primer capítulo, titulado «Un club que viene de lejos»: «A diferencia de la capital del Estado español, donde el Real Madrid no va a devenir en el equipo de la ciudad hasta después de la Guerra Civil, la década de 1910 va a ser decisiva para que el Barça asuma un papel prominente en su ciudad».
Es una inexactitud tremenda. Para 1936, el Madrid había ganado dos Ligas, siete Copas de España, doce campeonatos regionales y cinco mancomunados (una ampliación del campeonato regional en el que se unían a clubes de más de una región, para darle más fuerza, a partir de que el profesionalismo encogió a otros equipos de la ciudad). Quien más cerca le anduvo, el Atlético (entonces Athletic), no había ganado título nacional alguno, solo había disputado dos finales de Copa, había ganado tres títulos regionales y ninguno mancomunado. En las siete temporadas de existencia de la Liga había sufrido dos descensos, entre ellos al final de la temporada 35-36. Del primero de ellos, en la 29-30, tardó además cuatro años en regresar. Es justo después de la Guerra Civil cuando el Atlético consigue su único periodo histórico por delante del Madrid.
El Barça tenía el trono en Barcelona, pero a menos distancia del Espanyol. El Barça tenía una Liga, 8 Copas, 19 campeonatos regionales, y una Copa Macaya, antecedente en Cataluña del campeonato regional. Por su parte, el Espanyol había ganado una Copa (y tenía dos finales perdidas), seis campeonatos regionales, también una Copa Macaya y, cuando menos, se había mantenido en Primera Divisón desde la creación de la Liga hasta 1936. Incluso en dos de esas Ligas había quedado por delante del Barça. Era menos que el Barça, desde luego, pero a mucha menos distancia que la que el Madrid le sacaba al Atlético.
¿Por qué escribiría, pues, Santacana eso, sin comprobarlo, en una historia tan perfecta, por lo demás, y documentada? Pues seguramente porque se habrá dicho y escuchado tantas veces en Barcelona que se da como una verdad inmutable.
Vázquez Montalbán, magnífico relator de la vida del Barça y de nuestro fútbol en general desde aquellos años hasta la fecha de su prematura muerte, es uno de los diecinueve entrevistados en un estupendo libro de Pere Ferreres, Cien años azulgrana, que por voz de esos personajes profundiza en el sentimiento barcelonista de una forma sencilla y plena. Me sorprendió que en la entrevista con Vázquez Montalbán, excelente en el resto, este dijera, sobre el cierre de importación de extranjeros a partir de 1962: «… y yo sospecho que en cuanto el Madrid tuvo la delantera Kopa, Di Stéfano, Puskas, Gento y Rial se cerró la importación…». Para 1962 Kopa y Rial no estaban ya en el Madrid y Di Stéfano y Puskas tenían 36 años. Ya les quedaba poco recorrido, como a las figuras foráneas del Barça, que también las había: Kocsis, Evaristo, Villaverde, Eulogio Martínez… La importación se cerró por el pinchazo de España en el Mundial de Chile, algo que apunta bien algo más adelante Vázquez Montalbán. El Madrid bien hubiera querido, como el Barça, mantener la frontera abierta. Bernabéu litigó en ese sentido con la Federación, hasta romper relaciones con ella, y eso que la presidía un connotado madridista, Benito Pico. En el Boletín del Real Madrid, número 159, de agosto de 1963, hay una encendida defensa de la conveniencia de fichar extranjeros. Eso a pesar de que nuestros grandes clubes estaban arruinados en la práctica. El Barça tuvo que vender a Luis Suárez al Inter (1961) y el Madrid a Del Sol a la Juve (1962). (En el mismo año el Atlético vendió Peiró al Torino.) Pero al mismo tiempo estimaban que el cierre de fronteras les hacía mucho más caro el mercado de España. Aunque siempre me queda la duda de si hubieran tenido músculo financiero para hacerse con las figuras de la época inminente, los Eusébio, Charlton, Uwe Seeler, Rivera, Mazzola y, sobre todo, Pelé.
Pero la frontera se cierra porque el Madrid ya tiene todo lo que quería tener. Otra cosa que una y otra vez repetida va tomando carácter de certeza inmutable.
Y se ha dado como una verdad inmutable que Franco era del Madrid. A Emilio Pérez de Rozas y a mí, en el trabajo sobre el Barça («¡Barça, Barça, Barça!») publicado el 10 de octubre de 1982, y al que hago referencia en otros capítulos, Nicolau Casaus nos dijo lo contrario. Esto fue lo que nos dijo y lo que publicamos: «Franco no era madridista. Franco era de Samitier y de Zamora. Una vez recibió al Barça en El Pardo y por alguna fricción que había tenido con la directiva, a Sami, que era secretario técnico, no le llevaron. Él tenía un disgusto tremendo. Pues bien, cuando estaba toda la directiva y el equipo en el salón de recepciones y entró Franco, lo primero que hizo fue preguntar dónde estaba Sami. Todos querían que se los tragara la tierra. Pero si Franco era hincha de Sami y de Zamora, el régimen tenía cierto miedo de los éxitos del club, eso no se puede negar».
De que Franco fuera del Madrid no hay prueba alguna, aunque sí de que el régimen se subió a caballo de los éxitos del Madrid a partir de la época de Di Stéfano. Pero Franco no acudió apenas al Bernabéu, ni siquiera el día de la inauguración. Tampoco acudió a la inauguración del Camp Nou, el 25 de septiembre de 1957, pero acudió el 10 de octubre al partido de Liga contra el Sevilla, acompañado de su esposa. En la inauguración del Nuevo Chamartín, el 14 de diciembre de 1947, tampoco había estado, y la primera vez que lo visitó no fue para un partido del Madrid, sino para el España-Portugal (2-0) del 21 de marzo, y la segunda, para la final de Copa, Sevilla-Celta (4-1), el 4 de julio de 1948.
Al Bernabéu, a ver al Madrid, fue muy poco, por no decir casi nada. Estuvo en la final de la segunda Copa de Europa, que fue en el Bernabéu, donde le correspondió como jefe del Estado entregar la copa. Pero no fue a partidos de eliminatorias. De ser aficionado al fútbol y al Madrid hubiera acudido a su antojo, como hace en estos tiempos Aznar, que sí lo es. En la segunda mitad de los cincuenta en el Bernabéu se veía el mejor fútbol del momento y de ahí salían goleados los mejores equipos de Europa. Franco ni se tomó la molestia de darse un baño de masas.
Estuvo, claro, en las finales de Copa. Otro argumento recurrente es que el Madrid jugaba todas las finales en su campo. Las finales se jugaban casi todas en Madrid porque era donde vivía Franco, que entrega la copa, salvo que la final le coincidiera o se hiciera coincidir con algún viaje a otra zona de España. Y eran en el Bernabéu porque el Metropolitano, el campo del Atlético hasta 1966, era mucho peor. Desde que existió el Calderón, se alternaron.
Y no eran en el Bernabéu para que las ganara el Madrid. En el Bernabéu y con el Caudillo, como se decía entonces, en el palco, perdió la de 1958 contra el Athletic de Bilbao, las de 1960 y 1961 contra el Atlético de Madrid, ganó la de 1962 al Sevilla y perdió la de 1968 contra el Barcelona, la famosa final de Rigo y las botellas. Perdió cuatro de cinco. En ese periodo al Barcelona le cupo la suerte de jugar una en su campo, porque Franco estaba de viaje por allí, en 1963, ante el Zaragoza, y la ganó. También el Madrid ganó una final en Barcelona, de nuevo con Franco de viaje por allí, la de 1971 (tras la semifinal del gurucetazo) al Valencia.
Otra cosa con la que me he topado, con Franco de por medio, en las lecturas para este libro, es la especie de que el Barça perdió su final de Copa de Europa de 1961 ante el Benfica porque Franco se negó a que se aplazara el partido previo de Copa ante el Espanyol, y que eso hizo que el equipo saliera fatigado. Tal cosa la dice, nada menos, Andrés Mercé Varela (muchos años mano derecha de Samaranch) en una entrevista publicada en La Vanguardia el 18 de abril de 2004, página 68. Me parece otro disparate. El calendario se respetaba, al Madrid le ocurría lo mismo y repasando las alineaciones se puede ver que casi siempre el partido anterior a la final (o incluso a alguna semifinal decisiva) lo juegan suplentes. Y no solo si era un partido de Liga fácil, con el campeonato casi en el bolsillo, como ocurrió a veces. También siendo importante. Aportaré un dato: antes de la final de Viena, en 1964, el Madrid tuvo partido de ida de cuartos de final de Copa nada menos que ante el Atlético de Madrid. El Madrid juega con: Araquistáin; Miera, De Felipe, Casado; Felo, Echarri; Serena, Pipi Suárez, Yanko Daucik, Grosso y Bueno. Es el 24 de mayo. El 27, en Viena, sale con: Vicente; Isidro, Santamaría, Pachín; Müller, Zoco; Amancio, Felo, Di Stéfano, Puskas y Gento. Solo repite Felo, que curiosamente marcó un gol, pese al cual el Madrid perdió (3-1) esa final, que significó la despedida de Di Stéfano.
Añadiré que cuatro años antes que eso, España jugó un amistoso con Inglaterra el domingo previo a la final de Glasgow, la del 7-3, con cuatro goles de Puskas y tres de Di Stéfano. Fueron convocados cuatro madridistas, Pachín, Del Sol, Di Stéfano y Gento, de los que tres jugaron el partido completo y Del Sol la segunda mitad.
Decir que el Barça perdió aquella final porque Franco prohibió cambiar de fecha un partido es un disparate. El Barça perdió esa final por una increíble mala suerte, con cuatro tiros en los palos y la única tarde de verdad calamitosa que se le recuerda a Ramallets. En la misma entrevista de Mercé Varela citada anteriormente, este llega a decir que sí se había interrumpido la Liga para una gira de amistosos del Real Madrid, lo que es absolutamente falso.
En todo caso, el momento histórico facilitó el reparto de papeles. Cataluña sentía inquietudes que se relacionaban directamente con el futuro democrático que nos esperaba. El Madrid, su contrafigura, fue colocado directamente en el imaginario colectivo como lo contrario: el equipo del Franquismo. Y, dicho sea de paso, no a todos los madridistas les sentó eso mal. La «españolía» es uno de los valores más acendrados del madridismo, y esa era una de las obsesiones del franquismo, para el que el separatismo era un gran fantasma. (Los otros eran el comunismo, la masonería y la pornografía.)
Y además, durante los sesenta el dominio del Madrid había sido abrumador y justifica el hartazgo del barcelonismo. Con el impulso de la segunda mitad de los cincuenta, gozó de un fervor nacional casi infinito. Todo era del Madrid: la calle, la televisión, el baloncesto, los ministros, los peritos agrónomos, el NO-DO… Hasta los árbitros eran en su mayoría del Madrid, quizá sin saberlo, como hablaba prosa el personaje de Molière. Basta haber hablado con aquellos árbitros después de retirados para comprobarlo.Y hasta con la promoción siguiente.
Como el Madrid ganaba casi siempre la Liga (de la 60-61 a la 68-69 solo se le escapa una), acaparaba la Copa de Europa, que ofrecía los únicos partidos televisados entre semana. Y lo mismo o más en baloncesto, también televisado. Y Torneo de Navidad de baloncesto en la televisión única el 24 y 25 de diciembre, apestando las navidades de los barcelonistas. Y Castiella, ministro de Exteriores, diciendo que el Madrid era el mejor embajador de España.
Sadurní, portero del Barça en esa época, jugó dieciséis años en el club y solo ganó una Liga, ya con la llegada de Cruyff. Aun así, tuvo más suerte que Fusté, sabio jugador de medio campo, que se retiró poco antes, sin ganarla. Sadurní cree sinceramente que el Madrid jugó con ventaja en esa época:
—Fuimos segundos varias veces, teníamos buen equipo, pero muchas Ligas las decidieron los árbitros. Les daban tres puntos a ellos, digamos, y a nosotros nos quitaban tres.
—En Madrid he hablado muchas veces con Zoco de esa época. Dicen que ellos eran más luchadores, que ganaban las Ligas ganando en campos difíciles, como Córdoba o Elche, y que el Barça era más técnico pero menos luchador.
—Eso también es verdad, pero no explica catorce años sin Ligas. Por mal que hiciéramos las cosas nosotros y bien ellos… El Barça cada año fichaba muy buenos jugadores, los mejores de España. El Madrid también los tenía fenomenales. Amancio era extraordinario. Como Zoco, que ahora es íntimo amigo mío, veranea en Cambrils, nos vemos y lo pasamos fenomenal. Yo les quiero, de verdad, tengo muy buen recuerdo de todos ellos. Pero los árbitros estaban de su lado.
—¿Tanto era?
—Le contaré una cosa. En uno de mis primeros partidos, nos ganaron 1-5 en el Camp Nou. Puskas me metió tres, el primero de penalti. Otro fue de falta directa y mientras el árbitro colocaba la barrera, él tenía el balón cogido, sobre la tripa. Con la barrera ya puesta, puso el balón donde quiso, un poco a un lado. Para tener mejor ángulo. Yo grité, pero el árbitro no me hizo ni caso. Les dejaban hacer esas cosas. Luego tiró y me la clavó.
—¿Y cuando hablaban en la Selección con jugadores del Madrid?
—Éramos muy amigos. Y del mismo Puskas fui muy amigo, era un hombre estupendo. Coincidí con él en el Mundial de Chile. Ellos sacaban a relucir otras jugadas… Pero la verdad es que tuvieron mucho a los árbitros a favor.
En eso que dice Sadurní están de acuerdo muchísimos jugadores de la época, prácticamente todos menos los que jugaron en el Madrid. A estos se les reconoce un espíritu de lucha que nadie tenía, aparte de su excelencia técnica, pero la gran mayoría, y no solo los del Barcelona o el Atlético, sostiene que tenían privilegios. ¿Psicosis colectivas o realidad? En refuerzo de esa tesis acudió, como gran testigo de cargo, Miguel Muñoz, que tras toda una vida en el Madrid, diez años jugador, trece entrenador, cuando entrenó después al Granada hizo unas declaraciones muy llamativas, en las que dejaba caer que el Madrid había sido siempre ayudado por los árbitros, cosa de la que él no se había dado cuenta en ese momento.
El caso es que a finales de los sesenta y primeros de los setenta, cuando surge esa ebullición en Cataluña, el dominio del Madrid es empalagoso y su condición de institución nacional sonreída por el régimen era indiscutible. Reforzaba esa imagen la apropiación por parte del régimen del estadio Bernabéu para la demostración sindical del 1 de mayo (en 1960 se hizo en el Camp Nou, todo hay que decirlo), una fiesta ñoña que reunía exhibiciones gimnásticas en grupo (los gimnastas acababan tumbados en el suelo en posturas que reproducían letras para formar lemas como «Viva Franco», «Veinticinco años de paz» o cosas así) con bailes regionales, indefectiblemente televisada.
Eso explica la creación de un largo argumentario por el lado barcelonista, desde cuyo lado se echa la vista atrás hasta el 11-1 primero y el «caso» Di Stéfano, más adelante incluso la muerte de Suñol, y se va montando una bola de nieve en la que todo cabe. En esta rivalidad, encima, en esos años coinciden varios episodios agudos, como hemos podido ver, en torno a ese momento: el gol de Veloso, la final de las botellas (sin cierre del Bernabéu), el penalti de Guruceta, el gol de Fermín. Todo ello concentrado en pocos años, de manera que cuando llega una cosa aún no se ha olvidado la anterior.
Además, cuando el Barça empezó a reclamarse de nuevo de catalanista, porque sintió llegado el momento para ello, el Madrid insistió en mirar eso como una insana contaminación política del fútbol. Y se reclamó de apolítico, cosa que era, en efecto, pero en el sentido de aquel vendedor de porteros automáticos que interpretó Sazatornil en La escopeta nacional: «¿Yo? ¡Apolítico! ¡De derechas de toda la vida!», y el tiempo que llegaba iba a dejar esas posiciones en evidencia.
Yo lo veo como lo expresa Duncan Shaw en su Fútbol y franquismo. Fue el régimen quien se apoyó en el Madrid y le apoyó a partir de ese momento una vez que este obtuvo sus éxitos europeos. Éxitos, por cierto, en los que poco arte ni parte podía tener Franco, que a Europa ni se asomaba.