CAPÍTULO 44
Una luz en la niebla
Era ya noche cerrada y un silencio poderoso dominaba la pensión Múfler como para hacer estrepitoso el simple crujir de la madera. Las velitas que sobrevivían en la habitación donde estaba Remo andaban moribundas, macerando sombras y dorados, planos de luz melosa y tenue. Alguien abrió la puerta y, aunque puso mucho cuidado en hacerlo, las velas temblaron y se salpicó de sombra lo que antes estaba en luz, y de claridad las zonas oscuras…
—¿Hola, quién anda…?
No completó la pregunta, pues rápidamente Sala se deslizó en la habitación. Traía consigo también un candil. Lo dejó sobre un taburete y cerró la puerta del dormitorio. Ya está, se dijo ella, ya estoy dentro, con él. Ahora sé valiente.
—Sala… —balbuceó Remo.
Ella lo apremió para que no levantase la voz. Tenía un pellizco incordiándola en el abdomen, una mano invisible agobiando su garganta y la sensación de no saber por dónde empezar. Pánico y a la vez la seguridad de que necesitaba hacer lo que iba a hacer…
Iba graciosamente vestida con un camisón de seda blanco. La melena la tenía húmeda y, por el aspecto de algunas zonas de su atuendo, se adivinaba que había tomado un baño no hacía mucho. A Remo le pareció excesivamente arreglada para dormir.
—¿Vas a alguna fiesta? —preguntó Remo divertido y aparentemente ajeno a los nervios de ella.
A poco que la mujer se acercó a la cama, Remo percibió su belleza cosquillearle en las entrañas. El contraste entre su piel morena, la melena de pelo negro y la blancura del camisón, la hacían aún más hermosa. Su rostro estirado por la luz dorada de las velas, su mirada intensa casi desafiante contrastando con sus labios que mostraban preocupación, ligeramente fruncidos.
—No podía dormir, Remo. ¿Puedo quedarme un rato contigo?
Remo se incorporó en la cama y quedó sentado con su espalda posada en la pared con el resguardo de las almohadas.
—Sí, no hay problema.
Sala dejó el candil en una de las mesitas y miró el cuerpo de Remo, asomado su torso emergido de las sábanas. Sintió una terrible sensación de azoramiento. Agradeció la poca luz que evitaba la evidencia de la rojez de su rostro arrullado. Sentía un temblorcillo desquiciante en una de sus sienes y no podía evitar abrir y cerrar una de sus manos para soportar los nervios.
—Remo, quería hablar contigo y, a la vez, temía hacerlo.
Remo pareció querer decir algo, pero después se quedó callado adoptando su seriedad habitual. Miró hacia la ventana y después volvió hacia Sala su rostro duro, con las cejas fruncidas. Esa mirada casi maligna, intensa y ahora despiadada. «Si me sigue mirando así, no soy capaz de decirle nada», se dijo la mujer. Deseaba volver a encontrar aquellos ojos tiernos en él, los mismos que tenía en el momento en que le dio las gracias… Pero ahora sus ojos verdes, a la luz de las velas, parecían negros, feroces, iguales a los que mostraba frente a los desconocidos, iguales en sus respuestas crueles y sus modales toscos.
—Verás… —Sala se apartaba un mechón de pelo de la cara, miraba donde se guardaban las piernas de Remo bajo las sábanas y después volvía a encontrar la mirada directa de él… Por fin dijo—: en la cena comentaste que…
—Espera… —susurró él interrumpiéndola, pero después guardó silencio.
Ella esperó a que él hablara, pero Remo seguía sin decir nada.
Sala no podría soportar otra ausencia. Temía la soledad y la desazón de no saber cuándo volvería. Sentía que lo perdería para siempre si lo dejaba marchar esta vez. Desde que Lorkun le comunicase la decisión de Remo de marcharse Sala había visto acrecentarse en su interior una insatisfacción insalvable, una oquedad parecida al desamparo, como si permitir que eso sucediera la dejase vacía. Estaba allí para luchar…
—No te vayas, Remo, otra vez no.
Ya estaba dicho. Sala se sorprendió de haber podido pronunciar aquellas palabras. Cerró los ojos sintiendo la inseguridad asfixiarla.
Silencio. Remo ni siquiera parecía dispuesto a hablar, o negarse, siquiera aludir razones. Simplemente estaba callado y Sala no podía soportarlo.
—Remo he aprendido mucho con todo lo que ha pasado. No voy a poder soportar que te marches otra vez…
El hombre pareció disgustado, a punto de decir algo, pero Sala alzó la voz y continuó mirándolo a la cara. Deseaba poder torcer la voluntad del hombre con sus palabras. Hacerlo cambiar de opinión.
—Puede que para ti yo, yo no sea nada. Siempre eres tan hermético, tan condenadamente difícil, pero Remo, no puedo estar días enteros otra vez preguntando a Tena si alguien preguntó por mí. Cuando te marchaste, visité miles de veces las casas de avisos, los postes notariales, preguntaba si había noticias de la suerte que había corrido un viajero llamado Remo. Te eché de menos, esa es la verdad. Yo sé que tú y yo nunca tuvimos nada, pero es que te fuiste en el momento justo de haberlo tenido. Te fuiste cuando yo más, cuando yo… Es complicado explicarlo Remo, son sentimientos. Ahora todo es peor, mucho peor que entonces, porque ahora sí que estoy convencida, segura de que yo… Remo no puedo luchar más contra esto, porque te amo.
Sala lo dijo bien alto y, como necesitando ocupar el silencio cruel con que temía que Remo ocupase el tiempo, continuó hablando apresuradamente, sin mirarlo a la cara. No deseaba afrontar el desastre de ver en el rostro de Remo desprecio o rechazo.
—Antes de que digas algo, quiero decirte que yo no pretendo sustituir nada en tu vida. Yo no pretendo que… yo sé lo que has sufrido… —Sala miraba las sábanas y percibió movimiento del hombre acercándose, pero no esperaba encontrarse el rostro de Remo tan cerca del suyo—. Remo, yo sé que tú…
—Cállate.
En los ojos de Remo había sufrimiento. Parecía dolido en sus entrañas. Y de repente Remo se acercó a su cara y oprimió sus labios contra los suyos. Con fuerza. No sólo hizo eso ante la estupefacción de ella, que estaba paralizada recibiendo corrientes, relámpagos de tormenta nacerle del estómago hasta clavársele en el corazón. Sin dejar de besarla, Remo la abrazó, la tomó en volandas hacia sí, desde la espalda y las piernas; hizo que ella perdiese contacto con la cama y se viera suspendida en el aire entre los brazos del hombre, como si fuese una niña pequeña. Remo la besaba de pie, en mitad de la habitación, sosteniendo todo su peso con sus brazos fuertes, con hambre, quizás desesperación, y desesperación era lo que ella respondió en el beso, la desesperación que la consumía y la había impulsado a confesar sus sentimientos. Sintió cómo él la abrazaba como si fuese una agonía, como si fuese una causa imposible. Sala pensó que podía morir de felicidad en aquel beso pero, todavía, tenía pánico al futuro.
Remo la estuvo besando largamente, y por los dioses que ella no iba a dejar de besarlo… Al cabo de un rato, él separó su cara un poco y le habló, dejándola previamente acostada en las mantas del camastro, y se tendió de lado junto a ella. Extrajo las palabras de su garganta como si fueran espinas dolorosas.
—Creía… que te casarías con Patrio. De hecho es lo mejor que podrías hacer. Pensaba que estando a buen recaudo, pasadas las calamidades del secuestro, las cosas volverían a su cauce. He despertado cuando pensé que jamás despertaría. Me he tenido que hacer a la idea de seguir vivo. Despierto y me encuentro con que tú estás aquí, que me has salvado la vida…
En el rostro de ella parecía posible que viniese una mala noticia a golpearla, como que estuviese a punto de recibir el secreto de la eterna juventud. Era toda expectación.
Remo antes de decir nada volvió a besarla. Esta vez suavemente, tanto que a ella la emocionó al borde de las lágrimas.
—Sala, tendrás que ayudarme…
¿Qué significaba eso? Pero Remo esperó hasta que ella le hizo la pregunta.
—Remo, explícame eso —suplicó ella que veía que al hombre le costaba continuar.
—Verás la recompensa de Véleron es tan cuantiosa que creo que me llegará para poder recomprar mi antigua finca… Necesito que alguien me ayude a repararla y volver a ponerla en pie. Esos son mis asuntos pendientes de los que hablé en la cena… Pensaba avisar a Trento, para que cuando tenga menos obligaciones me echase una mano… pero, en realidad, lo que de verdad me gustaría y los dioses saben que no miento, es que tú te vinieras conmigo… ¿Te gustaría venir conmigo? Te advierto que será un trabajo duro.
Sala fue para Remo otra vez y lo abrazó.
—Sala… tú me has salvado la vida. Volviste a por mí…
—Remo, volví porque te amo… ahora lo sé —dijo ella.
—Calla, ahora tengo que hablar yo.
Ella asintió velozmente como asegurando que no volvería a interrumpirlo.
—Sala me has hecho pensar todo este tiempo. No ahora, no, desde que conocí la noticia de que te casarías con Patrio. Siempre he concentrado mi vida en el recuerdo de Lania y jamás he deseado a otra mujer que no sea ella… Todos estos años las mujeres para mí han sido espectros, ejemplos lejanos al fulgor con que ella me inspiraba… grises finalmente. Pero tú…
—Sí…
—Mi vida, mi vida ha estado perdida en la niebla… he vagado por el mundo enganchado a un recuerdo. He sufrido, todo este tiempo escapando de la muerte de parte a parte de este mundo. Ya no tenía sentido, todo gris, con el vacío… tú eres una luz, una luz en la niebla.
Remo cerró los ojos. Realmente parecía estar haciendo un esfuerzo sobrehumano al decir aquellas palabras. Una luz en la niebla. Sala no podía pedir más. «Seré la luz que necesites», pensó decírselo, pero se acordó de que le había pedido silencio para hablar. Él contenía el dolor arrugando sus ojos, pero no dejaba que de sus ojos descendieran lágrimas. No lo permitía. El guerrero, el hombre, el sufrimiento era y había sido estos años su única compañía… Continuó hablando.
—No me digas que me amas. Ni hables conmigo de amor, Sala. Yo no recuerdo cómo se ama. Lo he olvidado adrede y no creo que pueda recomponer algo que merezca esas palabras tan hermosas. No puedo amar después de tantos años. No quiero que tengas expectativas que después no pueda cumplir. Solo sé que necesito cambiar de vida y que me apetece estar contigo.
—Soy tu luz en la niebla.
—Sí…
Ahora fue ella quien lo besó a él. Y en el beso, sin pronunciar una sola palabra, le dijo que confiara en ella, que lo iba a cuidar, que apostase por todo lo bueno que podían construir juntos, que la vida no era un lago donde terminar ahogándose. Remo, como torciendo todas las reservas que lo anclaban, le devolvió el beso hasta donde pudo, sí, porque en los límites de los labios de ella se le prometía un camino feliz y él no estaba seguro de merecerlo, de poder caminar sin mirar atrás. Cuando llegó a ese límite detuvo el beso.
—Iremos despacio… —dijo ella con un tono de voz diferente, con la clarividencia de haber leído sus miedos en el beso—. Confía en mí —susurró.
Fue un susurro meloso de congoja y reconocimiento, adoración y oquedad, otorgándole un espacio que le ofrecía comprensión sobre lo que el hombre necesitaba.
Volvió a sus labios.
Los labios de Sala. Amplios y esponjosos, comprensivos y pacientes. Los labios tiernos de una mujer, en los suyos… después de tanto, tanto tiempo… Otra vez.
Otra vez coronar las montañas. Otra vez poder mirar el atardecer, poder caminar en la parte soleada del campo, con las flores meciéndose en el viento, desgranando su polen. Alejarse por fin de la sombra, de los charcos de la soledad.