CAPÍTULO 42
Viaje al corazón del miedo
Sala y Lorkun penetraron en la oscuridad ominosa de Sumetra dubitativos. Ella recordaba la estatua del mugrón clavando la espada de mármol negro en el pedestal de piedra. Reconoció la entrada de la ciudad subterránea, como también se acordó del miedo y los padecimientos. La oscuridad en la que se sumergían le agitaba la respiración. Sin embargo, conforme se acercaban a la boca negra, un silencio resguardaba sus temores. No se apreciaba movimiento alguno. Sala tenía la espada de Remo a mano, con la luz de la joya lista para ser usada. Lorkun había vuelto a dibujarse aquellas marcas extrañas en los brazos y en las manos, que parecían conferirle extraños poderes invocatorios. Había perfeccionado los dibujos y los había desarrollado más hasta llegar a pintarse a la altura de los hombros.
—Lástima que mi memoria no sea tan buena —había dicho mientras se pintaba con la plumilla y la tinta espesa.
Caminaron por el corredor amplio, hasta que la luz de fuera se fue apagando y las tinieblas comenzaban a ser demasiado opacas. Alcanzaron una antorcha de la pared rocosa, y con una de aquellas extrañas retahílas verbales y algún gesto de su mano Lorkun logró hacer que brotaran llamas del rescoldo negro que conformaba la cabeza de la antorcha. El fuego iluminó la gran sala donde recordaba la mujer que los habían dividido al llegar con la caravana.
—Tendremos que probar suerte con estos pasillos, porque aquí nos taparon la cabeza y no recuerdo qué dirección tomamos. Lorkun, no me gusta esto… No se ve actividad. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?
Descendieron por un túnel de piedra, fagocitados por la oscuridad silenciosa. Escucharon un rumor muy lejano. Pisaban con cuidado y mantenían la antorcha delante de sus cabezas para que su luz pudiera avanzar más hondo en las profundidades y descifrar mejor lo que les aguardaba delante. Pero la oscuridad parecía consumir el fuego y se sentían caminando a ciegas. Siguió creciendo el rumor. Tan agobiados andaban que decidieron prender otra antorcha y Sala se puso en cabeza.
—Alto —dijo ella deteniéndose.
Delante había algo extraño, un bulto deforme que obstaculizaba el paso, como a unos diez metros de donde se encontraban. Se acercaron muy despacio. Sala tocó con la espada adrede un resalto de la roca para ver si «aquello» reaccionaba. Pero fuera lo que fuese seguía inmóvil.
—¿Qué es?
—No lo sé.
Eran muertos. Lo vieron claro al acortar distancias. Amontonados en mitad del corredor, tres o cuatro cadáveres, quizá más; no se podía distinguir orden en sus restos, pero contaron cuatro cabezas.
—¿Probamos con otro pasillo? —preguntó ella con un poco de ironía, fruto del nerviosismo que resultaba de observar aquel despilfarro de crueldad.
Era solo el principio.
Más abajo, el túnel desembocaba en la gran caverna de Sumetra. Aparecieron arriba del todo, sobre una suerte de lianas y pasarelas que descendían hacia una de las riberas del río subterráneo. Vieron los puentes y la cascada. Sala escudriñó la pared en la que estaban asomados. Había decenas de agujeros. Sabía que allí solían dormir los habitantes de Sumetra y no apreciaba actividad. Como sucediera en las cavernas de la entrada, las antorchas allí también se habían extinguido y todo permanecía en una sospechosa quietud. En frente, no podía ver con claridad la otra gran pared de la estancia, pese a que un cañón de luz natural se colaba en las alturas por un recoveco en la enorme bóveda, iluminando parcialmente las aguas del río y uno de los puentes que lo atravesaba.
—Me despedí de Remo abajo, más allá… desde aquí no se ve bien. El río termina en cascada y allí, en una placeta amplia fue donde nos separamos. Él se quedó para llamar la atención de los guardias… decenas de hombres y bestias silachs acudían hacia Remo desde donde nosotros estamos. Sin embargo ahora no veo movimiento.
—Pues andando, vayamos donde lo viste por última vez.
Descendieron penosamente, pues las pasarelas de madera eran muy estrechas. Lanzaron las antorchas al piso para poder descolgarse por un par de cuerdas finalmente.
—Ellos solían lanzarse al río para ir más rápido al lago de abajo. No hay peligro.
Dicho esto Sala, asomada cerca del primer puente, inspeccionando los nidos del otro costado, guardó la espada en la funda que había procurado en Asmón y se lanzó al agua. Lorkun siguió a la joven.
La turbulencia fría los arrastró con violencia hacia un gran salto, donde sus estómagos cosquillearon por el vuelo y pudieron tomar aire hasta la caída en el lago. Sacaron la cabeza después del golpetazo con las aguas del lago.
—¿Estás bien? —se interesó Lorkun, pese a que las mayores dificultades las estaba teniendo él, por lo aparatoso de su túnica y su abrigo. Se deshizo de las pieles nada más llegar a donde hacía pie. Pero antes, se quedó petrificado por lo que había flotando en el lago.
—Dioses… —dijo Sala.
Decenas de cadáveres flotaban en las aguas grisáceas y, más allá, en la explanada de piedra, antes de las puertas por donde se iba a la zona antigua de la ciudad de Sumetra, cientos de hombres muertos, velaban silenciosos la entrada. La oscuridad impedía ver claramente el desaguisado y solo eran bultos malformados que tapizaban por doquier la vista.
—Sala, ayúdame a secar mis brazos.
Ella lo hizo. Descolgó de uno de los cadáveres una capa y con ella secó los brazos de Lorkun.
—Espero que la tinta no se haya movido mucho.
Alcanzó una lanza, le enrolló la tela con la que se había secado y profirió las palabras misteriosas. Al principio no funcionó, pero al repetirlas nuevamente, llamas nacieron de la nada y sembraron de rojo sus miradas al prenderse en la improvisada antorcha. Sangre por todas partes, muertos retorcidos con muecas horrendas, apilados alrededor de las puertas. Los cuerpos rara vez aparecían compuestos al completo, y la sensación de despiece tribal reinaba por doquier.
—Espera —dijo Lorkun inspeccionando uno de los fiambres. Sala lo aguardó con la espada otra vez desenvainada.
—En algunos de estos cadáveres anida la maldición. Como las niñas de Jortés, se van transformando poco a poco, aunque ya están muertos.
—Eso quiere decir que fue un silach quien los mató.
—Es muy posible.
Surcaron Sumetra perdidos en el sortilegio de túneles, pasajes, callejones y cancelas. Gracias a Sala, lograron identificar algunas estancias, pero otras macabramente adornadas con cadáveres, ni le sonaban a la chica. Como el circo, donde encontraron más de cien muertos retorcidos, entre los asientos de las gradas y apilados abajo, en el foso que servía de escenario.
—Aquí era donde Blecsáder ofreció su último espectáculo. Remo consiguió liberarse, y creo que con la ayuda de la piedra comenzó su matanza —argumentó Sala.
Lo que no conseguía explicarse era cómo no quedaba nadie con vida. Sus mejores esperanzas antes de penetrar en Sumetra dibujaban a Remo encerrado en una jaula. Después, cuando vio los muertos junto al lago pensó que tal vez la batalla por Sumetra entre Blecsáder y Remo estaba todavía por decidirse, pero atravesando ahora las estancias silenciosas, asqueados ya por el olor nauseabundo de la muerte, se hizo una pregunta atroz. ¿Había podido Remo acabar con todo ser viviente en Sumetra? ¿Seguiría vivo, o tendrían que buscar su cadáver?
—Remo había usado la energía de la piedra cuando me salvó, pero debió de terminársele…
—La combinación de la maldición y la energía de la piedra… Creo que es imprevisible. No sabemos a lo que nos vamos a enfrentar, Sala. Pero confío en que siga vivo.
Llegaron al corazón del palacio, incluso las dependencias de Blecsáder presentaban alboroto. No había rastro del caudillo, pero allí lograron encontrar vida, terror y lamentos.
—Salid de ahí… —susurró Sala.
Junto a un montón de lujosos catres, sembrados de cojines, varias muchachas permanecían inmóviles como muebles tras cortinas sedosas. A juzgar por sus marcas y por delgadas argollas, no cabía duda de que eran esclavas…
—No tenéis nada que temer de nosotros. Vamos…
Las mujeres finalmente confiaron en Sala.
—¿Queréis salir de aquí? —preguntó Lorkun.
—Sí, señor.
—No os vamos a hacer daño. Os dejaremos marchar con una condición.
Las jóvenes, por lo general bastante hermosas, escucharon a Lorkun.
—Estamos buscando a un amigo… alguien que estaba preso aquí. ¿Qué sabéis de Blecsáder y sus hombres?
—Huyeron. Un demonio ronda Sumetra. Nosotras no nos hemos atrevido a salir. Nos busca, sabemos que nos está buscando porque ya no queda nadie con vida.
Sala pensó en el horror que esas muchachas habían padecido. Pero estaba tan contenta de saber que Remo estaba vivo…
—Tiene que ser él… ¡Remo está vivo! —exclamó Sala.
—Veamos. ¿Lo habéis visto? ¿Podéis describir a ese ser?
Las esclavas sufrían escalofríos mientras describían cómo la criatura despedazó a decenas de escoltas de Blecsáder. Por sus palabras intuyeron que era una cosa distinta a los silachs.
—A los silachs los mataba como si fueran ratas. Los soldados no hacían mella en su piel oscura con las lanzas y morían destrozados por sus zarpazos. Es un demonio. No es una criatura febril como las otras, nubladas de toda razón. No, ese diablo piensa. Traía locos a los guardias de Blecsáder, de todas partes llegaban gritos de los infelices que se adentraban hacia el templo de Senitra, los emboscaba como a conejos. Al principio nuestro señor pensó aguantar y cazarlo. Decía que era mortal, como los demás silachs, pero pronto se dio cuenta de que no podían con él. Blecsáder siempre fue un hombre listo. Se largó con sus hombres cuando comprendió que no podía vencerlo.
—A nosotras nos dejó aquí, con muchas más. Éramos una especie de cebo para garantizar su huida. Ahora lo sabemos —dijo otra de la jóvenes animándose a hablar. Parecía estar dolida por la actitud de Blecsáder, como si prefiriese que su amo la hubiese llevado con él, pese a tenerla en esclavitud—. La mayoría intentaron escapar y ese demonio… Se las llevó.
—¿Dónde?
—Seguro que las mató… —dijo otra de las esclavas. Al parecer no se ponían de acuerdo.
—A ratos se escuchan gritos, estoy segura de que no todas están muertas. Se las llevó pero no las mató.
Sala después de escuchar la historia sintió que su alegría se diezmaba con rapidez. No era capaz de ver a Remo como un enemigo… Sin embargo, tendrían que enfrentarse a él, doblegarlo para intentar que Lorkun aplicase su remedio contra la maldición.
—¿Dónde se las llevó?
—A las profundidades… Sumetra es grande. Yo creo que ese demonio es obra de Senitra. La diosa oscura habrá querido castigar a Blecsáder por sus abusos. Apuesto que la criatura duerme a los pies de la estatua.
—¿Hay una estatua de Senitra aquí?
—Yo no la he visto, pero… he escuchado ami señor hablar de esa estatua. Está en lo más profundo de Sumetra.
—Tienes que guiarnos hasta allí.
—Lo siento pero no creo que salga de esta habitación mientras dure la comida… No me la juego por nadie. Os diré cómo llegar allí, pero no voy a acompañaros. Aprovecharemos que deseáis la muerte, para salir de aquí mientras el demonio os devora. Eso es lo que haremos.
—Está bien… ¿Sabes dibujar? ¿Alguna podría dibujarnos un plano para ir al templo?
Se despidieron de las esclavas. Siguieron un pequeño dibujo rayado sobre una piedra, que los guiaba por varios pasadizos, desde la sala del trono de Blecsáder hacia las mazmorras más profundas, donde habían tenido encerrados a los silachs. Pasaron por debajo de lo que Lorkun llamaba el circo y se dirigieron hacia una tubería de piedra grande, después de varias galerías descendentes donde volvieron a toparse con el río subterráneo. Sumetra era mucho más grande de lo que imaginaban y por doquier encontraban rastros de la civilización primitiva que había construido las primeras minas. Las galerías más toscas y amplias seguramente pertenecieron al circuito donde vivieron los primeros moradores de la ciudad: los mugrones. En las paredes había, de cuando en cuando, dibujos rupestres que mostraban algunas escenas cotidianas de los mugrones en Sumetra. Cómo se bañaban en el río subterráneo, escenas de caza y rituales primitivos.
—¿Serían los mugrones los que hicieron el templo a la diosa Senitra en el corazón de Sumetra? —preguntó Sala, más que para matar su curiosidad, simplemente por llenar el silencio.
—No creo. No había oído hablar de ese templo. Creo que es uno de los templos primitivos, como el de Kermes, al que yo he viajado. Todo tiene sentido. Ahora sé cómo es posible que consiguieran tener a su servicio a los silachs. Se supone que esos primeros templos fueron hechos por silachs, dirigidos por los mismos dioses. Dejaron a muchos custodiándolos. En realidad la maldición era una forma de control que usaban los dioses para hacer de los humanos siervos fuertes y sumisos.
—¿Cómo consiguió entonces ese malnacido conjurar la maldición?
—Blecsáder no ha conjurado nada… Encontró ese templo custodiado por silachs antiguos de la casta de los noctilos, precisamente la que usaba Senitra, la maldición es inmortal al tiempo, los silachs pueden vivir eternamente, por eso es posible contaminar a un cadáver, digamos que la maldición es algo que se eleva de lo meramente físico. Por eso después de muertos, los cadáveres de los contaminados se transforman. Si alguien es contaminado sólo puede morir de forma violenta. Blecsáder se topó en Sumetra con silachs que podrían tener cientos de años, miles tal vez, y seguramente aprendió a amaestrarlos, contagió a sus hombres; los esclavizó para sus fines.
—Vaya, veo que has aprendido mucho en ese viaje… Si Remo sigue con vida… ¿podrás devolverlo a su estado normal?
—Eso espero…
Descendían por un cortado, la pared de un precipicio. La sensación era horrible. Sus pies caminaban por una vereda estrecha, junto a una pared de roca. Más allá de la vereda daba vértigo un vacío oscuro. Por cómo se comportaba el sonido de sus pisadas y la propia voz, deducían que aquel abismo podía ser tan profundo como alta era una montaña. Todo tan negro parecía oprimirlos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó la mujer que empuñaba una antorcha hacia la oscuridad—. Algo se mueve ahí abajo, Lork…
Agobiado Lorkun buscaba equilibrio apoyando su espalda en la pared, para mirar con su único ojo debajo de Sala. No apreció nada, pero creía en la percepción de la mujer.
La vereda finalizaba en una gruta maloliente. Goteaba agua del techo en numerosas estalactitas y caía sobre sus cabezas. Era una gruta de tamaño considerable y cada vez se hacía más amplia. Poco a poco la luz de la antorcha de Sala fue mostrando un techo de altura colosal y una estancia plagada de riscos brillantes, cristales oscuros que, al recibir la luz del fuego, emitían un suave destello azulado. Al fondo se encontraba la entrada al templo de Senitra.
—Senitra, la dama de las tinieblas… —entonó Lorkun enviando plegarias a la diosa.
Se acercaron al portal de piedra, tallado con escrituras bastante similares a los símbolos que Lorkun poseía en los brazos.
—Diosa de lo oscuro y lo temible, del deseo inalcanzable… —leyó Lorkun, traduciendo las runas—. Sala, creo que este lugar es idóneo.
—¿Para qué?
—Para realizar el conjuro.
Lorkun sacó una tiza de su zurrón y comenzó a dibujar un círculo en la base de piedra en la explanada de los cristales, junto a la entrada del templo. Después se cortó un dedo y pasó su sangre por los confines de ese círculo de tiza.
—Tenemos que conseguir atraer a la criatura a este círculo.
Comenzó a decir extrañas palabras mientras dibujaba símbolos. Algunos dibujos brillaron con luz propia de cuando en cuando mientras Lorkun recitaba la invocación, y Sala volvió a maravillarse de los conocimientos adquiridos por su amigo. Bien, el reparto de tareas estaba claro. Ella debía entrar en el templo y sacar a Remo de allí. Por las buenas, o por las malas.
Cruzó el umbral con la espada desenvainada. Estaba cansada, le pesaban el arma y la antorcha. Tenía ganas de mirar la luz roja y sentir su poder reconfortarla de toda fatiga, pero prefirió aguardar a verse cara a cara con Remo, para no desperdiciar energías mientras lo buscaba.
Después de un corredor estrecho y bajo, un par de peldaños angostos la hicieron aparecer en una estancia sin iluminación, donde su antorcha apenas si podía adivinar toda su dimensión. Era enorme. Sostenida por grandes pilares, la bóveda del techo imitaba un cielo estrellado con infinidad de cristales incrustados en piedra oscura. Su altura impresionó a Sala. No esperaba encontrar en las profundidades de la ciudad un templo de semejantes proporciones. De hecho la entrada era ridícula, en comparación con lo que allí se escondía. Sala avanzó hacia el centro con la antorcha revelando en su caminar más detalles de la cámara. Allí, una piedra grisácea por la penumbra le dio un susto de muerte, pensando que podía ser la criatura lista para saltar sobre ella, pero no, se trataba de un altar de mármol blanco. Frente al altar encontró a Senitra.
De al menos cinco metros de altura, una imagen de la diosa con los cabellos ondulantes y largas uñas, los ojos de serpiente y el cuerpo desnudo imponía revelada en las tinieblas. Daba miedo ver aquel rostro representado, con los colmillos y la ferocidad en la mirada viperina. Sala repasó la silueta y siguió buscando, pensaba que estaba sola en el templo hasta que escuchó un ruido a su espalda.
Un detalle la inquietó al darse la vuelta. Apartó la antorcha de delante y trató de ver la luz que debía verse en la entrada al templo, sabiendo que Lorkun poseía otra antorcha y que estaba cerca del pasillo estrecho. Pero el pequeño cuadrado que suponía el pasillo que daba acceso al templo había desaparecido. Dedujo, por tanto, que «algo» estaba tapando su visión de la entrada, a suficiente distancia como para que ella no fuese capaz de verlo. Sintió aversión a la idea de acercarse para que la luz de la antorcha le mostrase lo que ella había ido a buscar. Tal vez estaba mirando a un lugar equivocado… registró con la mirada sin hacer el más mínimo movimiento, pero no hizo falta. Dos puntos brillantes le dieron la posición exacta de lo que más temía y amaba en este mundo: Remo. Los ojos de la criatura parpadearon nuevamente y su brillo cada vez se hizo más intenso. Era enorme, teniendo en cuenta que estaba a bastante distancia de donde ella se encontraba…
La criatura estaba inmóvil taponando la salida. La miraba paciente y en silencio.
—Remo… soy Sala…
Seguía inmóvil.
—¿Puedes entenderme?
En ese momento Sala percibió que los ojos cambiaban de posición lentamente.
—Remo, soy yo… Sala…
Dejó de ver los ojos de golpe. Se escuchó un rasgado en el suelo, como si un rastrillo de esos que se usan para apilar el heno se frotase contra la piedra, después otro rasgado al que acompañaba un sonido grave. Ahora sí se veía la entrada al templo. Tuvo un acto reflejo de protegerse con la mano que tenía la antorcha y, rápida como las alas de un insecto, apareció fantasmagórica, desde la nada, una enorme criatura que venía de las alturas y que cayó encima de Sala. Perdió la espada de su mano y la antorcha salió literalmente volando. Había sido golpeada por algo muy contundente, que su imaginación dibujó como la rodilla del monstruo. Salió despedida chocando contra el suelo. Pudo ver a Remo, a la luz de la antorcha, apagándola de dos pisotones. Se hizo la más absoluta oscuridad.
El instinto de supervivencia ayudó a Sala a correr hacia donde recordaba que estaba el altar de piedra y se coló debajo, cuando logró tocarlo. La criatura emitió un rugido escalofriante. Sala percibió como rasgaban las uñas poderosas de las patas de la bestia el suelo buscándola. Rezó a los dioses para que aquella cosa no la encontrara. Entonces Sala percibió que, sobre la gran mesa de mármol, cayó un peso con profundidad sonora. La criatura había saltado encima de la mesa de mármol. Parecía escrutar con sus ojos brillantes la estancia. Sala apenas si respiraba. Le dolían las costillas y uno de sus senos parecía muy dañado por el golpe, pero si aguantaba la respiración no era por evitar simplemente el dolor, sino porque estaba totalmente aterrada ante la idea de que el monstruo pudiera advertir que ella estaba justo debajo. Quieta, luchaba por estar aún más quieta. El monstruo seguía escrutando la oscuridad. Se escucharon otros arañazos y la criatura descendió de la piedra y comenzó a inspeccionar el resto del recinto. Ella no veía absolutamente nada, pero se guiaba por los sonidos. Los rasgados y ecos profundos de los pasos se alejaron y treparon a lo lejos. Sala pensó que la bestia se había subido a una de las paredes.
Poco a poco, Sala fue acostumbrándose a la negrura y ya no era una opacidad total. Podía por ejemplo discernir cierto fantasma pálido en el tono blanquecino del mármol. Pero todo lo que la rodeaba era un enorme vacío negro. Pensó que Lorkun estaba esperándola fuera. No deseaba llamarlo, pues en el momento en que cruzase el umbral en su ayuda… la bestia lo destrozaría. Trató de imaginarse en qué lugar había caído la espada, visualizando el encontronazo con el monstruo. Se palpó el pecho y sintió más dolor. Era muy probable que tuviese rota una costilla. Entonces la vio. Un puntito en la oscuridad.
Una diminuta luminiscencia roja.
Calculaba que la espada se encontraba en el piso, a unos veinte metros de donde ella se guarecía del monstruo. Si lo piensas más, no vas a salir, se dijo. Apretó las mandíbulas para soportar el dolor de su costado, y se lanzó en una carrera ruidosa y desesperada por alcanzar la espada.
El monstruo enseguida la vio. Se lanzó hacia ella en un salto tremendo, después otro y otro y, por fin, la alcanzó rugiendo en la oscuridad. Alargó uno de sus enormes brazos. Tenía las uñas preparadas para destrozarla. La golpeó a placer, rajando con sus uñas las piernas de la mujer.
Entonces Sala miró la luz, mientras sentía la mordida de las uñas de la criatura que, como cuchillas, rebanaron la carne tersa de sus piernas con facilidad. La energía de la piedra llenó sus pulmones de vida. Adiós al dolor, adiós al miedo. Se revolvió rápidamente escapando del abrazo de la bestia. Sus heridas se cerraron instantáneamente.
—Remo vas a tener que venir conmigo, te guste o no.
Sala saltó hundiendo un puntapié en el cuerpo nervudo y logró enviarlo al piso varios metros más allá. Sentía furia. Se lanzó a por él y lo golpeó varias veces. Tenía la convicción de que podría doblegarlo. La bestia trató de morderla pero ahora su piel era demasiado dura como para mellarse con los dientes de él. Lo golpeó de forma contundente en la cabeza. El monstruo se quejaba de sus golpes y Sala decidió entonces tratar de arrastrarlo fuera. Agarró una de aquellas patas enormes y tiró de él.
Lorkun escuchó gritos de Sala y el eco del combate que se estaba desarrollando dentro de templo. Se preparó para la llegada del monstruo. Por la puerta de piedra apareció la mujer que agarraba una especie de pata enorme seguida por un cuerpo peludo y negro, dos veces más alto que un hombre, de zarpas prodigiosas y un rostro tan abominable que prefirió no mirar.
—¡Llévalo al círculo! —gritó Lorkun. Pero entonces la criatura se espabiló y clavó una de sus garras en la espalda de la mujer. La violencia del monstruo había conseguido penetrar la carne de Sala. Las dimensiones de sus zarpas venían a ser como un antebrazo humano y la cintura esbelta de la chica fue atravesada de parte a parte.
Sala sintió dolor. Pero percibió también que su cuerpo seguía bajo el halo protector de la energía. Así que con garras clavadas y todo, arrastró a Remo al círculo. Una vez dentro desclavó la zarpa y saltó prodigiosamente junto a Lorkun. El silach gigantesco se incorporó dentro del círculo. Sucedió algo extraño. Trató de saltar hacia ellos, de avanzar para devorarlos, pero no podía salir de allí. Cada vez que cualquiera de sus miembros se acercaba a los bordes de la tiza, los extraños símbolos del suelo brillaban y parecían impedirle salir, como si la bestia estuviera presa en una jaula invisible.
—Después tendrás que usar tu magia conmigo… —dijo ella viendo cómo, pese a que las heridas pronto se habían cerrado, apartando sus ropas del abdomen, percibía marcas verdes allí donde antes estuviesen las señales de las uñas poderosas de la bestia. La piedra la curaba rápido de las heridas pero, tal y como le había advertido Remo, no la protegía de la ponzoña de la maldición.
—Horri cronemo trornker… —Lorkun leía con aquel tono de voz gutural mientras los símbolos que se había dibujado en el cuerpo comenzaron a despedir luminosidad. Parecían comunicarse con los dibujos del piso. Remo rugía y expelía salivas de sus fauces mientras luchaba por romper la inmovilidad del círculo. El cabello de Lorkun comenzó a ondearse por la creciente energía que desataba y el parche de su ojo se voló para caer varios metros atrás. La luz de las runas se volvía cegadora y Lorkun abrió los ojos que despedían la misma luz. Todo llegó a un culmen y después hubo un apagón.
—Sala, ven… —susurró Lorkun.
Ella se acercó. Su amigo le puso las manos en la cara y sus brazos volvieron a iluminarse por un instante. Realizó varios movimientos con los brazos. Ella percibió que se le removían las entrañas y después sintió que no podía respirar. Poco a poco recuperó el aliento mientras Lorkun retiraba las manos de su cara.
—Contigo no hace falta círculo… estás libre de la maldición.
Sala miró su abdomen y con la luz pobre de la antorcha de Lorkun comprobó que ya no tenía las marcas verdosas. Después buscó a Remo con la mirada.
—¿Qué ha sucedido? ¿No ha funcionado con él?
El monstruo yacía en el círculo. Parecía que no respiraba y, además, seguía tan horrible como antes.
Sala se acercó y comenzó a preocuparse. La criatura no respiraba y no había perdido ni un ápice de su apariencia monstruosa.
—Parece muerto…
—Pero no lo está, confía en mí. Ahora tenemos que sacarlo de aquí. Remo tardó en transformarse en silach y creo que tardará también en volver a ser humano. No perdamos tiempo, ¿te quedan fuerzas? Esa piedra debe de tener un poder extraordinario, no te queda ni un rasguño.
Si no hubiera sido por la energía de la piedra, sacar a Remo de allí, dadas sus dimensiones, hubiera sido imposible. Pero Sala lo arrastró con facilidad. Subieron por la vereda estrecha, ascendieron por la cuerda y, gracias a la energía prestada por la joya, Sala consiguió salvar todos los obstáculos. Pero ella seguía preocupada por el aspecto de Remo. Parecía muerto y no dejaba de ser monstruoso. Construyeron una camilla improvisada cuando estuvieron en la parte alta de Sumetra, con unas telas y dos lanzas, y allí lo acostaron para poder arrastrarlo más cómodamente cuando estuvieran fuera de Sumetra.