CAPÍTULO 38
Mira la piedra
Rílmor la agarró del pelo para que no pudiera volver a izar su cabeza y comenzó a manosearla, profiriéndole palabras obscenas sobre las cosas que le iba a hacer a continuación. El asco y el dolor nublaban la razón de la mujer que, desesperada, con la rabia de la inmovilidad, rogaba a los dioses por una oportunidad al menos para defenderse de su agresor. Se sintió tan impotente que deseaba la muerte. Lo insultó de nuevo, tratando de impedir lo que parecía inevitable, pero esta vez Rílmor era ajeno a los insultos de la mujer. No estaba dispuesto más que a violarla y saciar así su instinto dominante y malévolo.
—¡Bájate de ahí, perro! Tu hora ha llegado.
La voz de Remo inundó la habitación como una piedra cae en un vaso de agua y acaba por destrozarlo, después de hacer saltar en pedazos la cerradura de hierro de una patada. El hombre semidesnudo acosando a Sala lo encolerizó. Sintió que un odio irrefrenable le hacía arder las entrañas.
Al principio, Rílmor tardó en asimilar el sonido de esa voz y en comprender la frase, pero detuvo sus actividades libidinosas. Se quedó petrificado. Giró la cabeza. En la entrada había una silueta enorme, manchada de pies a cabeza de sangre, que rezumaba de sus hechuras hasta gotear en el suelo. Sus ojos brillaban en la oscuridad…
—Aléjate de ella, Rílmor, traidor asqueroso —dijo Remo.
Rílmor, despacio, desmontó de la mesa y comenzó a recomponerse la ropa.
—¿Remo? —preguntaba Sala volviendo a subir la cabeza, angustiada por no saber, pero alegrándose de tener esa incertidumbre que había abortado las intenciones de Rílmor. La voz era de Remo, pero aquel que acababa de irrumpir en la habitación parecía una bestia en la sombra.
Dos brazos poderosos sembrados de pelaje basto, oscuro, acabados en garras negras, enormes. Una espada atravesada en el cinto de su atuendo. Los hombros más anchos, el pecho hinchado y totalmente cubierto de sangre, que también salpicaba un rostro aún humano, su bello rostro maldito por los pesares… Aquellos ojos brillantes, blancos, eran de silach… Sala se horrorizó de verlo en ese estado.
—Remo…
Rílmor no sabía cómo ganar tiempo. Buscaba entre sus ropas un cuchillo que pensaba usar para amedrentar a la mujer. Lo alcanzó y ahora lo mostraba mientras aquella besa comenzaba a rugir. En un abrir y cerrar de ojos Sala pudo ver cómo Remo, o lo que quedaba de él, se abalanzaba contra el capitán de la guardia de los Véleron. Realmente no lo vio, solo apreció una ráfaga, como una sombra, una tiniebla desplazándose a una velocidad parpadeante. Fue tan rápido que casi no pudo comprenderlo. De pronto Remo apretaba contra la pared el cuerpo de Rílmor, agarrándolo desde el cuello con una de sus poderosas garras…
—¡No, Remo! —gritaba Rílmor desesperado—. Espera, os ayudaré a escapar de aquí. No me hagas daño y os sacaré de aquí.
Sala odiaba su voz. Le dolía el cuello pero se esforzó en ver bien lo que estaba a punto de suceder. De pronto se vio el brillo de una espada que, acto seguido, en un parpadeo, acabó medio inserta en el abdomen de Rílmor después de haber sido desenvainada velozmente, pero más rápido se vio la misma mano que lo había trinchado soltar la espada, para luego aparecer asfixiando la mandíbula de Rílmor. Remo desgarró el cuello del hombre como si sus manos fuesen bocas de perros hambrientos. Esta vez con lentitud, disfrutándolo. La sangre de Rílmor saltó por todas partes cuando se quedó sin los músculos que sostienen la cabeza, sin cuello, diluyéndose poco a poco los gritos de dolor en un jadeo en busca de aire. Así, la piedra de la espada quedó aún más cargada de luz roja después de que la cabeza de Rílmor se abatiera sobre el pecho como si fuese una piedra sostenida por una cuerda…
Remo soltó de los grilletes a Sala destruyendo parte de aquella mesa. Ella se alegraba de verlo, de saber que no había muerto, se alegraba de que la hubiese rescatado, pero sintió una punzada de dolor en el pecho, sufriendo al ver el avanzado estadio en el que ya se adivinaba más al silach que al hombre.
—Por los dioses, Remo… —susurró Sala abalanzándose sobre él para abrazarlo, sin importarle mancharse con las sangre y las inmundicias.
—Lo sé… No hay tiempo que perder. Sala escúchame —dijo Remo separándola y guardando una distancia prudencial. Parecía no estar muy lúcido. Jadeaba como una bestia. Respiró hondo en un gruñido y se dispuso a hablar:
—Te voy a entregar mi tesoro más preciado, será tu salvoconducto para salir de aquí —decía mientras extraía su espada de las entrañas del hombre que acabó desplomado en el suelo como un espantapájaros horrendo—. Yo no puedo acompañaros… Mírame… Para mí es demasiado tarde. Pero tú puedes salvarte. Ahora debes mirar la piedra roja de la empuñadura. Cada vez que encuentres una luz roja en su interior, podrás usar la energía para curarte o para luchar. Debes guardarla en secreto y usarla razonablemente. En mí siempre estuvo desperdiciada, pero me ha mantenido vivo durante estos años…
—Remo, buscaremos una solución, algo podremos hacer.
Remo sufría, sufría el paso del tiempo.
—¡Sala, la maldición anida en mí! ¡Me estás escuchando! ¿Acaso no me ves? —tronó.
—¡Dioses, no quiero verlo, no quiero que este sea el final!
—Escúchame, eres la última superviviente. Los demás han caído. Cuando mires la luz de mi espada, te curarás de todas tus heridas, pero lo más importante es que no tendrás nada que temer a los soldados. Cuídate de los silachs, eso sí, no te contagies como yo, y guarda el secreto de la piedra roja para siempre. Yo te ayudaré a escapar, atraeré su atención hacia mí.
—No soporto la idea de dejarte aquí. ¡Usa la piedra para salvarte tú!
—Sala el poder de la piedra no vale nada contra la maldición, pero será suficiente para que tú escapes. ¿Lo entiendes? Al menos me quedará eso, la satisfacción de verte salir de aquí…
Sala asintió percibiendo esas últimas palabras como una despedida y la sensación de que sus posibilidades de escapar poseían la virtud de salvar el alma del guerrero, de reconfortarlo en el oscuro final que le aguardaba. Lo entendía pero no quería aceptarlo.
—Remo, no es justo… Tú no debes morir así. Si no fuera por ti…
—Voy a distraerlos para que tú puedas salir de aquí. Hay algo más: Patrio está vivo, está inconsciente, lo he dejado al final de esta galería. Junto a él verás varias prendas de abrigo que necesitaréis para huir de las montañas. Cuando mires la luz de mi espada tendrás fuerza suficiente para cargar con él y lo demás, no te preocupes, no está contaminado.
—Remo, ¡no puedo abandonarte aquí!
—¡No seas cabezota, Sala! Yo podría matarte, ¿no lo comprendes? Se me nubla la razón. ¡Haz caso de lo que te digo!
Remo tendió la espada hacia Sala.
—Cuando llegues a Vestigia dile a la mujer de Jortés que su marido pudo vengar a sus hijas. Habla bien de Mercal, cuya muerte asumió con hombría, sobre todo delante de su padre, me lo pidió. Ahora vete, Sala. ¡Corre y no mires atrás!
Sala miró la piedra al fin. Pese a las lágrimas pudo concentrarse en la luz roja. Sus ojos llamearon unos instantes y se le secaron las lágrimas. Un vendaval la recorrió de arriba abajo. Percibió como si los músculos se separaran de sus huesos para desperezarse, para olvidar sus limitaciones. Gimió y apretó los puños y sintió como si estuviese hecha de acero. Las heridas de su cara comenzaron a desaparecer dejando rastros espumosos que se descomponían. En unos instantes, tenía la cara exactamente en el punto máximo de su belleza y ni un solo rasguño habitaba su anatomía, ni rastro de latigazos ni golpes. No tenía sed, ni hambre. Temblaba por dejar fluir el enorme caudal de energía.
—Remo, esto es… —Lo abrazó fuerte y volvió a sentir una pena profunda.
Remo la separó de su lado y la apremió para que salieran de allí. Ella lo precedió en el túnel, de vuelta a las galerías principales, corriendo con tanta agilidad que parecía un pez atravesando una caverna llena de agua.
—¡No te pares, Sala! —gritaba Remo a su espalda. Su voz se volvía cada vez más profunda y desconocida. Comenzaron a escucharse gritos.
Cuando salieron del intrincado sortilegio de túneles aparecieron en la gran bóveda del lago y la cascada. Sala comprobó que Patrio yacía inconsciente sobre unos abrigos de pieles, apoyado en una pared rocosa junto a una escalinata que surcaba la enorme pared de la gran estancia. Se lo echó a la espalda con suma facilidad y aferró los abrigos contra su regazo. Esperó a que Remo saliera del túnel.
—Remo…
—¡Largaos ya! ¡Y recuerda lo que te he dicho de la piedra! —le gritó él con voz antinatural, mientras desatascaba de una pared una lanza y un hacha que decoraban unos ribetes de piedra—. ¡Para volver a cargarla de luz, deberás quitarle la vida a alguien!
Se miraron a los ojos mientras escuchaban sonidos acercándose. Directamente a los ojos, sin hablarse, sin decirse lo que la mirada expresaba y, por un segundo, estuvieron juntos en una conexión íntima en la que podían ver el profundo lazo que los unía. Un lazo de sufrimiento compartido, un lazo a punto de romperse ahora, pero que siempre, de alguna forma, perviviría en los recuerdos de la mujer.
—Vete.
Ella comenzó a ascender por la escalera sin dejar de sorprenderse de lo fácil que le resultaba. Sentía que su energía era inagotable, infinita. Escuchó voces, tropelías metálicas. Imaginó que era Blecsáder con refuerzos. Avanzó aún más veloz y, entonces, a sus espaldas se escuchó un alarido espeluznante. En la balconada de la cueva, en el otro extremo, por donde aparecían los primeros soldados, se contagió la sorpresa, más allá del río y las columnas gigantes.
—¡Mi señor, está allí abajo!
Sala miró hacia atrás pero sin detenerse. Era Remo, blandiendo el hacha y la lanza. Emitía alaridos furiosos, como jamás escuchase en su vida. Lo hacía para llamar la atención de los hombres de Blecsáder, que comenzaron a descender por diversas escaleras, por cuerdas, hacia el enorme patio, cruzaban los puentes para pasar el río y enfilar las escaleras para descender hasta donde estaba Remo. Algunos se tiraban directamente a las aguas para que la corriente los despeñara por la cascada y, una vez abajo nadar hacia la orilla donde el guerrero siniestro seguía rugiendo enloquecido. Sala adivinaba desesperación en los rugidos espeluznantes. Un grupo de silachs amaestrados comenzaba a descender por agujeros y recovecos en la enorme pared donde estaban las viviendas tipo nicho, junto al río. Su agilidad para moverse por la pared los colocaría cerca de la cabeza de Remo, que parecía no percatarse de su presencia.
La mujer corrió hacia las galerías superiores, mirando de cuando en cuando hacia abajo, hacia el portal donde se había quedado Remo. Se concentró en la tarea de salvar a Patrio y decidió no mirar más. Por fin alcanzó el final de la escalera y cruzó unas puertas de cuero. Atravesó como una exhalación un corredor colmado de pieles. Descendió varios escalones y atravesó numerosos corredores ascendentes muy empinados. Temía perderse pero, finalmente, una suave coloración de brillo en las rocas de uno de aquellos pasillos oscuros, le indicó dónde estaba la salida. En sus oídos quedó el fragor de la batalla que se libraba, los alaridos de los silachs colmados de frenesí. Lloraba y corría con desesperación, sintiendo que cada paso la alejaba para siempre de Remo.
Remo la siguió con la mirada mientras sus enemigos se iban acercando. Sala ascendía con agilidad llevando a Patrio a cuestas por la escalera de roca en la gran pared donde se perdía el río después del lago. Remo pensó que era una imagen hermosa, pensó que era la última imagen amable y esperanzadora que vería en su vida. De cuando en cuando profería gritos para llamar la atención de los esbirros de Blecsáder. Eran gritos extraños, liberadores, deseaba perder su voz con ellos, romper su garganta. Sala, que pareció girarse a veces a contemplar el avance de los enemigos, pasaba inadvertida para ellos. Deseó con todas sus fuerzas que Sala consiguiese su objetivo. Él sabía que escaparía. La piedra le otorgaría la fuerza necesaria.
Recordó a Lania, la recordó mientras apretaba sus zarpas para agarrar con más precisión el hacha y la lanza. Sus cabellos lacios, su hermoso rostro, pero sin poder evitarlo ese rostro se confundía con el de Sala, con la risa fresca de ella, con sus típicas expresiones cargadas de ironía. Sala… La vio perderse, diminuta ya, en una esquina de piedra escalera arriba, y se sintió solo, más solo de lo que jamás se había sentido en su vida. Triste, junto a la muerte… pero dispuesto a sembrar de cadáveres aquella cueva. Esa determinación era su último hálito de luz y bienestar.