CAPÍTULO 13
El férgulo
A la mañana siguiente continuaron profundizando en el bosque. El sentido de la orientación de Peronio debía de ser fabuloso, porque no dudaba sobre la ruta adecuada. Los árboles, a cual más grueso y alto, se adaptaban perfectamente a la orografía y parecían conquistar lugares incómodos. No era extraño ver un árbol emergiendo entre dos rocas o en el costado de un cortado de terruño alfombrado de musgo y florecillas. El terreno no siempre era llano y, poco a poco, conforme se iban adentrando en las profundidades de Mórbennor, se accidentaba el trayecto; los caminantes se veían obligados a guiar los corceles por altozanos resbaladizos, sorteando depresiones colmadas de vegetación, tan cerrada que no podía distinguirse si se trataba de un precipicio o de un suave descenso. Trataban de esquivar zonas sin salida. Peronio no solía equivocarse y, sin embargo, en más de una internada tuvieron que darse la vuelta porque se habían asomado a un talud, demasiado profundo, sin garantías de ver suelo tras la espesura; o topaban con zonas donde la densidad de troncos era tal, que impedía el avance de los animales.
En más de una ocasión, la altura de las plantas los obligó a subir a los caballos para tener visibilidad de hacia dónde se dirigían, pues llegaban a tener la longitud de un hombre. El filo de las espadas comenzaba a parecer verde, de tanto asestar tajos a la maleza para abrirse paso. Era penoso el avance, aunque los viajeros agradeciesen ciertas ventajas, como la de toparse con algún árbol frutal para despacharse a gusto. Subían, bajaban y la tónica de siempre era más y más bosque, denso y compacto, hermoso y colmado de misterio.
—¿No sería mejor haber rodeado el bosque? —insistió Rílmor que guiaba a duras penas a su caballo entre las raíces resbaladizas—. El Paso de los Abismos era la mejor opción.
—No.
Ni una palabra más gastaba Peronio en argumentar sus decisiones. Sala ahora le veía de forma distinta. Para empezar, le había fascinado que Remo le contase aquella historia y el modo en que lo había hecho. Sí, salvo Lorkun que era un maestro para esos menesteres, no creía que otro pudiera haberla contado mejor, tal vez lo exageraba por lo parco que solía ser Remo, pero el caso es que consiguió que su respeto por Peronio se incrementase hasta el infinito. Se sorprendía una vez más, como siempre, con un Remo desconocido que desencajaba la figura rocosa que siempre solía ofrecer a todos.
—Nadie toma este camino porque es un bosque demasiado cerrado, no es adecuado para los caballos… ¿o hay más motivos? —preguntó Jortés a medio proceso entre hacer la cuestión y explicarse—. Las rutas de comercio necesitan espacio para carros…
—¿Crees que escogieron esta ruta? —preguntó Trento—. Por eso no tenemos noticias de ellos.
—Es una posibilidad, pero si yo fuese huyendo, con prisa, camino de Nuralia, evitaría este bosque —comentó Peronio demostrando que a ciertas personas sí que otorgaba más que monosílabos—. Ellos no cruzaron por el Paso de los Dragones, según decís. Si pertenecen al grupo de Blecsáder viajan hacia el oeste. Así que el Paso de los Abismos es una buena opción.
—¿Y por qué demonios vamos nosotros por este paso si ellos no lo eligieron?
—No es lo mismo perseguir que ser perseguido —sentenció el guía antes de dar una profunda calada a su pipa.
Después de una larga caminata, con los caballos relinchando poseídos por la desconfianza, decidieron descansar en un claro. Los amarraron para que no huyeran. Peronio fue a explorar para comprobar si estaban en la ruta adecuada. Fue entonces cuando Jortés… vio una luz.
Aquella lucecita no podía ser fruto del sol. Coloreada de un rosado cercano al de algunas flores, la luz tenía cuerpo, suspendida a poca distancia del suelo. Esa luz había aparecido entre los árboles por arte de magia, ellos no se habían movido y antes no estaba.
—Mirad esta luz rosada —sugirió Jortés.
—¿Qué es? —preguntó Rílmor. Al acercarse comprobaron que la luz no era un único punto sino una especie de rastro que serpeaba en el bosque, rodeando los árboles, seduciendo al viajero a perseguirlo.
—¿Alguien sabe lo que es? —preguntó Mercal. Acercó su mano a la luz y notó cómo le era cálida, quedando suspendida sobre sus dedos.
—Son hojas minúsculas desde las que florece luz… ¿qué extraña ensoñación estamos presenciando?
—Jamás había escuchado leyenda alguna que nombrase a estas luciérnagas vegetales. ¿Es acaso el aspecto de las níbulas?
Góler rebasó a Jortés y comenzó a caminar siguiendo el rastro de luz.
—No te alejes, Góler —dijo Sala visiblemente preocupada. Después de haber visto al eco, tenía claro que en ese bosque ancestral habitaban criaturas extraordinarias. El espectro elegante había resultado un buen presagio según Peronio, pero el guía no estaba allí ahora para decirles el significado de aquella línea de luz mágica que se perdía hacia la espesura.
Góler cruzó la línea de luz, incluso la cortó con sus pies para ver qué sucedía, y la luz, totalmente inofensiva se apagaba allí donde él ponía el pie para renacer de nuevo cuando lo apartaba. Silben, Webs y Romlos eran los últimos del grupo y se quedaron al cuidado de los caballos por orden de Rílmor. En sus ojos se veía claramente la decepción porque deseaban como los demás descubrir el origen de aquel misterio luminiscente.
El hilo de luz, poco a poco se hizo más ancho y los minúsculos pétalos que parecían flotar en la luz aparecían algo más nutridos. No deseaban alejarse mucho, pero en el estómago de todos anidaba la sensación de no poder dar media vuelta hasta no contemplar el origen.
—¿Y si sigue así durante horas? —preguntó Sala, nerviosa y excitada a la vez.
—Vienen de aquel árbol. ¡Fijaos! —dijo Góler que seguía caminando hacia un árbol que desde la posición de Sala no podía divisarse. La curiosidad también la movió a ella y decidió echar un vistazo. Finalmente aquellas hojitas luminosas se arracimaban alrededor de un árbol grueso, enorme.
—Parece que sale desde el mismo tronco del árbol… de la parte de atrás…
Remo y los demás se asomaron. Era un espectáculo contemplar el tronco oscuro, casi negro, desde el que se derramaba como un jugo, savia luminosa que acababa formando esas hojitas dispersas por el suelo. Una brisa meneó un poco las ramas del gran árbol…
—Aléjate Góler —aconsejó Sala que miró a su alrededor sintiéndose observada—. Fijaos, las hojas y ramas de los demás árboles no se mueven… ¿qué brisa extraña es esa?
—Es precioso… —Góler estaba hipnotizado por la luz.
Debajo de sus pies emergieron dos raíces que se enroscaron con mucha rapidez a sus piernas.
—¡Sal de ahí Góler! —gritó Sala.
La tierra comenzó a temblar y todos tuvieron que buscar equilibrio. Emergieron más raíces y se enroscaron en las piernas de Jortés, Remo y Mercal, que eran los tres más próximos al árbol. Entonces Remo pudo ver con claridad cómo el tronco del árbol se rajaba abultándose dos labios de madera oscura. Unas gigantescas fauces se abrían viscosas acompañadas de un chillido como de mil gatos. La copa del árbol se agitaba y comenzó a combatir a los que estaban amarrados con las raíces. Al principio las hojas les hacían caricias pero, poco a poco, el árbol comenzaba moverse con más violencia y precisión. En un santiamén dejó inconscientes de un golpe a Jortés y a Góler. Remo tuvo mejor suerte pues la bestia golpeó en sus brazos y no en su rostro.
Rápidamente desenvainó su espada. Hizo un tajo en las raíces que lo atrapaban y la criatura gruñó poderosamente. Las ramas de la copa del árbol se arremolinaban sobre sus cabezas preparando garrotes más gruesos con los que combatir a los hombres. Remo, agachado, fue a clavar su espada en el tronco principal, pero rápidamente tuvo la sensación de que no serviría de nada. El arma apenas si penetró un palmo en el tronco pese a que imprimía todas sus fuerzas, y la madera nudosa parecía no sufrir daño alguno. No se enfrentaba a un monstruo con órganos vitales o puntos débiles fácilmente discernibles. El tronco se rajó de nuevo por la escisión que dibujaba la boca, y le permitió que se abriera aún más. El orificio era aterrador.
—¡Tiene dientes, lengua oscura…! —gritaba Mercal.
Las raíces que portaban a Góler lo acercaron a las fauces. Una de sus piernas trataba de no entrar en la boca de madera, pero finalmente no pudo evitarlo por más tiempo. La criatura se aupó de repente como si tuviese ojos y pudiera calcular el espacio necesario para comerse a Góler, e introdujo las dos piernas del muchacho en la boca. Góler chilló de pánico.
—¡Ayudadme, me va a morder!
Todos luchaban contra raíces y no podían socorrer al muchacho, que ya tenía medio cuerpo dentro de la bestia. Entonces Remo tuvo una inspiración. Agarró su cinto y extrajo una bolsita de polvo de símil. Esparció polvos sobre el tronco y, con su espada y una piedra prendió una chispa. El fuego se propagó con velocidad.
La criatura se estremeció. Toda su estructura tembló. Muchas hojas cayeron mientras la bestia emitía un grito estremecedor, de pesadilla. Parecía una persona que estuviese sintiendo el primer lametón cruel de las llamas. El tronco se retorció. Góler gritó de dolor pero su estremecimiento no llegó a escucharse porque el monstruo seguía chillando. De pronto Góler salió vomitado de las fauces. Las raíces abandonaron a sus presas y se ocultaron bajo tierra. Entonces el árbol comenzó a retorcerse. La tierra tembló a su alrededor y el árbol monstruoso comenzó a sembrarse más profundamente. Se escucharon crujidos profundos, se retorcía y chillaba mientras se iba hundiendo más y más, hasta que penetró en la tierra. Hasta la última rama acabó sumergida entre los terrones húmedos de tierra oscura que había emergido con la extraña huida por excavación de la bestia. En la superficie quedaron visibles, entre los terruños mojados, unos gusanos grises de movimientos pausados, grandes como barras de pan, y con pelos largos y brillantes. Los filamentos parecían rezumar aquella misteriosa luz que segregaba el monstruo.
—¡Alejémonos de este lugar! —gritó Rílmor mientras veía con horror cómo Remo trinchaba uno de esos gusanos con su espada. La oruga gris soltó una baba verdosa y se agitó de dolor.
El problema era que el rastro luminoso se había perdido. No quedaba nada y no estaban seguros de la dirección exacta por la que habían venido, después de toda la agitación del ataque de aquella cosa. De todas formas, eligieron al azar y corrieron.
Corrieron por el bosque hasta que Peronio se cruzó con ellos. Se alegraron tanto de verlo, que incluso Jortés llegó a abrazarlo.
—¿Qué sucede? —preguntó el guía—. Escuché alaridos…
—Nos ha atacado un, explícaselo tú, Remo —gritó Trento.
Remo no mencionó a la cosa. Inspeccionaba su espada. El gusano no había logrado dar energía a la piedra. En aquel bosque le habría gustado contar con esa ventaja.
—Peronio guíanos al claro con los caballos.
El guía comenzó a caminar. Los demás ávidos de explicaciones le copiaron el paso.
—En el suelo había un rastro luminoso, como si fuesen luciérnagas —explicaba Mercal.
—Un férgulo —afirmó rápidamente Peronio muy seguro.
—¿Sabes lo que es? ¿Un qué?
—Sí, un férgulo. De cuando en cuando aparecen en estos bosques, comen muy poco. Con un conejo podrían pasar un año…
—¿Un conejo? ¡Ha estado a punto de comerse a Góler y tenía preparados a Jortés y a Remo para el postre!
Peronio sonrió como si no diese importancia a las dificultades que ellos habían pasado. Esto enfureció a Rílmor, que lo miraba con recelo desde que se había enterado que era de Nuralia. Llegaron al claro. Romlos, Webs y Silben calmaban sus corceles que resoplaban y no dejaban de moverse coceando con los cuartos traseros…
—¿Qué han sido esos gritos? —se interesó Webs.
—¡Maldito chiflado…! ¿Nos has metido en este bosque sabiendo que esa criatura podía atacarnos? —preguntó Rílmor sin poder contener su indignación—. Esa luz era una trampa mortífera.
—Jajaja… —rio el guía.
—Señor, apesta a opio azul —dijo Romlos haciendo un gesto con la mano.
—¡Maldita sea, para eso había ido a «explorar»! —Rílmor se acercó a él con mala cara.
Sus hombres habían rodeado a Peronio.
—Maldito seas, desgraciado nural.
Peronio hizo intento de pegar un puñetazo a Rílmor pero falló tambaleándose. Uno de sus hombres lo sujetó y el capitán de la guardia de los Véleron lo golpeó a placer, en el rostro.
—¡Eh, vosotros, quietos! —grito Trento.
—¿Qué sucede? —preguntó Sala mirando por encima del hombro de Remo que trataba de ajustar los correajes de su caballo—. ¿Por qué pelean?
Trento fue a separarlos.
—¡Soltad a Peronio!
Silben desenvainó su espada y amenazó a Trento.
—Quieto ahí, abuelo.
Rílmor volvió a golpear a Peronio. Trento extrajo uno de sus cuchillos y lo lanzó. El cuchillo silbó en el aire. Pasó rozando la nariz de Rílmor. Otro cuchillo se estrelló en el mango de una de las dos espadas de Romlos, que cerró los ojos al percatarse de lo cerca que había pasado esa punta afilada de su cabeza.
—¡Si no os estáis quietos moriréis todos aquí! ¡No fallaré el próximo cuchillo!
Rílmor retrocedió con las manos en alto. Trento poseía dos cuchillos más preparados en sus manos expertas y toda una correa de proyectiles en su cintura, y en las piernas. Se habían quedado helados al ver la cercanía del cuchillo a la cabeza de Rílmor. Romlos, que tenía trabado con los brazos a Peronio, lo soltó. Silben envainó su espada sonriendo. Webs también puso una sonrisa pacífica en su rostro. Los caballos no habían parado de relinchar, como si la violencia los hubiese enfurecido.
—Jajaja…
Peronio no dejaba de reírse, debía de estar realmente mareado.
—Está loco y drogado. Maldito nural chiflado… ¿Qué les sucede a los caballos? —preguntó Rílmor.
—¡Mirad el suelo! —gritó Sala.
Rodeando las proximidades donde estaba el grupo, como si fuese agua luminosa, una luz parecía intentar rodearlos. Aquello no podía ser obra de un solo férgulo, pues había cientos de hilos de luz que confluían en aquel río luminoso provenientes de todos los puntos de acceso.