CAPÍTULO 19

La biblioteca de Venteria

Lorkun había cabalgado hasta Venteria con el propósito de visitar la biblioteca Real de Vestigia. Allí se recopilaban en tomos miles de papiros, códices y toda la obra de los geógrafos vestigianos sobre la propia Vestigia y tas demás tierras que la circundaban, además de numerosos tratados de hospitalidad antiguos con otros reinos, los tratados y pactos de paz con Nuralia, los códigos de leyes, las obras poéticas y literarias de los grandes maestros y la ingente colección de cantares y rituales de las diferentes órdenes religiosas, lo que significaba un volumen considerable de estanterías de madera oscura, repletas de pergaminos y libros de piel que recopilaban centenares de hojas polvorientas.

El olor de la tinta y el papel en aquella biblioteca asediaba al visitante desde antes de entrar, pues en su patio exterior los talleres de escribanos y la labor de los aprendices reconfortó a Lorkun a su llegada sintiéndose viajero en un ambiente culto y distinguido. Le vino el recuerdo de su hogar en las Montañas Cortadas. La nave central del edificio, presidida por cinco representaciones de los dioses y una fuente para abluciones, contenía la segunda mayor biblioteca del mundo conocido, por detrás de la famosa y singular biblioteca de Banloria, capital de Plúbea.

Lorkun buscaba sin saber exactamente lo que deseaba encontrar. Al principio no supo por dónde empezar su tarea. Quería desentramar todo cuando se supiera sobre la maldición silach. Rebuscó información y no encontró más que las narraciones poéticas, leyendas viejas normalmente anónimas en las que no se concretaba con exactitud el origen ni las manifestaciones de la maldición. Se hablaba de una enfermedad contagiosa en numerosos escritos, incluso se dejaba constancia de epidemias pasadas. Su investigación no dio verdaderos frutos hasta que comenzó el estudio de la obra del viajero Pélik Osmúltar. Experto marino, Pélik era en sí mismo un misterio. Había viajado a todas las tierras conocidas, hablaba de criaturas amigas de la oscuridad, de ojos brillantes y terrible ansia de matar. Dividía en cinco castas a los silachs: los Noctilos, los Trifantes, los Curites, los Zilinos y los Acuinos. Hablaba de siervos de los dioses y las criaturas celestiales. De hecho, en multitud de textos jamás mencionaba el término silach, sino que siempre hablaba de siervos. Lorkun extrajo todas las narraciones de Pélik a propósito de la maldición copiándolas en un rollo de papel. Al principio le costó usar la pluma, pues llevaba tiempo sin escribir tanto. Escribió hasta dolerle la mano.

Leyó sobre todos sus viajes, buscando de dónde había conseguido esa información sobre las distintas castas de los silachs. Se afanó en hallar una explicación a ese mal y perdía la noción del tiempo encerrado entre papiros horas y horas, consumiendo velones gruesos y mojando su cabeza en la fuente que presidía el patio de la biblioteca, cuando lo asediaba el cansancio.

Cuando no podía más y su cabeza se volcaba hacia delante por el sueño, visitaba la pensión de Tena Mufler, para descansar y comer algo. El primer día Tena lo llenó de preguntas sobre Sala, por la suerte de la comitiva de rescate. Lorkun poco podía sosegarla. Día tras día fue él quien le preguntó a Tena si había noticias nuevas sobre sus amigos. Se atormentaba a veces, arrepentido de no haber seguido con ellos en la búsqueda de Patrio. Sentía el peso de la conciencia suponiendo que podían estar en peligro. Su desánimo crecía mientras su búsqueda en la biblioteca seguía sin ofrecer frutos tangibles.

En una jornada particularmente frustrante, entre los tomos viejos, llamó la atención del encargado de la biblioteca. Un estudioso clérigo servidor como él del dios Huidón, sabio y erudito como pocas personas encontrase en su camino Lorkun.

—Mi querido visitante. Veo que adoras la buena geografía, lees a Osmúltar, el más grande de los viajeros que tuvieron a bien redactar sus vivencias… Pero percibo en ti un desasosiego especial, buscas con urgencia. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Me afano en la búsqueda de información sobre una maldición sacra: el mal «silach».

El hombre quedó pensativo.

—Veo que eres culto y bien informado pues has escogido creo, al único geógrafo que aporta algo de luz sobre esas criaturas antiguas de las que tan poco se sabe. De hecho, él fue quien nombró la «maldición». Hasta que se estudiaron sus escritos, todos conocían leyendas sobre monstruos bípedos similares en tamaño a los hombres. Leyendas como las de los dragones desaparecidos. Osmúltar formuló la teoría sobre la maldición. Los dioses creaban a las criaturas a partir de humanos usando una especie de enfermedad contagiosa. ¿Qué buscas exactamente sobre los silachs?

El bibliotecario enseguida le fue amigable a Lorkun y, entre las sombras de las velas en aquellas dependencias de techo alto de la biblioteca, Lorkun confesó sus propósitos. Narró con voz vacilante los acontecimientos tristes sucedidos en la casa de los Véleron; le contó todo sobre la horrible transformación de las hijas de Jortés y los cadáveres de los centinelas.

En el rostro del bibliotecario se dibujó la preocupación pues, aunque costase creerlo, no tenía Lorkun apariencia de loco ni de temerario.

Vaya… Uno nunca espera que ciertas historias sean realmente posibles en nuestros días. Hemos olvidado a los dioses, hemos olvidado nuestros orígenes.

—Deseo encontrar un remedio a la maldición. No soporto la idea de que esas niñas no puedan retornar a su aspecto inocente… esas niñas…

El hombre, de avanzada edad, elevó una plegaria rápida y se afanó en la misma búsqueda de Lorkun. Comenzaron a revisar todos los códices del autor, tratando de extraer más información sobre aquella terrible maldición. Pasaron días y noches enteras hasta que por fin el bibliotecario encontró un pasaje.

—Escucha esto Lorkun —lo apremió.

—¿Tienes algo?

—«Fue en mi último viaje a la donosa tierra de los antiguos Veríneos, donde encontré la pista para llegar al templo del dios Kermes. El templo legendario que erigieron los misteriosos Leforanos, que se pensaba perdido, tras la desaparición de los propios Leforanos, después de las guerras en las islas. No podría señalar dónde está el paradero exacto de tan magnífica construcción, pues me llevaron con los ojos vendados, pero sí aseguro que existe y que contiene en sus paredes la más selecta y útil compilación de conocimientos que jamás contemplasen estos ojos sobre la historia de los primeros comienzos, la creación del mundo y de sus habitantes. Anoté en mi diario, a escondidas, parte de cuanto pude contemplar, pues los sacerdotes del dios del fuego y la ciencia, después de hacerme pasar por duras pruebas, me permitieron observar la cámara secreta del recinto un tiempo reducido, haciéndome prometer que guardaría sus secretos. Muros y muros llenos de conocimiento, de saberes de todo tipo, de la historia de nuestro mundo, de su creación. Secretos, hechizos, peligrosos conjuros… ¿Cómo es que guardaban el secreto de tales hallazgos? No pude arrancar sus motivos hasta que hube leído yo mismo algunas de aquellas lustrosas narraciones. Todo cuanto he escrito después, ha sido influenciado notablemente por esos hallazgos. Mis queridos anfitriones me obligaron a entregar mi diario cuando hube de abandonar el templo, así que todo habita en mi memoria frágil y es mi razón la que me ha dado la medida justa de lo que se debe conocer de cuanto allí aprendí, pues no está el corazón de los hombres preparado para muchas de las revelaciones que allí duermen. Me pregunto quién, sino el mismo dios Kermes, o alguno de sus guardianes celestiales, pudo escribir tales maravillas sobre la piedra…».

Lorkun había estado escuchando con tanta expectación que cuando finalmente entendió que Birgenio, el bibliotecario, había cesado su narración, sintió que no entendía la conexión con lo que estaban buscando. ¿Qué tenía que ver todo aquello con los silachs?

—No comprendo qué tiene eso que ver con… —comenzó a decir pero Birgenio lo interrumpió.

—Querido amigo, está muy claro. El libro en el que Osmúltar habla de los silachs, el famoso libro donde divide en cinco castas a esas criaturas, donde formula los medios de contagio, es posterior a este. ¿De dónde sacó la información para afirmar su teoría sobre las castas de los silachs? Unas criaturas desaparecidas durante siglos y que ahora no se tienen más que por cuentos de miedo para niños, todos basados en lo que él escribió… ¡En ese templo encontró relatada la historia de los silachs!

Lorkun entendió a dónde quería ir a parar Birgenio.

—¿Piensas que en las paredes del mítico templo perdido del dios Kermes está la clave?

—Era un templo perdido en la época de Osmúltar, hace trescientos años de eso. Ahora se sabe dónde se ubica. Los sacerdotes del dios Kermes lo dieron a conocer años después. Pero te aseguro que en sus muros no hay nada tan extraordinario como aventuraba Osmúltar, a menos que esté oculto a los ojos de un viajero normal. Leyendas mitológicas, mmm… espera.

El viejo comenzó a rebuscar entre estanterías atestadas de pergaminos.

—¿Qué buscas?

—Un mapa, supongo que deseas ir a ver esos grabados, ¿no? No recuerdo el nombre de la isla… Sí: Azalea. En aguas del Océano Avental, a medio camino hacia Avidón.

Lorkun llevaba días y días allí encerrado, cegando sus ojos, afanados en encontrar remedio a la maldición. No deseaba regresar al palacio de Lord Véleron con las manos vacías. Por fin y gracias a Birgenio, sus investigaciones habían dado fruto y consecuentemente disponía de una pista a seguir. Un camino trazado que, si bien no garantizaba alcanzar el fin que se había propuesto, era la única luz que había conseguido encontrar sobre los silachs.

Lorkun sentía la inmediatez del viaje agobiarlo porque acumulaba mucho cansancio. Decidió regresar a la pensión Múfler para comenzar con los preparativos y, de paso, dormir a pierna suelta. Sentía que se estaba embarcando en una búsqueda que le venía grande. No era tan sabio y erudito como Birgenio. No estaba seguro de saber interpretar bien los conocimientos que podía encontrar en ese templo que buscaba. Tampoco era tan osado como su amigo Remo. Pensó con frialdad que si hubiera sido el de antes, el Lorkun que pertenecía a la Horda del Diablo, que tenía un talento innato para lanzar cuchillos, habría afrontado ese viaje de otra forma. Una inseguridad envilecía sus buenas intenciones y lo convertía en fuente de dudas… No tenía idea de lo que estaba a punto de suceder.