El funeral de los padres de Remo fue muy austero. El muchacho lloraba y los que procedían a enterrar los sacos de seda lo miraban con ojos compasivos. Remo tenía ocho años y la certeza de que a partir de ese momento su vida consistiría en una sarta de complicaciones. Para empezar, no tenía claro cómo sobrevivir sin ellos. Reco y Velina, sus padres, habían vivido siempre en una pequeña hacienda alquilada a un tipo enorme llamado Rufles, comerciante de patatas. Ellos trabajaban para él. Su labor consistía en la cosecha y recolección de las patatas, para lo que organizaban las peonadas de decenas de hombres en el pueblo y una veintena de esclavos, prestados por Lord Coverplan, dueño de la mayoría de las tierras que explotaban.
Remo encontró a sus padres degollados. En sus ojos la sangre roja en las ropas de su madre lo perseguiría en sueños durante años. Entró en la cocina como tantas otras mañanas y descubrió un enorme charco viscoso que rodeaba a su madre, tirada en el suelo con terror paralizando su mirada. Remo chilló y fue en busca de su padre. Lo encontró en el abrevadero de los bueyes de arar, echado sobre él, con la cabeza flotando y la cara sumergida en el agua grumosa. Varios animales lo rodeaban, sin atreverse a beber.
—¿Tienes familia, hijo? —preguntó Labionda, la oronda mujer de Rufles.
—No lo sé, creo que no.
—¿No lo sabes? —tronó Rufles mientras le revolvía el pelo a Remo. Él odiaba que hiciera eso.
—Tíos, tías, abuelos, ¿no te suena nada de eso?
—No.
—Pues en la casa no te puedes quedar —dijo Rufles molesto, como si Remo hubiese exigido seguir viviendo allí.
El muchacho agachó la cabeza. Sentía una soledad árida roerle las entrañas y odiaba conversar acerca de dónde podía quedarse. Sentía tanta pena que pensaba que los asesinos habían dejado el trabajo incompleto con él. Lo mejor habría sido morir allí, con su familia.
—Si quieres ganar algo de dinero, puedes quedarte por aquí, te haré un sitio en el corral, pero tendrás que arrancar papas como los demás. No podrás retrasarte, ni tener las estupideces de un crío…
—¿Vas a pagarle al niño de Reco? —El tono de Labionda era parecido a cuando la madre de Remo lo regañaba por hacer trastadas—. De eso nada, a este con un plato en la mesa es suficiente, ahora tendremos que buscar alguien que nos organice el trabajo en las huertas, no estamos para más gastos.
—Chico, el trabajo te irá muy bien para no darle vueltas a la cabeza. Lo de tus padres ha sido una desgracia. Los ladrones y asesinos están a la orden del día. Tú al menos vas a tener suerte, naciste libre y nosotros te daremos cobijo. Otro en tu lugar acabaría marcado y esclavo para siempre.
Así fue que los caseros de Reco y Velina tomaron a Remo bajo su protección, abusando de su condición de huérfano, sin tener la capacidad que pocas personas poseen cuando miran a un niño, la capacidad de ver más allá, de beber del agua que anida dentro de sus ojos cristalinos y vislumbrar su destino. Remo parecía una molestia, una obligación y jamás sintió el niño que Rufles o Labionda se esforzasen lo más mínimo por sustituir a los fallecidos como padres. Nunca los quiso, porque los problemas comenzaron al poco tiempo de la desgraciada muerte.
Tres días después del entierro de Reco y Velina, apareció por allí el alguacil, acompañado de cuatro de sus hombres y un notario. A Remo siempre le había impresionado cualquier hombre armado, con los sonidos metálicos de los broches y el tintineo de la cota de malla cuando tocaba cualquier cosa.
—Chico, ¿viste a alguien esa mañana…? Piensa. Quizá, ruido de caballos…
—No.
—¿Escuchaste gritos de alguno de tus padres?
—No.
La verdad es que para Remo era desagradable hablar de eso. Además, el señor Rufles le había ordenado llevar veinte sacos de patatas al carromato del despensero de Lord Coverplan, y aún le faltaban doce.
—Nosotros cuidamos del chico. Somos lo mejor que puede encontrar. No tiene familia…
La mujer de Rufles entonó esas palabras con un matiz aterciopelado difícilmente creíble. Remo se asombró y llegó a pensar que realmente lo apreciaba, eso fue hasta que por la noche le cruzó la cara con tres bofetones por no haber colocado bien unos maderos para la leña de la cocina. Se quedó sin cenar como castigo y, con el estómago ardiendo, se tumbó en el corral pensando en aquellos malditos maderos que se habían desmoronado de la pila que él había hecho. Él sospechaba que no había sido accidental.
—Es aquí…
Remo abrió los ojos. Había escuchado perfectamente la frase. Era la voz de Rulenio, el hijo de Rufles, un diablo. Llevaba todo el día insultándolo y era el principal sospechoso de haber fastidiado la pirámide de madera que había confeccionado Remo con tanto esfuerzo. En el corral donde Remo dormía entraron tres muchachos.
—Despierta, perro —espetó Rulenio.
Remo se incorporó. Trató de defenderse, pero Rulenio y sus amigos tenían doce años y él no era rival para ellos. Le pegaron una paliza y después lo desnudaron. Entre los tres lo subieron a una carreta y le prometieron que si levantaba la cabeza le pegarían con un palo. Hasta tres veces comprobó Remo que no mentían. Con la cabeza muy dolorida, se quedó tumbado en la pequeña carreta mientras escuchaba el crujir de las ruedas y los esfuerzos que hacían sus captores por arrastrarlo hacia el pueblo. Como no tenía nada que hacer miró las estrellas. Allá a lo lejos le otorgaban cierta paz.
Tenía frío y más que nada sentía vergüenza por estar desnudo. Escuchaba las risas de los tres malditos cuando, empujando el carro, consiguieron alcanzar la plaza del pueblo. Era noche cerrada y no se escuchaba más que lejanos ecos de una cantina. El plan de Rulenio era abandonar a Remo desnudo en la plaza del pueblo.
—Baja del carro…
Volvieron a pegarle algún que otro pescozón. Remo agradeció que no hubiese nadie en las inmediaciones. Apenas se fuesen los gamberros podría largarse de allí corriendo hasta el campo. Después volver rodeando los caminos sería pan comido.
—Trae la cuerda.
Remo tardó poco en comprender que no podría irse de la plaza.
—No, por favor…
Lo maniataron con fuerza a una fijación de hierro que había para amarrar las bestias junto al pozo del centro de la plaza y se marcharon riendo como posesos. Remo se acurrucó en cuclillas y comenzó a llorar.
—No me hagáis esto por favor…
En el rostro de Rulenio descubrió por primera vez en su vida la frialdad. La enorme frialdad de quien es capaz de llevar a cabo un acto horrible sin tener el más mínimo remordimiento. Cuando se fueron dejó de llorar. Pasó horas hecho un ovillo, especulando quién sería la primera persona que lo encontraría. Tenía miedo de que algún perro salvaje visitara la plaza. Se le ocurrían multitud de desgracias que podían acontecerle, pero no pasó nada de eso. Lo encontró una panadera.
—¿Qué demonios? ¿Quién te ha hecho eso, hijo?
La mujer lo cubrió y le curó las heridas que ya estaban cicatrizadas. Después lo llevó a su casa. Rulenio se llevó una buena tunda por parte de sus padres cuando la panadera contó la gamberrada de la que había sido objeto el muchacho.
—Bueno, algo malo les haría primero este pillín —especuló Labionda en defensa de su hijo y tratando de quitar hierro al asunto, como si fuese cosa de críos. Los moratones que tenía Remo no le evitarían ponerse inmediatamente a trabajar cuando la panadera abandonó la granja.
Así pasaron días y días de vejaciones y torturas, bien cometidas por el muchacho o por sus padres. Remo planeaba escaparse. Sabía que no podría seguir así más tiempo, pero no veía de qué modo podría sobrevivir sin adultos que lo ayudasen. Pensó en la panadera como posible destino. Pero temía que la buena mujer, al conocer su casa, lo trajese de vuelta a sus padres adoptivos.
Una tarde Rulenio y sus amigos lo tenían acorralado contra un árbol cerca del río. Le pegaron duro, como siempre, y lo amenazaban con lanzarlo al río con una piedra colgada del cuello por una soga. Era sabido que muchos desgraciados usaban ese método para suicidarse ahogados.
Le colgaron la pesada piedra al cuello con una cordada basta que le hería la piel. Lo subieron al puente de maderos que atravesaba el río cerca de las pozas más profundas.
—¡Dejadme en paz! ¡Por favor!
Hicieron ademán de arrojarlo. Remo tuvo tanto miedo que creyó ver el día de su muerte, pero no lo tiraron. Se reían una y otra vez asustándolo, mirando cómo sus ojos se abrían de par en par cuando lo acercaban demasiado al borde del puente.
—¡Qué demonios hacéis!
La voz poderosa venía del otro lado del puente. Como en una ensoñación, el brillo de una armadura ligera se paseó por los ojos de Remo deslumbrándolo. Con paso lento, distinguido, sonoro en aquel piso noble, el soldado se acercó con un caminar centelleante por la luz y el sonido espléndido de los metales de su armadura engrasada. No tenía yelmo, y podía verse una cara adulta y curtida, de una belleza noble.
—Señor, era solo una broma.
El soldado desenvainó su espada y el acero envaró los cuerpos de los amigos de Rulenio, que habían perdido las ganas de reír y aquella faz malévola con la que abusaban de Remo.
—Soltad al muchacho, ahora.
El propio Rulenio deshizo la cordada y la piedra acabó cayendo después de un estruendo al agua del río. El militar se acercó despacio con el arma en alto. De pronto se escuchó un trueno. Sí, un trueno lejano en un día de sol. Detrás del soldado se acercaron varios caballos que venían galopando y ahora cambiaron al trote manso disponiéndose a cruzar el puente de madera.
—¿Qué sucede? —preguntó el primero de los jinetes al ver la estampa de su hombre con la espada avanzada hacia los chavales.
—Estos salvajes pretendían lanzar al muchacho al río con una piedra atada al cuello.
Nadie osó contradecirlo. El que iba a caballo puso mal gesto.
—Chico…
Remo no se dio por aludido al principio.
—Chico, ven.
Se acercó tímidamente.
—Soy el maestre de segundo grado Berel, esta es una guarnición de los Caballeros Rojos, espaderos al servicio de la ciudad de Gosield… sube conmigo al caballo.
Remo agarró el guante cromado que le tendía el maestre y se subió al caballo, después de que el jinete le hiciese sitio en la silla echándose hacia atrás. Desde allí contempló la cara de asombro de sus torturadores. El caballo entre sus piernas parecía una montaña en movimiento. Había subido a algún asno, un par de mulas y a los bueyes que tiraban el arado, pero aquello era distinto; como es distinto subir al tejado de una choza y contemplar el horizonte, que hacerlo desde la torre insignia de un castillo. Trotando con Berel, Remo llegó hasta el pueblo con todo el destacamento de hombres a pie y a caballo siguiéndoles. Tomaron cerveza en una cantina y a él le dieron algunas monedas. La gente que los rodeaba, sometían sus cabezas reverencialmente en señal de respeto a los hombres del ejército.
—Ve con tus padres, hijo.
—No tengo padres.
—Entonces tienes que ser más fuerte que esos del puente. No les tengas miedo, porque un día de estos tú serás el tipo al que ellos deban temer. Tienes espíritu en la mirada. ¿Cómo te llamas y quién fue tu padre?
—Remo, hijo de Reco…
Remo volaba de regreso a casa. Volaba como lo hacía su imaginación. Sí, la vida de Remo cambió ese día. La patrulla de militares lo había salvado de una de aquellas bromas macabras, mostrándole por una vez en la vida cómo se sentía un hombre al ser respetado por sus semejantes. Un hombre de honor, al que se le tenía admiración y respeto que, además, otorgaba a los demás condescendencia y misericordia protegiendo al débil del fuerte.
Escondió las monedas y salió corriendo del corral. Había corrido la voz y los jornaleros cuchicheaban sobre por qué una guarnición del ejército se paseaba por esas tierras. No eran hombres de Lord Coverplan, pertenecían a una división de espaderos de las tropas regulares. Cuando se retiraron del pueblo la gente los despedía saludando en las tierras de labranza.
Había oído hablar del ejército y jugaba a las guerras solo, en el corral, muchas noches, imaginándose cómo serían las batallas, pero eso era muy distinto a ir en formación con ellos, con un destacamento entero, desfilando junto a las tierras donde estaba la granja de Rufles. Tampoco olvidaría la fila de a dos que formaron cuando los vio partir. Las armaduras refulgían al sol, y los hombres bien aseados y fuertes caminaban al mismo ritmo, en formación, provocando un estruendo ordenado como el oleaje del mar, que inspiró en Remo el deseo irrevocable de pertenecer al ejército algún día. Los vio pasar desde una distancia prudencial. No se acercó donde estaban Rufles y Labionda, cuchicheando con sus vecinos. Deseaba disfrutar de ese momento solo, sin interrupciones.
¿Por qué cambió su vida? Porque desde ese instante para Remo todas las dificultades, las vicisitudes a las que lo sometiesen serían una inmensa prueba de admisión para algún día ser merecedor de llevar una armadura que brillase al sol, que infundiera respeto en las villas y poblados. Visitar ciudades amuralladas, montar a caballo y correr aventuras. Rezó a los dioses para que ese destino se cumpliese, rezó apretando tan fuerte los párpados que se mareó.
Fabricó una espada de fresno. Noches enteras pasaba en el corral perfeccionándola e inventándose cómo usarla. Sí, entrenaba durante horas, a escondidas, sin tener idea de si los movimientos que hacía eran o no correctos, pero usando toda la destreza de la que un niño de ocho años podía disponer.
Pasaron los inviernos crudos, las primaveras, los veranos. La obsesión por complicar la vida a Remo se disipó un poco en el hijo de Rufles, y él, como cada vez era más fuerte, trabajaba como el que más y lograba mantener contentos a sus caseros. Jamás le dedicaron palabras de afecto, pero al menos habían dejado de golpearlo.
Una noche en la que Remo entrenaba duro, a la edad de doce años, sintió curiosidad y decidió volver a la casita donde había vivido con sus padres. Sentía melancolía y pensaba con horror, que ya casi no recordaba el rostro de su madre. Necesitaba recordarlos. La casita ahora estaba habitada por una pareja de humildes labriegos a los que Rufles dispensaba un trato parecido al que había ofrecido a sus padres.
Remo se acercó a la ventana y para su sorpresa encontró que estaban reunidos con Rufles a la luz de un candelabro. Recordó ese candelabro en manos de mamá, cuando vigilaba que él se hubiese dormido. Sintió ganas de llorar pero se contuvo para escuchar lo que allí se decía. La conversación era banal y Remo estuvo a punto de marcharse cuando escuchó una pregunta…
—¿Qué le pasó a Reco, el antiguo capataz?
—Murió, fue asesinado por dinero. Ese estúpido estuvo ahorrando durante años para ofrecer a su zagal, cómo decía, sí, un «futuro distinto». ¿Podéis creerlo? No gastaba nada de lo que le pagaba. Comía y bebía y su mujer le fabricaba la ropa remendando la usada, era lo más ahorrador que jamás he visto. Reco era tan terco como una mula y tenía en la cabeza una idea estúpida sobre enviar a Remo a Gosield y pagar su aprendizaje en algún oficio, estupideces, pensábamos. Pero acumuló tanto dinero que llegué a dudar si lo que pretendía era comprarme el negocio a la larga. En sus ratos libres fabricaba cuencos de madera y los vendía entre los jornaleros y en el pueblo. Su mujer hacía unos pañuelos bordados que ya habían adquirido cierta fama. Ese hombre gastaba dinero para proveerse y multiplicarlo, jajaja… Era un buen hombre.
—Que desastroso destino.
—Sí, imagínate, cuando uno guarda tanto dinero se expone a que los proscritos y maleantes lo visiten.
—¿Cómo sabían que lo guardaba? ¿Es que alardeaba de ello?
—Por lo visto sí…
Remo no escuchó mucho más. Salió corriendo temeroso de ser pillado escuchando a hurtadillas. Las palabras despectivas de Rufles hacia su padre lo enfurecían… «era un buen hombre». Lo había dicho con ese tono que usaba para hablar de animales enfermos o de esos esclavos que perdían la razón. Trató, se esforzó en recordar si su padre alguna vez mencionase que guardaba dinero en casa. No recordaba ni una sola referencia a ese «futuro», ni tampoco lo había visto nunca alardear de nada delante de los amigos que invitaba a su famoso puré de patatas con mantequilla. Remo llegó a una conclusión atroz esa noche. Una conclusión que trató de evitar, intentó que no anidase en su cerebro, pero ahí estaba como una astilla: el que asesinó a sus padres sabía que guardaban dinero… y ese perro mal nacido no era otro que Rufles.
Lo supo pero luchó por no dar crédito esas suposiciones, pensó que estaría equivocado. ¿Por qué entonces lo había acogido el campesino? Una voz interna le decía que hasta los más retorcidos pueden tener visos de ser compasivos, tal vez intentando en vano compensar una obra con otra, pero finalmente esa voz le gritaba algo menos poético. «Trabajas gratis, estúpido». ¿En qué se diferenciaba él de un esclavo?
No estaba convencido, no estaba seguro, necesitaba alguna prueba más, y la tuvo. Una tarde, también a hurtadillas escuchó una trifulca entre Rulenio y su padre. Discutían a propósito de algo intrascendente pero Rufles dijo algo que enfureció a Rulenio hasta hacerlo enloquecer.
—Remo no es mi hijo y trabaja más que tú para sacar adelante estas huertas.
Rulenio preso de una locura asesina intentó pegar a su padre, pero el enorme granjero lo tumbó de un solo puñetazo. Sangrando por la nariz Rulenio espetó…
—Sí, mátame a mí también, acaba conmigo como lo hiciste con los padres de ese desgraciado…
Contempló la paliza, la vio sin inmutarse, con el corazón galopando y el nombre de sus padres en la punta de los labios. Reco y Velina.
Temblaba. No podía sujetar con fuerza el madero. Su cerebro lo aguijoneaba con cientos de razones por las que no debía hacerlo, cosas parecidas a estas: ahora te tratan mejor, tienes casa y pan asegurados, aun eres demasiado joven para que te admitan en el ejército, espera y llegará tu hora…
Temblaba.
Sí, temblaba cuando prendió fuego a la casa de Rufles. Con las rodillas fallándole había apilado leña seca alrededor de la casa. Comenzó con parsimonia a rellenar ciertos huecos estratégicos con broza y palitos pequeños para hacer varios encendidos. Finalmente usando las ascuas dormidas en la chimenea del salón de la casa… alumbró todo el valle con su formidable incendio.
Corrió con todas sus fuerzas hasta quedarse sin aliento. La noche se precipitaba detrás de él como si el mundo estuviese hundiéndose tras sus talones y no pudiera detenerse. Exhausto se apoyó en los árboles de un bosque, vomitó, lloró… apretó los dientes y siguió huyendo hacia el sur. Los días se llenaron de vacío. Las únicas pertenencias que Remo poseían eran su espada de fresno, sus ropajes de labriego humilde, una hoz y las monedas que le habían regalado los militares y que no había gastado en todo ese tiempo.
Muchas peripecias le acaecieron en aquellos tiempos nómadas al joven Remo, pero ninguna de las noches que durmió al raso, al calor de maderos prendidos, bajo los puentes cerca de alguna ciudad o furtivamente instalado en corralas ajenas, ninguna noche dejó de perseguirlo el fantasma de no saber con certeza si Rufles y su esposa habían muerto en el incendio. Pegó el oído cerca de postes notariales, donde se solían comentar las nuevas, las noticias que sucedían por todo el reino de Vestigia. Su pequeño mundo se había ampliado y ahora, visitando otros lugares, se sentía menos culpable y más en sintonía con los aventureros y viajantes que observaba parados en posadas y albergues.
Pasaron años, colmados de aventuras y Remo necesitaba cerrar un círculo, necesitaba volver y mirar la tumba de Labionda y Rufles.
No fue hasta la época en la que Remo formaba parte de la prestigiosa Horda del Diablo, siendo ya caballero, que en un permiso concedido por su capitán, Arkane el felino, decidió viajar a las tierras de Lord Coverplan, al este de Gosield.
A caballo desfiló por un camino más angosto de lo que recordaba y cruzó el puentecito de madera donde avistara por primera vez el miedo a la muerte. Remo era otro. Hermoso, fuerte, hábil, respetado por todo el que lo hubiese visto empuñar su espada al servicio del rey y de la Horda, pero cuando cabalgaba por las tierras cercanas a la explotación de patatas sintió un picor interno, como un gusano que se le retorciese en las entrañas que lo molestaba. Le hacía parecer inseguro y débil, como antaño, rescatando el niño que había sido. Se dirigió al pueblo antes que a la granja, por hacer las cosas tal y como las había ordenado en su cabeza durante años en los que había imaginado ese regreso.
Encontró a Truchian y a Roberón, los amigachos de Rulenio, como empleados de la herrería en el pueblo, aprendices del gordinflón al que todo el mundo conocía como Tenazas. Detuvo su caballo junto al taller y prestos y sin reconocerlo se acercaron a ofrecer los servicios del metal.
—Señor, ¿quiere que repasemos el filo de su espada?
Remo descendió del caballo, dejó el escudo colgado en la silla y se quitó el yelmo. Ni por esas lo reconocían. Lo cierto es que era mucho más alto que entonces y con aquella armadura reluciente no había forma de asociarlo al pequeño ennegrecido siempre entre zanjas del campo arrancando patatas…
—El filo de mi espada no necesita repaso.
Remo desenvainó y acercó la punta de su espada a la cara de Truchian, lo hizo con cara de pocos amigos, desafiante.
—Mi señor, no sé qué delito piensa que he cometido pero le aseguro que soy inocente.
Se armó revuelo y bastantes curiosos comenzaron a rodearlos. Un guardia del alguacil de la zona estaba en la taberna y se acercó.
—Compañero, ¿qué mal ha hecho Truchian? Es un buen muchacho.
—Te aconsejo que no metas las narices en esto —espetó Remo. El hombre no volvió a abrir la boca. Por todos era fácilmente reconocible el grado de caballero y la armadura de la Horda. Si no venía el alguacil en persona, nadie podía evitar que ese hombre hiciese prácticamente lo que le viniese en gana en el pueblo—. Ahora quiero que te quites la ropa.
—No he robado nada.
Remo se acercó más envainando la espada. De repente sorprendió a todos golpeándolo en el estómago.
—¡Desnúdate! Y tú, Roberón, sigue su ejemplo si no quieres que te golpee a ti también.
Truchian se retorcía de dolor, pero comenzó a quitarse la ropa. En ese instante, el desdichado levantó la cabeza como si el suelo abrasase su vista y la clavó en el rostro de Remo.
—¿Eres Remo? ¿Eres Remo el hijo de Reco?
—Hace años vosotros dos me humillasteis y hoy pagaréis lo que hicisteis con sangre.
Remo no los mató, ni les hizo un rasguño más allá del golpe que recibiera Truchian, pero los dejó desnudos atados al pozo donde lo habían abandonado a él. Amenazó a la gente con apresar a quien osara liberarlos. Estarían así todo un día con su noche.
Después de su visita al pueblo, Remo cabalgó hacia la granja. Despacio, con aplomo, deleitándose en el camino y en sus recuerdos, se acercó pisando caminos que ahora le parecían más cortos. La casa seguía en pie, aunque no era la misma, la habían remendado y aún podía verse algún rastro del incendio. De pronto había encogido, parecía mucho más grande en sus recuerdos y sin embargo ahora la veía muy pequeña y humilde.
Rufles lo vio venir desde lejos y, en cierto modo, Remo pensó que aunque muchas noches había temido haberlos asesinado con el incendio, ahora necesitaría mucha fuerza para no acabar lo que allí empezó.
—Hola, Rufles…
El granjero tardó bien poco en reconocer a Remo.
—Por todos los dioses, eres…
Rufles hincó sus rodillas en el terreno y sostuvo su cabeza con ambas manos. Después de tanto tiempo, supo al instante que tenía motivos para temer al muchacho.
—Remo, apiádate de mí.
Bajó del caballo y paso a paso se acercó al campesino como si estuviese de pronto regresando a su infancia. No lograba distinguir en su memoria ahora todos esos castigos inmerecidos, los bofetones y palizas, las veces que lo dejaron hambriento y sucio en el corral, como si fuese un animal salvaje, teniendo allí delante al asesino de sus padres, no lograba sentir odio.
—Supongo que lo sabes pero te lo contaré —comenzó a decir Remo. Eran unas palabras que llevaba ensayando años, por si se daba el caso en que tuviera lugar esa conversación—. Yo quemé tu casa…
Rufles comenzó a llorar.
—Lo hice para vengarme de una infancia atroz que me disteis, pero sobre todo… lo hice para vengar a mis padres. Sé que vosotros los matasteis para quedaron con su dinero…
Remo desenvainó su espada, si lo iba a hacer deseaba acabar ya, pero algo llamó su atención en la entrada del hogar de Rufles.
—Hemos pagado nuestros pecados Remo… —susurró una anciana desde la puerta.
Se movía con dificultad, agarrada a la baranda de madera intentaba descender las escaleras. Era Labionda. De pronto observó que no era tan vieja, pero que su cuerpo estaba sembrado de una pasta muy arrugada… el rastro de quemaduras horribles. Remo miró los cielos como buscando a los dioses.
—Mírame, muchacho —exigió Labionda que se acercaba renqueante, con una cojera tal vez provocada por los intensos quemados que tendría bajo la ropa. Su voz estaba partida como la comisura derecha de sus labios, difuminada en esa pastosa cicatriz que le había carcomido una oreja hasta resumirla a un gajo de cartílago con un pequeño orificio. Una cortina de pelo blanco ceniciento caía desde la mitad de la cabeza como una cortina intentando ocultar cómo la terrible cicatriz envolvía gran parte del cráneo, hasta descender por el cuello y llegar a la camisola que la cubría. Después aparecía en un brazo burbujeante hasta llegar a los dedos de la mano que a buen seguro no podía separar…
—¡Rulenio, sal! —chilló la mujer como chillaría la bruja más horrenda que un niño pueda imaginarse.
El muchacho franqueó la puerta abierta. Era un monstruo, deforme, con fiereza en sus rasgos pero enclenque y de pasos vacilantes. Remo no lo reconocía.
—Emo… emo… —susurraba una voz que emergía de la máscara inmóvil en el rostro de Rulenio.
Si no fuese porque Remo había estado ya en batallas y había visto horrores, jamás podría haberlo mirado a la cara impasible como logró hacerlo.
—Emo, a mí, mátame… síiiii síiiii.
La entonación de sus palabras era defectuosa pero gesticulaba con un bracito y asentía.
—Mátame a mí —pedía el desgraciado—. Yo no tengo fuerza para hacerlo, pero necesito morir…
Remo pasó por el lado de Labionda y fue hacia Rulenio. Tendió sus brazos hacia él.
—Nada tengo contra ti, Rulenio, más que pena por ver que mi incendio se cebó más contigo que con tus padres. Tú, que aunque fuiste un demonio para mí, jamás me provocaste el daño que veo que yo te hice…
No supo con certeza si Rulenio reía o lloraba. Lo abrazó. Volvió sobre sus pasos hasta quedar junto al granjero. De pronto Remo golpeó a Rufles. Le pegó muy fuerte en la cara agachándose. El hombre derrotado sobre los terrones de la huerta pensó que Remo lo iba a rematar y se cubrió la cara con las manos esperando en algún punto del cuerpo la afilada hoja de la espada de Remo buscando justicia por sus padres…
Remo los dejó atrás. No mató a quien seguro estaba de desear la muerte. Cabalgó sin rumbo alejándose de ese lugar, de los recuerdos. Por un momento pensó en lo que Arkane, su capitán, le había dicho cuando él le confesó el verdadero motivo de su viaje.
—Volver al pasado siempre es un viaje doloroso, sobre todo cuando el pasado destrozaba tu futuro, un hombre puede volverse loco si no sigue adelante y deja atrás su vida.
A veces el capitán era enigmático en sus afirmaciones. Remo creía comprender la potencia de la frase en su momento, pero cuando de veras contempló el peso de las palabras de Arkane fue después de hacer algo imprevisto. Después de perdonarle la vida a los asesinos de sus padres.