CAPÍTULO 39

Remordimientos

Patrio volvió en sí mientras era transportado ágilmente en la menuda espalda de alguien desconocido. Se sorprendió de la fuerza inusitada de su transporte, que daba saltos y corría como si no percibiese en absoluto el peso de su cuerpo. No tenía más recuerdo que el de vérselas con ese hombre monstruoso, Remo, que lo había golpeado.

¡Era Sala! Su prometida era quien bregaba con él como si fuese una marioneta. Estuvo a punto de preguntar, pero se dejó hacer cuando descubrió que estaban a punto de salir al exterior. Más allá de su cabeza, un medallón luminoso se agrandaba pudiéndose percibir la cegadora iluminación del día. Lo cruzaron y Sala, viendo que estaba consciente, lo depositó con cuidado en el suelo.

Sala y Patrio salieron a la luz que los envolvió por completo y la nieve blanca les pareció una bendición bajo sus pies. Avanzaron hollando el suelo fresco hasta resguardarse tras un parapeto natural de rocas a unos doscientos metros de la boca de la gruta por la que habían escapado. Tenían urgencia por aumentar esa distancia pero sabían que no podrían caminar sobre la nieve sin precauciones. Rasgaron las ropas de Patrio y se liaron telas para que no se les congelasen los pies. Caminaron todo lo rápido que pudieron. El cielo abierto sobre sus cabezas embellecía sus esperanzas de abandonar aquella pesadilla de laberintos de piedra sin ser vistos. Descendieron una ladera helada y después ascendieron por un sendero hasta una pequeña cima desde la que podrían divisar si eran perseguidos. Allí tomaron un respiro atendiendo a las súplicas de Patrio por descansar. La brisa helada silbaba revolviendo el cabello de Sala. Emitió un suspiro cortado y se dobló por la cintura vomitando sobre la nieve. Patrio se acercó.

El joven observó cómo ella estaba llorando con una amargura que jamás había visto posada en los ojos de un hombre o de una mujer.

—¿Qué sucede?

Parecía incapaz de decir palabra, pero hizo un esfuerzo, escupió a la nieve…

—¡Remo se ha quedado allí… Remo se ha quedado allí…! —sollozó casi gritando, enrabietada, golpeando la nieve con sus puños.

Sala sentía que en parte lo había traicionado. No podía evitarlo, pese a que su razón le dijese que había obrado correctamente siguiendo los dictados del propio Remo, verse allí sana y salva sabiendo que los demás habían sucumbido y que el hombre que más admiraba se había sacrificado por ellos… Era horrible tener como último recuerdo esa transformación que lo estaba inundando, la sangre y el sufrimiento. Sintió escalofríos pensando que, a estas alturas, Remo sería una de aquellas abominaciones, una formidable criatura devoradora, esclava de la sinrazón. Pero más temía que aquellos malnacidos hubiesen dado con él. No sería fácil doblegarlo, se cobraría alguna víctima más, pero finalmente acabaría muerto, o esclavizado cuando su cuerpo estuviese desprovisto de ese genio peculiar que siempre lo ayudaba a urdir planes y escapar de los peligros.

La angustia que la asediaba era descubrir lo miserable de la existencia, lo injusto de la suerte. Remo, guardando durante años un tesoro capaz de curar y de convertirlo en molde de dioses, con el tremendo poder que Sala acababa de experimentar, había ido a encararse con aquella maldición que nada se veía afectada por tales dones. ¿Acaso no era ella responsable de su suerte por haberlo empujado a ayudarla en el rescate de Patrio?

—Sala, cariño, no te tortures. Remo hizo lo que pudo, estaba contaminado.

Tardaron medio día en encontrar a alguien en aquellos parajes. Patrio, algo hambriento pero físicamente bien, la ayudó a emboscar a un viajero al que las negociaciones sin dinero no le convencieron. Finalmente Sala, espada en mano, terminó por robarle comida suficiente para buscar la ciudad de Asmón. Allí buscarían un transporte hasta el Paso de los Abismos y de ahí viajarían hacia Vestigia. En cada paso que daba, alejándose de aquel agujero infecto, tenía una sensación desalentadora de desamparo y traición. Remo moriría por su culpa. Él se había sacrificado por ella, le había entregado su espada y gracias a él había escapado de allí, una y otra vez lo pensaba, se le repetía en la cabeza la última mirada de Remo…

Descansaron en un paraje pelado sin nieve, por fin alejados de los desfiladeros de Sumetra, pasado el Valle de las Agujas. Corría un viento gélido aquella noche. Ver las estrellas fue un regalo que les recordaba que habían escapado de un infierno subterráneo. Patrio se le acercó, la abrazó. Tenían mucho frío pese a estar arrimados a una hoguera. Patrio le acarició el pelo de después de dulces palabras intentó besarla.

—Por favor, Patrio, ahora no puedo.

Él se retiró dejándole metros de espacio y ella bendijo su comprensión. No deseaba que nada la distrajese de su pena, deseaba sentir dolor, deseaba esa culpabilidad. Y no dejaba de esforzarse en recordar lo bello y formidable que era Remo, y su triste final. De pronto miró a Patrio a dos metros. La estaba mirando fijamente buscando el permiso de ella para abrazarla de nuevo. No podía. Le repelía la idea de acariciarlo después de los padecimientos, ni besarlo. No dejaba de pensar que Remo había dado su vida por ellos. Cada instante que pasaba comprendía más y alababa los actos de ese hombre. Lo elevaba a la condición de héroe y se lamentaba porque parecía estar evocándolo como a un difunto.

Llegaron a Asmón después de padecer una caminata nerviosa, siempre alerta, siempre sospechando que los seguían. Sala guardó el secreto de la espada de Remo y no dejaba que Patrio la empuñara siquiera.

—Esa espada la manejaré yo mejor que tú —decía Patrio totalmente ajeno al valor de la joya que estaba engarzada en la cruceta.

Sala jamás dejaría que nadie la tocara. Era algo de Remo y la conservaría hasta el final de sus días.

Se hospedaron en la misma posada en la que fueron con Peronio y, al día siguiente, sucedió un milagro, un milagro inesperado.