CAPÍTULO 17

La maldición incurable.

El monstruo

Góler sudaba abundantemente. Los mordiscos del silach lo habían contaminado. Tenía la piel cetrina amarilleándose más a cada instante y una negrura que había nacido en el cuello y que trepaba hasta cubrirle parte de la mandíbula. Lo despojaron de sus ropas y contemplaron cómo la mancha negra descendía sobre el torso hasta el abdomen. Trento andaba revisando los cadáveres de los demás enfermos para asegurarse de que todos estaban muertos. Remo se acercó al joven infectado.

—Tengo frío… —susurraba Góler poseído por una tiritera antinatural. La sangre había dejado de emanar de sus heridas, adquiriendo estas una textura como de vainilla oscura. Como si la maldición protegiese el cuerpo de su víctima.

—Tenemos que quemar este lugar.

Rílmor y Webs, se encargaron de propagar incendios en todas las chozas aprovechando los fuegos de algunas chimeneas. En una explanada adyacente a las cabañas, encendieron una hoguera para calentar a Góler alejado del fuego del campamento.

Remo miró la piedra de su empuñadura. Se extendía una luz roja en su interior. Estaba dudando. No sabía qué hacer. No deseaba usar la piedra a la vista de los demás. Todos estos años la había ocultado tratando de no propagar leyendas. Mataba a quienes contemplaban sus milagrosos poderes, pues solían ser enemigos contra los que combatía. Minimizaba los testigos de sus proezas. Hasta el momento había tenido suerte y los testigos a los que Remo salvaba de la muerte muchas veces no identificaban sus prodigios con la piedra negra y fea que adornaba su espada, pensando que él era un enviado de los dioses. A él no le gustaba esa condecoración y solía marcharse rápidamente de los lugares donde se viese obligado a usar la energía de la joya. Sabía que Sala sospechaba algo. La había curado del envenenamiento de la vainilla de maísla hacía un año. Trento y Lorkun, que llevaban años admirando proezas que un humano corriente jamás podría haber realizado, también albergaban dudas seguramente sobre algo misterioso en Remo, pero él estaba convencido de que desconocían que la piedra que portaba fuese la última causa del éxito de batallas y lances. Remo pensaba con tristeza que lo admiraban como se admira una cáscara reluciente en un fruto podrido.

Góler comenzaba a tener convulsiones. Remo no se decidía, si no usaba la piedra, se verían obligados a matar a Góler que, por otra parte, manifestaba una rápida reacción al mal de los silachs. La velocidad con la que lo estaba transformando se mostraba más en sus temblores que en el cambio en sus facciones.

—¡Sala, ven! —llamó Remo. Necesitaba su ayuda para que los demás se ocupasen en algo y dejasen de mirar a Góler.

—¿Qué quieres? —preguntó la mujer.

—Necesito tu ayuda. Quiero que todo el mundo apague rápidamente los incendios mientras yo intento ayudar a Góler. Si los nurales ven las columnas de humo negro sabrán que estamos aquí…

—Remo estoy segura de que saben que pasaríamos por aquí…

Remo sonrió por la perspicacia de la chica.

—Bueno, apagadlos para no darles más pistas sobre nuestra suerte en la emboscada.

Sala asintió. Lo miró con cierta inquietud en los ojos.

—Te noto extraño. ¿Qué pasa?

Sala y sus preguntas.

—¡Puedes por una vez en la vida hacerme caso sin preguntar nada!

Sala se giró indignada y comenzó a comunicar la orden. Jortés no pareció darse por aludido, pues miraba fascinado cómo el rostro de Góler se contraía. Quizá comprobaba los estragos que transformaron a sus niñas, como necesitando una explicación visual del horror.

—Jortés por favor, necesito tu ayuda —lo apremió Sala.

Remo agradeció a la chica su buen hacer y se acercó a Góler. Rápidamente colocó una mano detrás de su nuca. El chico rugía como un perro y varios dientes poseían ya un aspecto extraño como si estuvieran ensanchándose las encías y comenzasen a estirarse.

—Góler mira mi espada…

Góler miró la piedra. De pronto se detuvieron todos sus estertores. Su cuerpo se quedó inmóvil. Remo bendijo su regalo divino, sintiéndose diminuto, cercado por el aliento de la diosa Okarín. En su fuero interno había temido la reacción entre la energía de la piedra y la maldición. Ni tan siquiera se había planteado usar la piedra con los moribundos del poblado y, ahora, comenzaba a pesarle la conciencia. ¿Podría haber salvado a alguno de aquellos desdichados? La piedra funcionaba. Al menos, eso pensó al principio…

Remo retiró la espada cuando vio que la luz roja se había extinguido por completo en la joya. Secó el sudor de la frente de Góler y, entonces, notó cómo le agarraba por la muñeca…

—Quiero ver la luz otra vez Remo… —susurró Góler con la voz tomada. En el tono de sus palabras podían adivinarse altibajos estridentes, como si estuviese poseído por algo maligno. Le costó soltarse de su mano.

Remo se colocó a uno de sus flancos para contemplar su rostro. Deseaba comprobar si había perdido los matices de la maldición. Los ojos de Góler brillaban con una luz blanca, como si fuesen perlas alumbradas por el amanecer. Unos colmillos desproporcionados atravesaban su boca hasta derramarse en sus labios. Sus incisivos, más delgados crecían a simple vista. De repente se ensanchaba su cuerpo crujiendo como si sus costillas se partiesen al hacerlo. Remo comprendió rápidamente. La piedra no había curado a Góler… ¡Estaba ayudando a su transformación!

—¡Venid aquí! —gritó Remo, que sabía que necesitaría ayuda para acabar con Góler.

El muchacho se incorporó lentamente hasta estar sentado. En sus manos ya habían crecido las uñas.

—¡Maldito seas Remo! ¡Qué me has hecho! —gritó con una voz grave, antinatural, mientras su cuerpo seguía creciendo. Formulaba ruidos cavernosos de huesos removidos y músculos atirantados.

Remo no vaciló, avanzó su espada en ristre y atravesó su cuerpo. Góler se retorció en el suelo y pateó el pecho de Remo, que perdió el asidero de su espada por la violencia de la patada. La fuerza del golpe hizo comprender a Remo que Góler no solo se estaba transformando a un ritmo aún más rápido, sino que también había absorbido la fuerza de la joya. Remo salió varios metros catapultado hacia atrás.

Góler se puso en pie de un salto y sacó la espada de su cuerpo como si no sintiera el más mínimo dolor. La herida desapareció milagrosamente. Trató de hacer puntería lanzando la espada contra Remo. Afortunadamente falló. Los demás acudieron rápido en ayuda de Remo. Nada más contemplar cómo Góler había crecido medio metro, con la cara cubierta por la mancha oscura, los dientes ya mucho más desarrollados, el rostro deformado por la ferocidad, se quedaron como estatuas, sobrecogidos.

Góler se retorcía entre rabia y dolor. Toda su piel se volvía negra a mucha velocidad. La nariz se contraía y erizaba sus aletas, ahora más anchas, hasta convertir sus agujeros nasales en dos rajas verticales semejantes a las pupilas de una fiera, por las que el cuerpo inspiraba sonoramente grandes cantidades de aire. Pero eran sus ojos lo que más asustaba. Brillaban como los de un gato alumbrado en la oscuridad, sin estar en la penumbra, congelaban el alma. Su piel no tornó al blanco, como en el anciano, se quedó en pellejo gomoso negro, como el lomo de un toro sin pelo. Su aspecto era tan terrible que habría infundido temor con la simple visión de un retrato. Sus fauces se abrían más, ajándose la piel de la cara a causa de los dientes que, desordenados, pedían paso hacia el exterior.

Góler rugió y saltó hacia ellos como un lobo gigante. Lo esquivaron como pudieron rodando por el suelo y tratando de estar lejos de sus garras. Trento lanzó varios cuchillos desde un flanco. Quedó sorprendido cuando vio que sus armas rebotaban en la piel del monstruo sin clavarse siquiera. Góler lo miró y trotó hacia él como un animal salvaje. Trento logró apartarse en el último momento. Desenvainó su espada y trató de hincársela. Pero Góler sujetó la espada de Trento como si fuese un palo asido por un niño. Se la arrebató de las manos y se puso a dos patas mostrando su envergadura descomunal. Pateó el cuerpo del soldado. Al igual que Remo, Trento salió volando después de recibir el severo puntapié. Tuvo peor suerte que Remo, pues acabó chocando contra una de las chozas, sobre una pared de cañas que lo ensartaron en el costado.

La fuerza de Góler parecía no tener límites. Intentando destrozar con sus zarpas a Jortés, destruyó la mitad de una de las cabañas en llamas, tras la que el campesino fue a esconderse. Los maderos pesados salían volando como hojas secas, crujiendo por los zarpazos.

Sala agarró su arco y se tomó su tiempo mientras Góler sembraba el pánico. No podía fallar, pues pocas flechas conservaba ya en su aljaba después del ataque de los férgulos. Estiró su brazo, acomodó el cuerpo, respiró hondo y suavemente soltó la flecha para dejar que volase hacia el lugar concreto donde ella adivinó que iría la cabeza de Góler. Falló un poco su predicción. Ella pensó que clavaría su flecha en la sien izquierda de Góler y, sin embargo, la flecha atravesó uno de sus ojos. La bestia chilló, pero no murió en el acto como habría muerto cualquiera después de que la punta de una flecha se pasease por el interior de su cabeza entrando por la cuenca de uno de sus ojos. Se retorcía pero seguía en pie.

—¡El otro ojo! —gritó Trento, malherido, tendiendo en su mano uno de sus cuchillos a Remo—. ¡Déjalo ciego y así acabaremos con él!

Al igual que la energía de la piedra había acelerado su transformación y lo había hecho crecer, dotándolo de una fuerza extraordinaria, parecía que ya no era invulnerable. La herida del ojo manaba sangre sin parar. Remo sabía que la piedra era caprichosa en sus efectos, dependiendo del individuo que miraba su luz. Esa flecha de Sala no se hubiera clavado si aún mantuviese el aura protectora de la energía.

Remo nunca había tenido puntería con los cuchillos como Trento y muchísimo menos que Lorkun, el maestro de maestros. Así que decidió que debía asegurarse de no fallar. Con el cuchillo de Trento en la mano corrió alrededor de la bestia desde el flanco por el que no veía gracias a la flecha de Sala. Los demás entendieron su propósito, así que jalearon al engendro para que no detectase a Remo. Saltó a la espalda de Góler y clavó allí el cuchillo de Trento para no caer. Agarró con la otra mano el pelo grasiento recién nacido en el cuerpo del monstruo y se izó mientras soportaba los movimientos bruscos de Góler, que ahora trataba de aplastarlo yéndose de espaldas contra una de las chozas en llamas. Remo tomó aire como si fuese a bucear y aunó todas las fuerzas que le quedaban para llegar hasta el cuello de la bestia. Lo rodeó con uno de sus brazos y después con la otra mano clavó el cuchillo de Trento en la nuca de Góler. Ahora una de aquellas manos terribles trataba de cazarlo para apartárselo como si fuese una ardilla molesta. Góler rugía de dolor y la cuchillada lo clavó de rodillas. En un estertor violento cazó uno de los brazos de Remo con una de sus garras y lo lanzó lejos como si fuese un hombrecillo de paja, de los que fabrican los juglares para sus representaciones.

Sala vio la caída de Remo mejor que nadie. Rezó a los dioses para que la nieve hubiese amortiguado aquella mala postura. Corrió hacia él, que había quedado sepultado parcialmente en el suelo blanco.

—¿Estás bien? —le preguntó al hombre. Comenzó a preocuparse cuando su pregunta no fue contestada. Se subió a horcajadas sobre él, apartó los mendrugos blancos, la escarcha de su rostro, y le abofeteó la cara con desesperación.

—¡Remo, Remo! —gritó Sala, pero Remo no respondía a sus bofetadas. Le pegó más fuerte y por fin abrió los ojos.

Había estado un pequeño espacio de tiempo inconsciente. Sentía dolor en su mejilla. Sala estaba echada sobre él y parecía dispuesta a volver a abofetearlo.

—Estoy bien, bestia, no más bofetadas.

Sala rio y su risa despertó un dibujo positivo en los labios del hombre.

—¿Me dejas respirar preciosa? —preguntó Remo con sarcasmo. Sala recordó que estaba sentada sobre él y se apartó con rapidez.

Se quedó allí tendido un tiempo, mirando cómo gestionaban sus compañeros los vestigios del desastroso encontronazo con la maldición en la aldea, arrastrando el enorme cuerpo de Góler inerte ya, hacia una de las enormes hogueras. Se irguió viendo el cadáver del monstruo ardiendo junto a la choza. Sala volvió para explicarle.

—Lo están quemando, ¿te encuentras bien? ¿Te ha herido? ¿Estás escuchando mi voz? ¿Esta sangre es tuya? —Las preguntas de Sala fueron demasiado rápidas. Remo sentía dolor de cabeza.

—Estoy bien. Esta sangre no es mía. Tus bofetadas me resucitaron.

Remo buscó en su brazo los temidos arañazos emponzoñados pero estaba intacto.

—Ayúdame a buscar mi espada… ¿quieres?

Sala asintió y lo ayudó a levantarse. Estaba mareado. Seguramente se habría golpeado la cabeza en la caída. Sala lo ayudó a caminar pasando debajo de uno de sus brazos y cargando con él. Era menuda en comparación al hombre, pero su resolución le otorgaba fuerza suficiente como para obligarlo a andar.

—Gracias, Sala, puedo hacerlo yo… ¿Ves mi espada?

—Sí, ahí está.

La espada estaba clavada en la nieve. Remo asió la empuñadura, la extrajo y, entonces se dio cuenta…

Como una media luna, en su mano derecha, entre el pulgar y su dedo corazón, en el dorso, ondulada por los tendones tensores de los dedos, había una delgadísima línea roja, invisible en un vistazo rápido a la mano, con un perfil verdoso casi inapreciable. No quería creerlo, no podía ser cierto, pero por más que se lo negase a sí mismo… estaba contaminado por la maldición silach.