CAPÍTULO 40
La decisión
—Despierta, Sala.
Con dolor de cabeza, pensó que Patrio la espabilaba para emprender camino, para continuar el regreso desolador hacia Vestigia pero, de pronto, su mente razonó ese tono de voz elegante…
¡Era Lorkun!
—¡Lorkun, por todos los dioses, Lorkun!
Con una sonrisa en el rostro, vestido con un jubón elegante del que nacía una capa de viaje amplia, Lorkun la miraba con su único ojo sano. Sala miró el parche grisáceo con el que tapaba su otro ojo, como para cerciorarse que realmente era él y no un espejismo, un sueño demasiado real en el que estuviera navegando. Lo abrazó tan fuerte, que su amigo sintió dolor.
—Seguí las indicaciones de Trento. Ahora ha ido a comprar unas mulas para regresar a Vestigia.
—¡Trento también está aquí!
Sala tuvo que apretarse con una de sus manos el pecho, porque pensaba que podría salírsele el corazón de su interior de tanta felicidad. Trento, Lorkun, ¿qué más podía pedir aquella mañana?
—Sí. Tenemos salvoconductos para regresar por el Paso de los Abismos. Cuando el Rey de Nuralia, Deterión, se enteró del secuestro de Patrio, decidió otorgar a Lord Véleron más salvoconductos. Y ofreció un embajador para buscar una salida al conflicto. Dijo que investigarían vuestro paradero. Supongo que no podíamos esperar tanto… Trento me guio hasta aquí. Estábamos preparándonos para avisar al embajador y que el Rey Deterión nos concediera una intercesión con ese Blecsáder… No pensábamos que tendríamos la suerte de encontraron aquí.
Sala asentía ante todas esas noticias. Lorkun hizo una pausa.
—Háblame de Remo. ¿Es cierto que está muerto? Eso nos ha dicho Patrio. Asegura que acabó por convertirse en un silach…
La mujer contuvo la respiración un momento. Se estiró en la cama, y se incorporó.
—Yo no lo vi morir… —alcanzó a decir con un tono de voz mucho más apagado que el de antes, impregnado de desazón—. Pero es lo más probable.
Lorkun dejó las sonrisas a un lado cuando preguntó por su amigo. Sala encontró fuerza en las nuevas alegrías para no llorar, y poder contar lo que le había sucedido a Remo. Pero terminó derrumbándose. Habló a Lorkun de lo sucedido en el lamentable tiempo en que estuvieron recluidos en Sumetra. Sintió escalofríos recordándolo todo y una amargura densa, intragable, volvió a agobiarla desde el estómago. Como si su garganta deseara replegarse. Le costaba trabajo respirar bien.
—¿Y cómo tienes este aspecto?
—Me pegaron, fue horrible.
—¿Te pegaron? No lo aparentas.
Sala, como para comprobar a qué se refería Lorkun, buscó un pequeño espejo que tenía la habitación en una pared. No tenía ni tan siquiera ojeras, ni rastro de las heridas. Su cutis lucía una tersura especialmente saludable. Incluso no tenía el típico rostro desencajado por la vigilia y el hambre padecidos. Recordó entonces que había estado bajo los efectos de la piedra.
—La piedra… —susurró Sala.
Sala narró suspirando el porqué de su recuperación milagrosa y, este tema en particular, llamó mucho la atención de Lorkun, que pidió a Sala que le mostrase la piedra de poder. Ella lo hizo. Sabía que Remo le había dicho que lo mantuviese en secreto, pero no tenía fuerzas, necesitaba el apoyo de Lorkun.
—Vaya. Esta piedra, dices que te curó las heridas, que te la dio Remo.
—Sí. Me ayudó a escapar de forma extraordinaria.
—Formidable. Tuya es la gracia del agua y todas las cosas puras, señora Okarín —dijo Lorkun con aire de bendición—. Esta piedra ha sido el gran secreto de Remo durante estos años. Ahora comprendo muchas cosas, Sala, nuestro amigo es una caja de sorpresas.
La verdad es que a Sala le molestó el interés desmedido que Lorkun mostraba por la gema oscura. Lo importante era la desgracia de Remo, no su maldita piedra. Lorkun siguió inspeccionándola y después se la entregó a Sala. Con una sonrisa dijo:
—¿Recuerdas el motivo de mi partida? ¿Recuerdas por qué decidí marcharme? Llévame hasta Sumetra. Tengo el remedio para curar la maldición silach.
Sala al principio pareció incrédula, como si fuera una broma. Después se puso tan contenta que saltó de la cama y fue a buscar a Patrio, que estaba abajo tomando una pinta junto a la chimenea de la posada. Le pidieron salir del local para hablar de forma más privada.
—¿Estás loca? Moriremos si volvemos allí. ¿Olvidas a Blecsáder y sus hombres, a esos malditos monstruos? —comenzó a protestar Patrio—. Sala, entiendo que Remo era tu amigo, pero tú misma lo has dicho… se ha quedado allí, en el agujero infestado de esas criaturas. ¡Demonios, si hasta él mismo se ha convertido en una de esas cosas!
Sala trató de hablar de forma pausada, pero la ira consumía sus facciones.
—Tú no lo comprendes, Patrio. No puedo abandonarlo a su suerte. Lorkun tiene un remedio.
—Lorkun tiene un remedio para los vivos, Sala, es imposible que siga vivo. Vamos, tú y yo aún tenemos un futuro, un futuro mucho más esperanzador. Sala, confía en mí, te alejaré tanto de esta pesadilla, te colmaré de tantas luces, que olvidarás estas sombras aunque sea la última cosa que haga en mi vida.
Sala lo miraba y sus palabras caían como piedras fuera de un estanque. Sentía profundamente que Patrio se equivocaba. Su intentos por persuadirla le parecían como de otra época, rescatando sentimientos antiguos, cuando el encanto de Patrio tenía efectos estimulantes en su fuero interno, y comprobaba sin error que ahora sus palabras eran como razones transparentes, como inútiles excusas, pretensiones de una vida llena de lujos, una vida cómoda y ahora lejana, falsa y carente de todo sentido. Recordó a Remo, como si lo tuviera delante, fingiendo esa indiferencia tan propia de él, esos ojos enfadados, se acordó de su rostro golpeado, de su aspecto cuando ya era más bestia que humano… Si había una mínima oportunidad de volver y salvarlo, por muy remota que fuese, debía hacerlo. Era algo más que un deber moral. Estaba segura de una cosa: Remo volvería a por ella aunque no existiese tal posibilidad. Remo jamás la dejaría sola pudriéndose en aquel inframundo. Si estaba muerto, recuperarían su precioso cuerpo y le darían sepultura con un saco de seda como a las personas decentes que merecían digno sepulcro. ¡Por todos los dioses, tenía que volver!
Miró a Lorkun, que guardaba una distancia prudencial, dejando a la pareja discutir con cierta privacidad, pero apremiando con su mirada la decisión final de Sala. Apretó los puños y se recompuso.
—Patrio… Remo está en ese agujero por salvar tu vida. Es más… Remo está ahí, por mí. Porque yo le pedí que te rescatase.
—Vale, Sala. La vida es así, hay que tomar decisiones duras. Pero estoy seguro de que Remo agradecería mi decisión. Él no se ha esforzado tanto para que ahora todos volvamos y acabemos muertos. ¿Te lo imaginas? Volver y acabar allí…
—Lo siento, Patrio, si no quieres venir con nosotros lo entenderé, pero yo voy con Lorkun.
—Ven conmigo, insisto —dijo Patrio tratando de ser persuasivo pero dejando claro que él no los acompañaría—. Esto es una pesadilla de la que despertarás si vienes conmigo. Eres mi prometida. —Pero la mujer se había reunido ya con Lorkun y recopilaba sus enseres para partir. Eso fastidió en exceso a Patrio—. ¡Haz caso de tu futuro esposo! ¿Me dejarás volver solo? ¿Qué podré decir sobre nosotros? Nos habíamos prometido, te llevé a mi casa con mi familia… ahora todo es diferente. No hagas esta locura que pretendes o lo perderás todo. Estoy seguro de que ese hombre ya está muerto.
—Adiós, Patrio —dijo ella con tono fúnebre.
—¿Me vais a dejar volver solo desde aquí?
—Trento está consiguiendo transporte, te acompañará. Él te llevará de vuelta a Vestigia, con los salvoconductos no tendréis problemas —concluyó Lorkun.
Sala no giró su cabeza para ver el rostro contrariado de Patrio. Cada comentario que aumentaba la espera la encendía de cólera. Sentía que su amor por él definitivamente había muerto. Pensaba de repente que era algo nimio e insignificante comparado con la misión de rescatar a Remo. De hecho se reconocía decepcionada con el noble, pero ni tan siquiera sentía que esto fuese a colmarla de desazón. Ahora todo giraba entorno a su regreso a Sumetra.
Se alejó con Lorkun y sintió liberación. Pensándolo con frialdad, descubrió que lo sabía desde hacía mucho… Sí, desde que Remo había aparecido de nuevo en su vida, como nace un presentimiento, como se recupera la fe… Ella, en el viaje hacia las pesadillas en que se había convertido el rescate de Patrio, había recuperado un sentimiento mucho más fuerte, mucho más puro que el amor cómodo y amable que había sentido hacia Patrio en aquellas citas placenteras, de lujo y distracciones. Todo se definía con palabras simples: estaba dispuesta a morir por Remo. Sí, aunque él ni siquiera la correspondiese, aunque ella no aspirase a poder compartir su vida con él. Esa era la verdad. Todas esas peleas, esas discusiones, todo lo odioso que podía resultar Remo a veces, todos los defectos que ese hombre tenía podía perdonarlos si al menos tuviese la oportunidad de volver a verlo. Se conformaba con volver a verlo, con darle la cura de su mal, aunque ello significase que después él se volviese a marchar, aunque él no la amara. El único acto de amor que ella podría hacer ahora era tratar de sacarlo de Sumetra… vivo o… Prefería no pensar en otra posibilidad. Estaba dispuesta a todo.
Ascendieron a las montañas con energías renovadas. Lorkun caminaba recio y parecía no fatigarse, y ella parecía conservar algo de las energías de la piedra porque le seguía el paso con brío y ganas de aumentar el ritmo. Tal vez estaba espoleada por los deseos de salvar a Remo.
Por los desfiladeros de las montañas recordó la ruta hacia Sumetra. Anochecía cuando descubrieron en un risco a varios hombres arrimados a una fogata. Se ocultaban con capas de viaje, pero Sala reconoció las protecciones bajo las capas, los petos y algunos símbolos…
—Son hombres de Blecsáder —dijo ella.
Lorkun revolvió entre sus cosas y sacó de un zurrón una pequeña pluma negra y un tarrito de tinta.
—¿Qué haces?
—Ahora lo verás.
Se remangó hasta los codos y comenzó a pintarse en el antebrazo extraños símbolos. Sala desenvainó la espada de Remo de una funda que habían comprado en Asmón. No sabía lo que pretendía Lorkun, pero si alguno de aquellos hombres se alejaba de la hoguera, lo mataría sin vacilar para poder cargar la piedra. Habían estado hablando largamente sobre cómo abordar el peligro al que se enfrentaban y la conclusión a la que habían llegado era que, para entrar en Sumetra con ciertas garantías de éxito, lo mejor era conseguir que la piedra estuviese cargada. Toparse con hombres de Blecsáder era una de las pocas oportunidades que se les presentaría para lograrlo.
—Voy a darte oportunidad de cargar la piedra, pero déjame terminar esto —susurró Lorkun atareado en sus dibujos extraños.
En las manos, los dibujos se volvían más minuciosos. Lo más difícil fue cuando tuvo que dibujar con la mano izquierda sobre la derecha. Se le veía más torpe así.
—¿Para qué sirven esos trazos que te haces?
Lorkun guardó la pluma y taponó el tarrito. Extrajo un papiro de la misma alforja y comenzó a comparar los símbolos que acababa de dibujarse con los del rollo de papel. Contaba solo con la luz de la hoguera de los soldados de Blecsáder, así que no estaba seguro de haber hecho los dibujos correctamente.
—¿Qué haces? —preguntó Sala cansada de esperar—. Si tuviera mi arco…
Lorkun sacó un cuchillo de su zurrón. Lo posó en la palma de una de sus manos pintadas y balbuceó en un tono de voz gutural muy alejado del candor que siempre poseía el habla de Lorkun. A Sala le sonó parecido a esto:
—Elroidrim Kaermenio Ferrucaim Morrrrrgen… invoco la maldición Perfidia.
El cuchillo comenzó a flotar en la mano de Lorkun, y una lucecita verdosa lo rodeó. Sala estaba boquiabierta, mirando la magia invocada por su amigo. La luz se volvió más intensa hasta que se apagó. A simple vista nada había cambiado…
—No funciona… —dijo Lorkun sumido en profundos pensamientos.
—¿Qué es lo que no funciona?
El hombre volvió a la plumilla y la tinta y repasó los trazos de los dibujos, después repitió.
—Elroidrim Kaermenio Ferrucaim Morrrgen… Perfidia.
Nuevamente la hoja metálica flotó en la mano de Lorkun y aquella luz verde emanó de él. La luz comenzó a hacer espirales hasta que pareció resumirse sobre el cuchillo. Se apagó, pero esta vez el metal se había tiznado de forma peculiar. Era negro como un carbón.
—Acerquémonos… —susurró Lorkun.
Treparon a un altozano para emboscar desde arriba a los de la fogata, que ya andaban a punto de dormirse. Lorkun estiró su brazo y el cuchillo ennegrecido por la magia silbó en la noche hasta clavarse en la espalda de uno de los hombres. La puntería del cuchillero no sorprendió a Sala, pues había oído hablar de él, pero los efectos de la cuchillada, la dejaron estupefacta.
—Espero que salga bien… es la primera vez que lo hago, y no sé si habré acertado bien con los símbolos.
El hombre que tenía el cuchillo en la espalda clavado no se inmutaba, parecía no darse cuenta de que acababan de apuñalarlo. Seguía en su tedioso parlamento con los demás. Lorkun comenzó a hacer gestos con las manos y a pronunciar más palabras de aquellas y, de repente, el soldado se levantó y desenvainó su espada. Los otros lo miraron sorprendidos.
—¡Ahora, Sala! —gritó Lorkun y, lo sorprendente es que también lo gritó el tipo que enarbolaba su espada contra sus compañeros.
Sala vio aterrada cómo Lorkun profería movimientos de espada al aire, con las manos vacías, con su único ojo ido, prácticamente en blanco, mientras el hombre repetía sus movimientos. Estaba poseído por Lorkun. Sala decidió atacar. Bajó al terraplén que precedía al improvisado campamento. Se acercó a la hoguera y clavó la espada en uno de aquellos soldados, a placer, pues estaban distraídos defendiéndose de la locura de su compañero. Lo peculiar es que el tipo poseído le habló a ella como si fuese Lorkun.
—Sala, vuelve conmigo en el risco. Deja que se cargue la piedra mientras yo acabo con ellos —pronunció la víctima de la maldición de Lorkun.
Sala, asustada por ver el poder tenebroso que usaba su amigo, se alejó de la hoguera. El tipo lanzaba mandobles por doquier, mientras sus compañeros sufrían sus envites. Quedaban dos, teniendo en cuenta que Sala acababa de eliminar a uno. El que controlaba Lorkun luchaba mal y lo habían ensartado ya varias veces, pero no moría, ni mostraba fatiga. No dejaba de luchar, pues aún seguía expuesto al control de Lorkun. Por fin logró matar a uno de los dos soldados, atravesándolo de parte a parte. En ese momento el último de los hombres de Blecsáder aprovechó la oportunidad y le cortó la cabeza.
—¡Aaagh! —gritó Lorkun tambaleándose—, ¡no veo! Perdió la conexión con el cuerpo que se desplomó al instante.
—¿Qué diablo se oculta en la oscuridad de esta noche? —gritó el guerrero presa del pánico—. ¡Senitra, acaso no sabes que soy tu siervo!
Un cuchillo silbó rajando la brisa nocturna hasta hundirse en el cráneo del desdichado. Lorkun tenía una puntería endiablada, pensó Sala, que agradeció que esa cuchilla no estuviese poseída por ninguna invocación extraña. Aquellos poderes le infundían temor.
—¿Estás bien? —preguntó Lorkun, que descendió por el terraplén.
—¿Qué demonios ha sido eso? ¿Te has convertido en un maldito brujo?
—Veamos cómo está la piedra.
Acudieron junto a la hoguera. La piedra estaba cargada.
—¿Cómo has conseguido hacer eso, Lorkun?
—Te lo contaré cuando hayamos retirado los cadáveres y estemos arrimados al fuego…
Ya más tranquilos, después de apartar los cadáveres, Lorkun narró con su voz hipnótica todo lo sucedido en la isla de Azalea. De cómo se enfrentó a las tres pruebas de Kermes…
—Yo pensaba que estaba derrotado… Esa tercera prueba me había vencido, sí. Estaba tan cansado ya…