CAPÍTULO 21
El plan de Remo
Varios días después de la partida de Trento, habiendo descendido por fin de las montañas de La Serpiente, atravesaron veredas colmadas de nieve. Acampar y recompensarse con un descanso, exhaustos, en las estepas, en las estribaciones nevadas de la provincia más extensa de Nuralia conocida por el nombre de Nurea, fue una decisión que todos acogieron con alegría. Prendieron una hoguera generosa, gracias al hallazgo de un árbol viejo que cuartearon sin mucho esfuerzo. Dispusieron una comida frugal, agotando la reserva de frutos secos y empezando el último lomo curado. Si algo les sobraba por doquier era agua y bebieron a gusto derritiendo nieve junto a la hoguera. Los pellejos de vino estaban secos, pero no lo echaron en falta. Remo comprobó el estado de su mano, que cada vez adoptaba una tonalidad más negra.
La jornada había sido dura. Acarrear los cofres comenzaba a ser una pesadilla. Remo sabía que estaban ya cerca de entrar en la zona más peligrosa. Donde en cualquier momento podrían verse sorprendidos por su enemigo misterioso. Recordaba lo duros que eran los «destructores» nurales en las batallas de la Gran Guerra. Pero más que eso, le preocupaba la capacidad negociadora que tendrían llegada la hora de afrontar a sus enemigos. No era gente fácil para los pactos. Llevaba rondándole una idea varios días. Le preocupaba asegurar la negociación. Había pensado en las posibles soluciones y solo se le ocurría una: enterrar los cofres en un lugar seguro.
Había imaginado cientos de veces la posibilidad de que los atrapasen. Si los sorprendían albergando la moneda de cambio con la que pretendían salvar a Patrio, estaba bien claro que los matarían, se quedarían con el oro y seguirían chantajeando al noble por el rescate de su hijo. Remo tenía la convicción de que debían esconder todo el oro e ir a negociar con las manos vacías. Si tenían oportunidad de sacar a Patrio sin pagar, pues mejor. Si debían negociar, ahí surgía un problema inmediato. Si esos tipos eran la mitad de crueles de lo que estaban demostrando ser, estaba seguro de que tratarían de obligarlos a confesar dónde estaba la recompensa sin negociación alguna y, si torturaban a cualquiera de los integrantes del grupo, conseguirían saber el lugar exacto fácilmente. No pensaba que Mercal o el mismo Rílmor, por muy bañados en honores y regadas sus venas de sangre ancestral, fuesen a resultar valientes llegado el momento. Remo llevaba pensándolo todo minuciosamente y encontró una solución: debía enterrarlo él, sin que los demás supieran dónde estaba.
Esa noche dispondría de una buena oportunidad. Necesitaba quedarse a solas para poder enterrar los cofres en un lugar seguro y, precisamente esa noche compartía guardia con Sala. Necesitaba tiempo a solas. Después de mucho pensarlo, solo se le ocurrió una idea extraña para conseguir que ella se ausentase un rato y tener tiempo de llevarse los cofres para enterrarlos: debía provocar una pelea con la mujer.
—Me ha dicho Rílmor que… ¿hoy compartimos guardia? —preguntó Sala.
Remo asintió. Los demás se acomodaban ya para dormir, cobijados muy cerca de la hoguera.
—¿Crees que es peligroso que hayamos encendido una hoguera ahora que estamos en territorio enemigo?
Remo miraba la oscuridad blanquecina de los parajes circundantes. La nieve confería cierta iluminación extra hasta que llegaba a fundirse con la oscuridad en la distancia. Era una noche sin viento, muy silenciosa. Estaba nervioso. Debía ser una pelea suficientemente fuerte como para que la mujer quisiera tomar un respiro lejos de allí. Tiempo suficiente para que él sacase los cofres del campamento. No se alejaría mucho, pero trataría de esconderlos bien.
Sala se acercó a Remo y se sentó junto a él. Usaba pieles para no sentir frío en la espalda. Debía de tener el trasero congelado porque copió al hombre que estaba de espaldas a la hoguera.
—¿Qué te pasa Remo? Te noto raro.
—No me pasa nada.
Sala lo miraba con cautela. Él deseaba disimular bien y evitó mirarla directamente a sus ojos hermosos. Remo habría deseado otro plan que evitase el teatro, pero no se le ocurría nada. Pronto comenzaron a escucharse los ronquidos de los demás y sintió que no poseería otra oportunidad como aquella en días, y cada jornada aumentaba el peligro de ser emboscados y perder la capacidad negociadora de tener el oro a buen recaudo.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó Sala.
Sala y sus preguntas. Siempre interesándose por lo que pasaba por su cabeza. Normalmente esas preguntas fastidiaban a Remo y solían desembocar en peleas entre ellos. Pero ahora esa pregunta no enturbiaba el ánimo de Remo, no lo molestó en absoluto y… lo peor, era que tenía que fingir que sí.
—¿Tengo motivos para estar enfadado contigo? —preguntó él forzándose a usar un tono brusco. Lo cierto es que no le costaba mucho esfuerzo hacerlo porque solía estar de mal humor constantemente. Poco a poco entendió el camino que debía seguir para sacarla de quicio. Se dejó llevar por su instinto.
—No, que yo sepa no, pero si los tuvieras no estoy segura de que los compartieses conmigo. Eres hermético.
Remo se giró hacia el fuego y repasó el sueño de todos los que había acostados. Era una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla. Sabía que podía conseguir que ella se fuese un rato. Le desagradaba la idea de tener que hacerle daño, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Pedirle por favor que se marchase del campamento unos instantes mientras él hacía algo que no podría contarle qué era? Sala no era mujer precisamente fácil de convencer para ocultaciones como aquella. Le exigiría explicaciones. ¿Contarle la verdad? Remo no deseaba que ella compartiese su carga. Si alguien debía ser objeto de torturas, ese debía ser él, puesto que su vida ya no tenía sentido, abocado a la transformación, a la muerte. Remo había barajado otras opciones, como esperar a hacer guardia con otro, con Peronio por ejemplo. Cuando estuviese suficientemente fumado golpearlo en la cabeza o algo así, pero su viejo amigo hacía días que no fumaba y en las guardias parecía estar más fresco que en las caminatas. Por otra parte, golpear a un hombre en la cabeza siempre era mal asunto. Podía hacerle más daño del necesario. Había conocido casos en los que por dar una broma, gente inexperta, normalmente soldados novatos, habían matado a alguno de sus compañeros pretendiendo mandarlos un rato a dormir con un golpe en la cabeza. Los juglares y los actores en los corrales de teatro solían escenificar golpes mágicos, incluso con un rodillo de amasar pan, en los que las víctimas caían amablemente fulminadas por el dulce sueño cuando eran golpeadas en la cabeza. En la realidad, para hacer que un hombre se desmayase había que pegarle un porrazo tremendo y esa pérdida de consciencia podía llevarlo incluso a la muerte.
—Todos duermen… —aseguró la mujer, después del silencio.
—¿Te importa realmente si estoy enfadado contigo? —preguntó él de repente.
—Sí.
Remo la miró directamente a la cara.
—No te entiendo, Sala.
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó ella extrañada.
—No sé qué pasa por tu cabeza. ¿Qué pretendes con todo esto? ¿Qué pretendes de mí? Siempre preguntándome si estoy bien o mal, siempre acechándome en las hogueras…
Sala tragó saliva.
—Remo, no sigas, tengamos la fiesta en paz.
—Es que no comprendo tu actitud. Si todo sale bien, dentro de unos días estarás abrazando a Patrio Véleron, tu prometido. Tu amado Patrio…
Sala se contrajo al escuchar a Remo nombrarlo con desprecio. Pero no añadió nada. Remo decidió ir más lejos…
—¿Realmente me quieres decir que yo te importo algo? —preguntó Remo levantándose.
—¿Por qué me preguntas eso? Sí que me importas. Eres un buen amigo. ¿Qué demonios te ocurre?
Remo la veía sorprendida. Sabía que debía ser más cruel. Debía sacarla de sus casillas. Apretó los puños haciéndose daño y continuó.
—Maldita sea, Remo, habla claro —pedía la mujer.
—No necesito que te intereses por mí, ni que disimules. No quiero tu maldita compasión. ¿Crees que soy imbécil? Tú me utilizas para que rescatemos a tu querido Patrio… Pero en realidad yo no te importo más que cualquier soldado de la guardia de los Véleron.
Sala se puso roja azorándose como primer síntoma de indignación.
—Sala, hace un año ya de los viejos tiempos de los que siempre hablas, entonces tú estabas deseando que yo no me fuera, que volviese pronto. Estabas encaprichada conmigo, ¡dime que no es cierto! ¿Te faltó mucho para seducir a Patrio después?
—¡Remo, basta!
—Dímelo, ¿cuánto tardaste en caer en sus brazos? Un noble rico como Patrio. Estoy seguro de que te conquistó al instante. Era lo que tú soñabas, un noble con su maldito dinero.
—¡Cállate, Remo! Yo… —estuvo a punto de añadir algo más, pero se quedó callada porque Remo la interrumpió.
—Sala yo no te importo nada o menos que nada. Pero, ¿sabes qué…? Tú a mí tampoco. Nos estás utilizando a todos para que tu sueños de poder y nobleza se cumplan, a mí no me engañas. Se te veía muy cómoda allí en el palacio de tu futura familia. Con esos modales estúpidos, con esa fanfarria y la parafernalia de los nobles… ¿Así es como quieres vivir? Eres cruel por poner a gente buena en peligro para que se cumplan tus intereses.
Ella ni lo dudó. Se lanzó hacia él para pegarle. Remo la agarró por la muñeca y detuvo la intentona de abofeteo. La empujó y ella cayó al suelo nevado. Ya estaba hecho…
—¡Remo, cómo puedes, cómo puedes pensar eso de mí! —gritaba ella desde el suelo, desvalida como una niña.
—Porque por fin sé cómo eres Sala, la niñita huérfana… ¡Siempre has perseguido la fama y la fortuna! Esas son tus prioridades. No te hagas la inocente conmigo, que yo sé que antes matabas por dinero, y a saber qué otras cosas hacías también por dinero…
El semblante de Sala, de estar obstruido por algo desagradable, de pronto se estiró interrogante. Como si ella acabase de adivinarle la treta que él intentaba.
—¿Es que estás celoso? ¿Estás celoso? Si es así Remo hijo de Reco, ¡jamás vi unos celos tan destructivos como los tuyos! Lo que estás diciendo no lo sientes, no puedes pensar así.
Remo se enfurecía más y más. Trataba de concentrarse en esa rabia para poder fingirla. Lo de los celos lo había descuadrado. ¿Estaba realmente celoso? Jamás se había hecho esa pregunta. Era cierto que miraba a Sala de otra forma desde que había descubierto que estaba prometida con Patrio, pero no lo interpretaba como celos. Él seguía amando a Lania, a su mujer… Remo decidió aprovechar su propio y momentáneo estado de sorpresa e intentar transformarlo en crueldad. Debía exasperarla como para que se marchase siquiera unos instantes, agarrar los fardos donde estaban los cofres y salir corriendo. Si seguían discutiendo sin más, probablemente lo único que conseguiría sería que los demás se despertaran y los increpasen.
—¿Celoso? Jajaja… No, Sala ¡Entérate bien! Ni en un millón de años me sentiría atraído por alguien como tú, ahora que sé cómo eres realmente. Tu capricho nos va a costar la vida. Mira a Trento, a saber si logrará regresar. ¡Si muere será por tu maldita culpa! También lo has utilizado para esto… ¡Hasta pusiste mala cara cuando Lorkun decidió largarse!
—¿Cómo puedes…? —preguntó Sala atragantándose por su propia indignación.
—¡Egoísta! Eres una maldita egoísta. Te va a ir muy bien cuando seas rica…
Sala no pudo soportarlo más. Se derrumbó. Decidió que no podía seguir mirándolo siquiera. Con paso vacilante, como si la hubiesen apuñalado en el pecho comenzó a alejarse del campamento. Remo siguió increpándola y ella puso nieve de por medio, echó a correr.
—Lárgate sí, a mí no me engañas con tus lágrimas…
Remo respiró hondo. Notó que le temblaban las manos, las piernas, pero no por ningún efecto de la maldición. Aquello había sido mucho más duro de lo que había imaginado. Se había peleado otras veces con ella. Buscar una pelea de aquella forma tan fría y calculada le hizo sentirse sucio. «Bueno», pensó, «llevo sintiéndome sucio mucho tiempo… sopórtalo y punto».
Cargó aire en sus pulmones y se concentró en el trabajo. Recogió los cofres de los petates de todos y vació el suyo. Después de alojarlos allí, la vaina pesaba horrores, pero la nieve hizo posible el transporte. Se fue, dejando al campamento desprovisto de protección.
Sala iba sin rumbo, llorando sin cesar. No podía ni tan siquiera dialogar consigo misma para argumentarse las razones de aquella pelea con Remo. No podía pensar. Estaba tan herida que solo podía alejarse, perderse en la inmensidad de la noche, en aquellas tierras extrañas. Su angustia se retorcía y su llanto era sonoro. Con la boca abierta, jadeaba por la caminata y emitía gemidos y toda suerte de desesperados berrinches. Lloraba como no recordaba haberlo hecho en años. Como mazazos, algunas frases que había dicho Remo danzaban a su alrededor y la acuchillaban cuando recababa silencio mental. «Eres una maldita egoísta», «la niñita huérfana». ¿Cómo podía decirse algo así? ¿Cómo podía ser precisamente el hombre en quien ella más confiaba? Si no se había vuelto loca de desesperación con todas aquellas dificultades que estaban encontrando en el camino era porque él estaba allí. Porque eso para ella significaba esperanza y, ahora después de escucharlo, estaba tan destrozada por las palabras de Remo que no encontraba oxígeno. La tristeza que sentía era tan honda que le daba igual todo ya. Incluso pensar en Patrio parecía macabramente a favor de las acusaciones de Remo. La cabeza comenzó a llenársele de pensamientos tales como: «ojalá muera congelada en la nieve», «ojalá me encuentren los malditos silachs y acaben conmigo, para que ese canalla llore al menos cuando vea mi cadáver». Lo que ocurría es que después de haber visto la indolente forma de torturarla que había tenido Remo, no estaba ya segura de que él fuera a llorar junto a su cadáver. De pronto vio el futuro. Se vio helada por el frío, muerta. Remo y los demás encontraban su cadáver y él, con la mirada profunda y misteriosa de siempre, ni tan siquiera derramaba una lágrima. ¡No! No podía soportar pensar eso. No podía soportar que él no sintiera lo más mínimo por ella, ni un atisbo de amistad. Se daba cuenta de que, después de todo, ella le necesitaba, necesitaba su compañerismo, su aprecio, aunque solo fuese una maldita lágrima en ese funeral ficticio…
La amargura le complicaba el paso como si estuviese borracha y daba tumbos. Y de nuevo los pensamientos sobre la pelea. ¿Qué había hecho ella tan mal como para merecer unas acusaciones semejantes de egoísmo, de querer implicar a sus amigos simplemente por conseguir que Patrio volviese para ser rica?
De pronto enmudeció. Dejó de llorar. Fue consciente de forma aterradora de que estaba perdida. No le importaba lo más mínimo si podía o no regresar a la hoguera, estaba perdida en otro sentido, desamparada. Remo la odiaba y tan siquiera pensarlo la hacía sufrir tanto que le dolía la cabeza y le quemaba el estómago. Se dio cuenta con horror de que lo amaba. Seguía enganchada a ese hombre y por eso no soportaba aquel rechazo. Por eso no podía evitar volver a él después de cada desaire que le hacía. No era un amor como el que compartía con Patrio. Con Remo no compartía nada. Era un amor trágico y humillante, una necesidad que jamás podía verse cubierta. El recuerdo de su mirada fría, de su voz cortante, la estaba enloqueciendo. Pateó la nieve, maldijo su suerte, maldijo a Remo, lo odiaba por su crueldad, pero sobre todo porque pese a todo conseguía despertarle esos sentimientos olvidados. Porque era verdad que intentaba estar siempre cerca de él, porque el día más feliz de su vida había sido el día en que lo había visto de pie, mugriento y sucio, después de un año de ausencia.
Caminó y caminó sin saber adónde iba. No dejaba de llorar y el frío hacía pegajosos los rastros helados de sus lágrimas. Comenzó a tiritar. Su enfado y su decepción le tenían congelado el ánimo. Al poco rato de sentirse agotada, decidió sentarse. Estaba cansada de soportar tanto dolor. Tenía frío pero ni un ápice de voluntad para volver. Pensó en la muerte. Sabía que no podría sobrevivir una noche allí sentada sin una hoguera cerca. Volvió a visualizar a Remo junto a su cadáver, se forzó la mente para verlo llorando por fin y se sintió complacida.
Era más de media noche. Se había alejado y había hecho con sus propias manos un agujero en la nieve y después otro más profundo en la tierra negra. La humedad le permitió más fácilmente la labor de enterramiento. Lo más complicado había sido elegir el lugar donde esconderlo. Memorizar la distancia exacta a varios hitos que se había fijado para no equivocarse. Cuando volvió al campamento y comprobó que Sala no había regresado, sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¡Arriba, tenemos que buscar a Sala! —gritó sin miramientos.
—¿Adónde ha ido? —preguntó un Jortés soñoliento, que rápidamente se puso en pie.
—¿Sala? —preguntó Rílmor—. ¿Qué ha pasado?
—Hemos discutido y ella se ha marchado. No hay tiempo que perder. Hace frío y, aunque se ha ido abrigada, podría estar en apuros.
—¡Eres un canalla, Remo! —gritó Rílmor.
Remo no le hizo caso. Por una vez estaba de acuerdo con aquel tipo. Comenzó a caminar siguiendo las huellas de Sala que aún podían divisarse en la nieve. Echó a correr tras el rastro. Corría tan rápido que dejó atrás a los otros. ¿La habrían capturado los nurales? Los silachs… ¿Por qué demonios no había regresado? ¿Por orgullo?
La noche era muy clara y las huellas podían verse gracias a una luna mediana que ayudaba a los rastreadores a seguir los hoyuelos oscuros en la pálida blancura que tamizaba el vado. Conforme iba pasando el tiempo y el rastro seguía alejándose más y más Remo comenzó a sentir un dolor profundo en el pecho. Tuvo que bajar el ritmo porque no podía seguir corriendo así. Aquellos parajes oscuros, solitarios y desangelados le infundían una enorme tristeza. Recordó, como si lo reviviera, la primera urgencia cuando buscaba a Lania. Los primeros burdeles que registró, posando la misma esperanza en el rostro de cada muchacha a la que miraba tratando de identificar el rostro de su amada. Recordó cuando arribaba a nuevas costas la ardua tarea de preguntar a la gente por una mujer con el hombro marcado. Los parajes en los que creyó ver una silueta en la lejanía, caminando sola, eran parecidos a los que ahora tenía delante de sí. Volvió a correr más rápido. Había comenzado a nevar. No podía permitirse perder a Sala.