CAPÍTULO 37

Combates

—¿Preferís un duelo? —preguntó Blecsáder, eufórico ante la muchedumbre.

—¡Duelo, duelo, duelo! —gritaron todos.

Después de un rato de vítores, apareció un guerrero uniformado con la famosa armadura de los «destructores», cuyo aspecto hermético inducía en el adversario la sensación de ser incapaz de herir a quien la llevaba. Pero aquel guerrero no infundía temor por llevar puesta la armadura famosa. Era un tipo enorme, que pasaba de los dos metros con holgura, una montaña humana que esgrimía una imponente espada aserrada, descomunal y aterradora. Sus andares no mostraban la clásica torpeza de los gigantones.

—¡Dadme mi espada! —gritó Remo con la esperanza de que los hombres de Blecsáder le concedieran su petición. Si tuviese su arma, con la piedra, estaba seguro de poder aguarle la fiesta a Blecsáder antes de que se transformase totalmente en un silach.

Blecsáder le hizo un gesto a uno de sus hombres y le lanzaron una espada sencilla, de las que hacían allí mismo, en Sumetra. Su factura era pobre y rudimentaria.

—No lo mates, Morís, deseo que sufra, no le otorgues la bendición de una muerte rápida.

El guerrero avanzó hacia Remo cuando él asió la espada.

Sostuvo un primer lance. El espadachín tras la armadura era fuerte. Se le notaba en la firmeza de la estocada, sin embargo, no parecía técnicamente muy bueno, además, Remo sabía lo que suponía llevar una armadura tan pesada. Sus espadazos eran previsibles, aunque demoledores. Remo comenzó a caminar despacio, describiendo un círculo. El soldado trató de cortarle el paso con varios mandobles de su gran espada y Remo los detuvo, y cambió su paseo hacia el otro sentido. Cada vez que sus aceros chocaban, sus manos sufrían un dolor como si se las machacase con un palo. Morís quiso chocar su armadura con el cuerpo desprovisto de protección de Remo. Lo esquivó sin problemas. Pensó rápido. Sostuvo la espada en la mano, estudiándola mientras el gigantón se revolvía para atacarlo otra vez. Remo tuvo una idea. Con fuerza, cruzó su espada contra la del guerrero por la parte del filo aserrado. El mandoble trabó la de Remo con uno de sus dientes corvos. Remo hizo palanca con todas sus fuerzas. Aprovechó el movimiento que su enemigo hacía para tratar de quitársela de las manos y, poco a poco, el arma se dobló hasta que se partió. Remo retrocedió y gritó levantando los brazos.

—¡Dadme mi espada! Vuestras armas nurales son burdas… ¿de qué tenéis miedo? ¡me dais armas que se rompen con facilidad…! —gritó Remo con la esperanza de que le hicieran caso. El guerrero esperaba, mientras recuperaba su aliento. La armadura debía cocerlo y molestarle la respiración. Blecsáder tenía cara de pocos amigos, pero las risas y los vítores lo animaron. Ahora el espectáculo estaba gustando a sus invitados.

—Está bien, buscad su arma y dádsela. ¡Morís, por todos los dioses, va sin escudo ni armadura, córtale un brazo, quiero que sufra!

Tardaron, pero finalmente su espada cayó sobre un montículo de arena, en una de las esquinas de aquel ruedo de piedra. Remo sonrió cuando alojó su mano en la empuñadura familiar. Su espada no era ciertamente un arma excelente, y su filo andaba maltrecho, pero estaba mejor compensada que la otra. Miró a los que lo observaban. La sensación de sostener aquel mango, con la piedra de poder inserta en la cruceta, anestesió sus penalidades, como si hubiese reencontrado el camino correcto después de vagar perdido en la oscuridad.

—Morís, eres el espadachín más grande y torpe al que me he enfrentado en un duelo, que yo recuerde —dijo Remo con tono burlón.

El aludido escuchaba los jaleos de todo el público y se lanzó hacia Remo enarbolando su enorme espadón aserrado por encima de la cabeza. Remo retrocedió hasta estar junto a una pared. Alargó de este modo la carrera de Morís, y después colocó un pie en el muro y se impulsó hacia la mole humana cogiéndolo por sorpresa, pues el muy desgraciado sospechó que Remo huía impresionado por su grito de guerra. Remo con su salto sorprendió a Moris y le introdujo su estocada justo encima de la clavícula. La espada penetró como si fuese una montaña de mantequilla, porque había acertado justo en la rendija entre el yelmo, el peto y la hombrera izquierda de la armadura. Remo soltó el mango y la espada permaneció en el cuerpo del guerrero agonizante, mientras daba tumbos hasta postrarse arrodillado. La dejó allí con el objetivo de que recopilase energía con la muerte del grandullón… Pero el gran Morís, que de rodillas era prácticamente igual en altura a Remo, logró extraer el arma y arrojarla al suelo. Con mucha dificultad se puso en pie. No tardó en avanzar hacia Remo, que estaba en una esquina de la arena y tenía menos posibilidades de escapatoria.

Pensó rápido. Si la espada no estaba clavada en Morís y el mastodonte moría, la piedra de poder no recibiría su energía, así que debía volver a clavarla en el cuerpo del guerrero. Esquivó un tajo pesado de su contrincante apoyándose en la pared del fondo, y aprovechó que Morís tenía todo el cuerpo ocupado en la tarea de recobrar el equilibrio para tratar de rodearlo e ir por su espada. Pero Morís logró zancadillearlo. Remo cayó de bruces sorprendido.

—Ahora eres mío —escuchó mientras trataba de levantarse. Sintió una punzada en la pierna. Gritó de dolor. Torció la cabeza y vio cómo Morís había clavado la punta del botín de su armadura hasta casi partirle la tibia. Esa pica afilada que sobresalía en sus botas, era tan larga como un puñal, y lo tenía inmovilizado por el sufrimiento. Remo estaba a merced de Morís, que ahora izaba la gran espada para asestarle el golpe de gracia. Pero el grandullón debió marearse, bien por causa de la sangre ya perdida que manchaba parte de su peto o por el sofoco del combate. El caso es que cuando izó la espada por encima de su cabeza perdió el equilibrio y tubo que mover las piernas para buscarlo. Remo sintió cómo la punta de acero salía de su pierna y se concentró para lograr arrastrarse y salir del alcance de la espada del gigante. Morís tardó en recomponerse y lograr asestar el espadazo hacia el suelo. Cuando lo hizo, cuando sus brazos cayeron hacia abajo con violencia, la espada levantó chispazos al chocar con el piso de piedra, pues Remo había conseguido reptar lo suficiente y esquivarlo.

—Vamos, Morís, ¡acaba con él! —gritaban por todos lados.

Remo, a rastras, logró llegar a su espada. Justo cuando se volvió para saber dónde estaba su enemigo, tuvo que echarse a un lado para esquivar un nuevo espadazo del gigantón. Otra vez los chispazos alumbraron el agujero. Tal era la violencia con la que descargaba su mandoble Morís. Remo consiguió erguirse un instante y, desde el costado de Morís, logró volver a ensartarlo con la espada, esta vez en una hendidura del lateral de la armadura. Todo soldado de la Gran Guerra, al menos todos los de la Horda del Diablo, conocían de memoria las armaduras de los «destructores». Era obligatorio para ir a la batalla saberse todas y cada una de las rendijas que poseía la temible armadura. Arkane sabía que los destructores constituían gran parte de la moral de la tropa enemiga y debían aprender sus puntos débiles. Con la cabeza inclinada hacia arriba se abría un hueco entre las hombreras y el peto. En los laterales había una pequeña franja donde se ajustaban los correajes de las dos jambas protectoras para el pecho y la espalda. Allí insertó Remo su hoja.

Con alegría vio luz en la piedra al poco de haberlo atravesado. Le sorprendió porque Morís aún estaba en pie. Parecía que la rigidez de la armadura lo mantenía inerte y en equilibrio. Remo extrajo su espada ayudándose de la pierna herida, sufriendo dolor, mientras todo el público silencioso observaba. Morís se desplomó despacio y majestuoso como un árbol, en un estruendo contra la roca.

Ahora Remo se enfrentaba al dilema.

Sabía que si usaba la luz de la piedra, su conversión en una bestia silach podría acelerarse. ¿Qué sucedería cuando mirase la luz roja de su espada?

—¡Velcunio, dadle muerte vos! —gritó Blecsáder.

Las cancelas de hierro volvieron a servir de entrada para el ilustre espadachín. En tan solo dos pasos demostró mucha más habilidad que el difunto Morís. Velcunio era de estatura parecida a la de Remo, pero menos fornido. Llevaba un peto de cuero decorado con oro, sin escudo ni capa, sin brazaletes protectores; tan solo dos piezas de cuero como muñequeras. Velcunio desenvainó su espada ligera, provista de cazoleta para proteger la mano. Desde que lo viera deshacerse de Romlos había temido enfrentarse a él y, precisamente ahora, iba a tener que hacerlo.

—Vienes en mal momento Velcunio —dijo Remo distrayendo sus dudas con un poco de humor negro.

Remo retrocedió despacio mientras Velcunio saludaba al público que lo vitoreaba. Seguían infravalorando a Remo como adversario. Velcunio jugó con su espada haciendo algunos tajos imaginarios que ajaron el aire emitiendo silbidos insolentes. Las gradas se enaltecieron con la seguridad del espadachín. Coreaban su nombre.

Remo miró la piedra de la isla de Lorna. Era la primera vez que lo hacía con verdadero pánico sobre las consecuencias de recibir la energía. Un torrente lo inundó fulgurando sus ojos, su cara, la garganta, hacia el estómago mientras trepaba para su cráneo, pero no era como de costumbre.

De pronto todo se nubló. Perdió la noción del sonido que lo circundaba, del silbido de la espada de Velcunio rajando el aire corrupto del agujero, del público jaleando… La visión se le emborronó y vio una oscuridad que parecía devorar todo el espacio. En mitad de esa oscuridad una silueta extraña. Era una mujer rodeada de un aura de luz llameante, de color morado. La mujer danzaba y danzaba… y Remo no podía pensar.

Sin embargo, toda esa visión se apagó y volvió a aclararse su vista. Estaba mirando una profundidad alta sobre su cabeza, tumbado en un suelo duro. Se incorporó lentamente.

—¡Está contaminado, mirad sus brazos! —gritó alguien por encima de su cabeza.

Remo miró su brazo izquierdo y vio cómo estaba cubierto de pelo, más musculoso y grande de lo normal, con la mano que simulaba una zarpa, aunque aún tenían sus dedos el aspecto normal, algo más grotescos y con uñas prominentes. Se puso en pie fácilmente. Velcunio había levantado los brazos y estaba haciendo un paseíllo victorioso. Remo rebuscó en su cuerpo por si lo había atravesado con su espada, pero no encontró ni una muesca en su piel. Sintió que la energía crecía y crecía dentro de sí, que estaba llegando a niveles jamás experimentados. Las heridas de su cuerpo desaparecían y notaba la vitalidad que solía aportar la piedra. Sentía un gozo corpóreo de regeneración muscular, sanando todos sus cortes, estirándose las fibras machacadas, corrigiéndose el riego de sus moratones. Respiró hondo para serenarse y no dejarse llevar, para adquirir control sobre sus energías y no acabar destrozando la empuñadura de su espada, que ahora no le pesaba en la mano.

—¡Velcunio, mátalo, deja los puñetazos para las borracheras! —gritó un tipo gordo con voz chillona, barbudo y nauseabundo que empujaba a dos hombres y una esclava para poder divisar mejor el combate. Al parecer, mientras Remo había estado mareado, el espadachín lo había tumbado de un puñetazo.

—Te debía un puñetazo después de lo del Valle de las Agujas, Remo. Es una lástima que estés contaminado por la maldición silach, nuestro duelo podría haber sido muy interesante. Ahora te liquidaré con más rapidez para no poner en peligro a mi gente.

Remo inspiró aire. Trataba de evaluar cambios. Repasó su cara con la mano y no percibió que los rasgos hubiesen variado. «Debe de ser cosa de los brazos», pensó hasta que se tocó la espalda y advirtió ciertas deformidades… Por ahora no podía quejarse, conservaba el juicio y no temblaba. La energía de la piedra lo colmaba, se sentía como nuevo. Se lanzó a por Velcunio.

El espadachín sostuvo varios lances de Remo con audacia. Remo no lo hirió pero le quitó del rostro aquel aire superlativo de autosuficiencia. Remo sabía que estaría preguntándose cómo era posible que aquel hombre vapuleado por días de hambruna y cautiverio, fuese capaz de propinar sablazos tan terribles. Seguramente se preguntaba dónde estaban sus heridas…

Por ahora él se contenía, simplemente se movía despacio, para soltar su cuerpo recién renovado, como haciendo estiramientos. Su adversario intentó atacarlo con una sección vertical dirigida a la cabeza, avanzando un pie. Remo detuvo el envite y contraatacó con un sablazo horizontal, después otros dos desde el otro lado. Velcunio lo paraba todo, pero el pánico le había hecho retroceder. Debía de dolerle la mano de soportar tanta fuerza de las embestidas de Remo.

—Prepárate, Velcunio… —sugirió Remo. Y allí, en la ciudad subterránea llamada Sumetra, nació una leyenda que sería contada años después sobre un demonio vengativo.

Adoptó postura y realizó varios movimientos en el aire. Se escuchó el silbido de la espada del prisionero, a una velocidad que hizo que le fallase la vista a Velcunio. Entonces el espadachín decidió tomar la iniciativa y atacó a Remo.

Velcunio lo rodeó con paso vacilante y comenzó a hacer esgrima con maestría. Su rapidez hubiese parecido endiablada para cualquier adversario, incluso para el mismo Remo en condiciones normales. Pero en aquellas circunstancias Remo detuvo hasta diez intentos de estocadas y otros tantos de cortes horizontales, sin esfuerzo, más por encajar la energía renovada de la piedra en sus movimientos y poder cerciorarse de hasta qué punto había avanzado la maldición. Velcunio arremetió de nuevo con fuerza y técnica, puntadas, amagos, contraataques, el espadachín daba un recital mientras él, simplemente lo dejaba hacer y lo detenía todo con su pasmosa rapidez de reacción…

Hasta que Remo lo abofeteó con la mano abierta después de otro ataque de Velcunio. El tortazo hizo que el espadachín perdiese su espada y quedase aturdido, con una faz bobalicona. La fuerza del golpe y el sonido ensordecedor del bofetón aturdieron a Velcunio. Remo decidió acabar con él. Lo pateó en el pecho y salió volando a estrellarse contra una de las paredes del cubículo de piedra. Los hombres de Blecsáder admiraron la fuerza de Remo en el vuelo de Velcunio que, a duras penas se recompuso y trató de recuperarse. Recogió su arma del suelo y encaró a Remo temeroso.

Remo por fin decidió imponer la ley de su acero. Dibujó varios cortes horizontales desde la izquierda y después otro algo más vertical desde la derecha, sin que fuesen captados apenas por la vista de los demás. Velcunio chilló viendo cómo sus brazos caían al suelo despedazados, como si fuesen madera que se deja caer junto a la hoguera. Chilló y Remo ahogó su gritó separando para siempre su cabeza de los hombros, en otro rápido y espeluznante corte horizontal. El público enmudeció ante el despiece inmediato del maestro de espada más temible de Sumetra. La sangre había salpicado por todas partes a Remo.

La misma sorpresa que contagiaba la grada acabó en silencio y en algunos gritos de pavor. Remo miró la piedra que, si bien no había podido sustraer mucha energía de Velcunio, debido a su muerte rápida, sí que contenía un puntito de luz roja. Remo lo absorbió codicioso, sintiéndose aún más colmado de fuerza; su cuerpo se potenciaba y sentía como su piel se estiraba, cómo sus músculos parecían desear actividad. Aquella cárcel de piedra en la ciudad subterránea podría desmadejarla como si fuese de cartón con sus propias manos.

—¡Matadlo! —gritó Blecsáder abriendo la veda para que cualquiera de sus hombres acabase con Remo. Se había terminado el espectáculo. El propio Blecsáder desenvainó un cuchillo que tenía en el cinto y lo arrojó tratando de acertar en Remo. Este con la espada apartó la trayectoria del cuchillo como si fuese una flor arrojada por una doncella.

—¡Venid, cobardes! —gritó Remo mientras comprobaba que sus piernas y sus pies se transformaban en monstruosidad.

Se escucharon pisadas metálicas y las verjas pronto se abrieron entrando en tropel soldados dispuestos a matar a Remo. Entonces él desplegó toda su energía. Se lanzó hacia los soldados con tanta rapidez que pareció desaparecer y volver a aparecerse junto a uno de aquellos infelices. Con un ademán lo agarró por el cuello. Los demás hombres se detuvieron al ver cómo Remo tenía presa en el gaznate de su compañero.

—¡Suéltalo, maldito!

Remo apretó estrujando el cuello de su adversario y, después de un estertor, los soldados comprendieron que lo había matado. Se le echaron encima. Hubo quien consiguió con su espada tocar el cuerpo de Remo, con la sorpresa de que ese cuerpo ahora parecía blindado de acero. Las armas no traspasaban la piel de Remo con facilidad, y si lo hacían, sus heridas se recomponían milagrosamente. Esta sorpresa fue momentánea, pues todos aquellos que permanecían a menos de metro y medio de Remo tardaron muy poco en morir. Una espiral de sablazos destruía los cuerpos que estaban junto a Remo, que movía sus brazos con tal velocidad que la sangre despedida por sus acciones comenzaba a pintar la pared rocosa. Se creó una nube permanente y roja alrededor del guerrero. Remo se abalanzó hacia los hombres y trazando círculos y óvalos en el aire con su espada, cortando y dando patadas y puñetazos, mató a más de veinte en tan poco tiempo, que sus enemigos comenzaron a huir. El miedo se propagó a toda la grada y una marea humana trataba de huir de aquel espectáculo sangriento.

Remo saltó prodigiosamente y logró aferrarse al balcón donde antes Blecsáder observase el espectáculo. Emergió manchado de sangre y buscó al caudillo. Pero había desaparecido. Allí varios lanceros lo atacaron apenas subió al balcón. De las tres lanzas una sí que consiguió clavarse en Remo, al menos con la punta. Remo no sintió dolor. Las demás se doblaron al contacto con el cuerpo del guerrero.

Agarró la pica y la extrajo con facilidad de su cuerpo. Sus adversarios observaron el misterioso poder que selló la herida de Remo con pavor, dejando un rastro espumoso. Giró la lanza y la usó para atravesar a su dueño legítimo. Los otros intentaron huir. Los mató mientras se internaban en una galería con dos puñetazos. Remo siguió ese conducto. Miró la piedra y comprobó que estaba totalmente cargada por las muertes del agujero, pero no usó su energía. Sabía que se convertiría totalmente en silach si lo hacía. Su mente comenzaba a nublarse, su vista fallaba de cuando en cuando y tenía la sensación de que su cuerpo estaba mutando a más velocidad de la que él hubiera deseado. Pensó que en poco tiempo… dejaría de pensar. Esto lo horrorizó. Sintió urgencia.

Así pues, comenzó a buscar a Sala destrozando todas las puertas que fue encontrando mientras los habitantes de Sumetra lo rehuían en los corredores pisándose unos a otros, tratando de escapar de él. No se entretuvo en otra cosa hasta que penetró en una estancia extrañamente elegante, donde un joven yacía comiendo uvas sobre una alfombra. Parecía aburrido. Cuando vio a Remo escupió la uva de la impresión y retrepó por la pared.

—¿Quién eres tú? —tronó Remo amenazándolo con su espada.

—Soy Patrio.

—¡Patrio!

El noble asintió amedrentado por el aspecto crudo que tenía aquel ser, mitad bestia, mitad salvaje.

—¡Ven conmigo! Aún estamos a tiempo de encontrar a Sala.

—¿Quién eres tú?

—Soy Remo.

—Remo… ¿qué demonios es todo este jaleo?

Remo no tenía tiempo de explicaciones. Patrio tenía algo en común con Sala. Era de las personas que preguntan y no se dan por satisfechos con una respuesta.

—¡No hay tiempo, sígueme!

Patrio, más por miedo que por otra cosa preguntó:

—Pero, ¿dónde quieres llevarme?

Remo perdió su paciencia se acercó y le pegó un puñetazo tratando de contener al máximo su fuerza, imitando una caricia. Después otro, hasta que vio que nublaba su entendimiento. Lo cargó a la espalda como un saco y salió corriendo.