CAPÍTULO 26

Primera prueba:

la aguja de Kermes

Cientos de embarcaciones se aproximaban en hilera hacia la pequeña isla de Azalea donde, entre una cortina de nublos, podía divisarse el fulgor de varias almenaras gigantes que alumbraban los muros del templo del dios Kermes.

—¿Y dicen que este templo era secreto? En un día claro se podría ver desde todas partes —comentaba Trento al contemplar la silueta hacia la que se dirigían todas las barcas. El sonido del agua empujada por los remos no interfería en su poderosa voz.

—En la antigüedad, el templo no poseía los grandes pebeteros, ni los muros, era subterráneo. Eso se ha construido después.

La aclaración la había hecho de mala gana un vejete que decoraba su cabello blanco con flores amarillas, y anudaba su espesa barba en una trenza corta. Trento lo miró con desprecio, como si su estrafalaria imagen restase valor a cualquier teoría culta que pudiera argumentar. Lorkun esperaba que su amigo guardase silencio, pero conocía que para callar a Trento era mejor dejarlo a su aire.

—¿Es que el culto al dios Kermes estaba prohibido? —preguntó Trento al viejo.

—¿Por qué hace un incrédulo como tú este peregrinaje?

—¿Y tiene más sentido venir hasta aquí, si se tiene fe inquebrantable? Si se tiene esa fe, no se necesita venir…

Era palpable el malestar de los fieles a las preguntas de Trento. El viejo parecía estar a punto de acusarlo de algún tipo de traición o blasfemia. Pero la presencia de armas bajo la túnica de Trento era tan evidente, que ninguno en aquella barca osaba amonestar seriamente al guerrero. Daba sensación de ser persona apacible, pero a la vez, dispuesta a dejar de serlo a la menor oportunidad.

—Yo he visto a los dioses, viejo, qué sabrás tú.

Trento siempre alardeaba después de varios vasos de vino de haber visto a los dioses, pero cuando pasaba del sexto vaso, confesaba que no, que tan solo había visto a Macronus… Con lo que conseguía sembrar en sus oyentes una inquietante sensación de que podía decir la verdad, y un miedo pavoroso hacia las deidades. Lorkun, después de escuchar en boca de Remo parte de su viaje a la isla de Lorna estaba seguro de que Trento no mentía…

Las embarcaciones se acercaron a un puerto singular, perdiendo de vista las almenaras y los muros del templo que coronaban la parte alta de la isla. Un faro de gran altura, lo menos veinte metros por encima del oleaje, precedía un embarcadero donde una fila de antorchas iluminaba la dársena hasta la playa, donde más antorchas clavadas en la arena hacían camino hacia el interior de la isla.

En el muelle los aguardaban una fila de encapuchados con túnicas de seda blanca, con un bordado áureo representando la llama de Kermes. Se apearon de la barca ayudados por los monjes de la orden kermiana que habían retirado las capuchas para darles una calurosa bienvenida con cánticos sin letra. Lorkun se sorprendió de la belleza de una muchacha de cabello lacio, como cortina dorada, de piel lechosa y ojos similares a lo que se podía contemplar en las aguas turquesas de esas islas.

Fueron precisamente esa joven y dos monjes más los encargados de llevarles a ellos y otros cincuenta hacia la entrada al templo. Pasaron por un bosque de palmeras siguiendo las antorchas hasta que divisaron dos colosos de piedra que se daban la mano. Bajo sus brazos estaba la gran entrada al templo ciudadela de Azalea.

Un monje de sonrisa perpetua comenzó a narrarles lo que parecía un programa detallado de eventos que sucederían en los próximos días y la forma de contribuir al buen funcionamiento de las ceremonias, lo aconsejable de realizar donativos y las posibilidades de entrevistarse con sacerdotes y miembros de alto rango de la orden. Lorkun no deseaba perder tiempo, así que apenas consiguió quedarse a solas con el guía, le dijo sin titubeos:

—Hemos venido desde Vestigia, para contemplar la cámara secreta de este templo.

Lorkun sabía por boca de Birgenio, el bibliotecario, que en los muros de ese templo no había nada «anormal», ni por asomo cercano a los prodigiosos grabados de los que hablaba Pélik Osmultar. Dedujo entonces que se trataría de una sala oculta al público, apartada del peregrino y el viajero ocasional. El hombre de sonrisa perpetua, contra todo pronóstico, cambió su faz.

—No existe ninguna cámara secreta —afirmó contrariado y su rostro luchó por recuperar la misma sonrisa de antes, pero, simplemente logró una mueca forzosa colmada de incomodidad. Mentía fatal.

—Venimos desde la biblioteca de Venteria, hemos atravesado Vestigia hasta Nurín y allí embarcamos en la comitiva de peregrinaje. Nuestras intenciones no son oscuras, somos estudiosos de Osmúltar y deseamos ver la cámara secreta.

Ahora el sonriente dejó de sonreír sin tapujos. Le dijo algo a la joven preciosa que los había acompañado y, ella, con esa elegancia que hacía oscilar su túnica como si en lugar de caminar flotase, se dirigió a otro sacerdote al que se acercó para dejar un recado inaudible en su oreja. Se creó un murmullo. Varios sacerdotes acompañaron de vuelta a la joven.

—Venid con nosotros —dijo uno de ellos mirando alrededor, como si se cerciorase de que los demás peregrinos andaban ajenos a los curiosos. Cruzaron el gran patio de estatuas donde se encontraban los demás, hacia las dependencias de los sacerdotes.

El templo era una pequeña ciudad. Por una escalera amplia, descendente, accedieron a un mercado peculiar, con un enjambre de peregrinos que practicaban trueque, compras de enseres y alimentos. Después de ese nivel, el corredor se asomaba a un acantilado donde se alargaba hacia la espalda de una cascada. El sonido del agua y las vistas enternecieron los corazones de Lorkun y Trento, maravillados por el espectáculo del agua, como un muro más del templo, enmarcado en un paisaje de acantilados y playas paradisíacas.

—Esta era la antigua entrada al templo, detrás de la cascada —comentó la mujer, dejando claro que su voz era tan agradable como su mirada. Desde allí, tras cruzar amplios corredores, pasando por claustros y pequeñas habitaciones donde vivían los sacerdotes, llegaron a una sala ovalada, con una hoguera en el centro. El humo de la hoguera volaba hasta colarse por un tragaluz que salía a la superficie.

Varios sacerdotes discutían con un superior. Este tenía cierta solemnidad en su mirada. Se sabía que era alguien importante porque vestía una túnica diferente, negra aunque con un brillo afilado en sus arrugas y una sensación de exquisito tacto.

—El Sumo Sacerdote del Templo de Azalea, Sumo Regidor de la orden Kermiana, insigne custodio de la Llama Eterna —presentó el sonriente, nuevamente sin sonrisa.

—¿Quién ha pedido entrar en la cámara secreta?

Lorkun levantó la mano. Después de la presentación comprendía que estaba hablando con el que posiblemente era el mandatario más importante de todas las órdenes del dios Kermes. Se sintió ignorante, inculto, pensando que hasta ese día no conocía la importancia del templo de Azalea para los fieles del dios Kermes.

—Aquel que ose aspirar a contemplar la sala secreta del templo de Kermes deberá pasar por tres pruebas…

El Sumo Sacerdote estaba yendo directo al grano. Miró a los ojos de los recién llegados, como sopesando sus reacciones y continuó.

—Están detalladas en los muros de este templo desde tiempos inmemoriales. Lo cierto es que nosotros como sacerdotes de este lugar, hemos sido educados en todas las normas y prescripciones que los primeros moradores del templo dejaron escritas, pero desconocemos las razones por las que se instauraron. Son pruebas cuya dureza y exigencia sólo me explico por su función de servir como proceso de selección para que no caiga el conocimiento en manos torcidas. Cada mil años se eligen tres pruebas de entre las doce posibles y sólo el Sumo Sacerdote puede entrar en la cámara secreta sin someterse a las pruebas y él debe guardar sus secretos. Debe ser el árbitro de las pruebas.

Lorkun asintió.

—Si supero las pruebas, podré entonces pasar a la sala secreta…

No iba a desfallecer, había llegado hasta allí para tener acceso a la sala secreta y no se daría media vuelta fuesen cuales fueran los impedimentos.

—Pasarás a la cámara y podrás morar en ella durante un día y una noche. Pero no podrás escribir ni llevarte nada de lo que allí encuentres fuera de tus recuerdos. Durante más de veinte años nadie pasó por aquí preguntando siquiera por las pruebas, te advierto que no consiguió superarlas. Pocos lo han conseguido.

—¿Cuál es la primera prueba?

—Primero nos reuniremos y seleccionaremos a los custodios y los acompañantes, tal y como dice nuestra tradición. Durante el transcurso de las pruebas, estas serán las únicas personas que moren las salas sagradas donde transcurren dichas pruebas. Serás avisado. Nila, acompáñalos y dales cobijo en aposentos separados.

La muchacha los guio por varios corredores hasta una galería donde abrió la puerta de dos estancias. Lorkun agradeció las vistas a la cascada y el acantilado. El mar desde allí se veía majestuoso. Trento se instaló en la habitación contigua.

—Bueno, esto comienza… —comentó rascándose la barba el cuchillero, asomado al balcón contiguo al de Lorkun—. Espero que pasemos las pruebas pronto. Esta isla es muy bonita, pero nubla el entendimiento.

A la mañana siguiente, antes de que el sol tintase las aguas fueron despertados y conducidos a la sala donde la noche anterior les recibiera el Sumo Sacerdote. Allí mismo les esperaba con un séquito vestido esta vez con túnicas diferentes.

—Bien. Estos son los custodios y él será tu acompañante.

De inmediato, el tipo sonriente de la noche anterior se colocó junto a Lorkun. Él buscó con la mirada a Nila, pero no la veía por ninguna parte.

—Deseo cambiar mi acompañante. Nila ha sido muy gentil con nosotros y solicito que sea ella mi acompañante.

Los custodios se miraron entre sí. Aquello no debía de ser muy habitual. Lorkun sentía que era un detalle sin importancia. Pero en el pecho poseía una intranquilidad extraña, una presunción de que hacía lo correcto pidiendo que la joven los acompañase. No sabía si acaso se había prendado de ella y su cabeza fabricase esta excusa para tenerla cerca…

—Así sea.

El acompañante fue a buscar a Nila. Al cabo de poco tiempo, apareció la joven, ahora ataviada con el mismo atuendo oscuro y con bordados en plata.

—¿Cuál es la primera prueba?

—La aguja de Kermes.

—Procedamos.

Trento acompañó a Lorkun, que seguía a Nila, hacia una cámara más interior en la inmensidad del Templo. En ella, se podía adivinar una configuración apropiada para someter a alguien a alguna clase de tortura. En el centro de la sala circular, había un pedestal que parecía una columna quebrada.

—La aguja de Kermes es una prueba que acarreó el sufrimiento de hombres valientes. Algunos encontraron la muerte en su empeño de superarla. Hace años que nadie viene por aquí reclamando adentrarse en la cámara del templo precisamente por la fama que adquirió esta prueba. Muy pocos han conseguido superarla.

Entre dos encapuchados condujeron a Lorkun al pedestal. Delante de él, en la pared había una estatua del dios Kermes sosteniendo una especie de varita, una aguja larga en alto. Nila se acercó y los demás se retiraron hacia donde estaba el Sumo Sacerdote.

—Mi señor, me habéis elegido para que sea vuestra acompañante. Me siento honrada, pero creo que debierais usar mejor juicio y reconsiderar vuestra decisión. Yo soy muy joven y acabo de ser investida como sacerdotisa hace muy poco. Restero era mucho mejor consejero que yo.

La joven tenía la capucha puesta y Lorkun solo podía contemplar sus labios rosados emitiendo susurros junto a algunos mechones de su cabello bajo la capa. Parecía realmente preocupada.

—¿Qué me aconsejas que haga en la prueba?

—El acompañante no puede solucionar la prueba… usad vuestro buen juicio.

—¿Y para qué sirve?

—Ora por vos y puede aconsejaros hasta un límite.

—¿Qué me aconsejas?

—Que abandonéis, no deseo veros sufrir.

Lorkun en un alarde de intrepidez alargó sus manos hasta quitarle la capucha a la joven. Azorada desvió la dirección de su mirada.

—Nila debes intentar ayudarme mejor en el futuro.

Dicho esto Lorkun hizo un gesto al Sumo Sacerdote como queriendo decir que estaba preparado.

—Acercad la estatua.

Hicieron falta todos los custodios para arrastrar la estatua del dios. Se creaba cada vez más expectación.

—Debes elegir con sabiduría qué parte de tu cuerpo atravesará la aguja de Kermes sin cruzarlo —dijo por fin Nila, que ahora se había posicionado a varios metros junto a Trento. Lorkun volvió a pensar en su belleza como un regalo.

—No lo he comprendido. ¿De qué trata exactamente la prueba?

—La aguja entrará en ti. Tú mismo habrás de insertarla. Pero cuando la punta entre en tu cuerpo, sea cual fuere el lugar escogido, deberá permanecer en el cuerpo hasta que hayas insertado toda su longitud hasta la anilla.

Esa fue la explicación que ofreció el Sumo Sacerdote con respecto al contenido de la prueba. Pero Nila, usando su condición de acompañante amplió esa información.

—Así que, por ejemplo, no podrás atravesarte una mano, o un pie porque la punta de la aguja saldrá del cuerpo. ¿Comprendes? No podrás tampoco repetir la misma punzada, ni podrás emitir un grito de dolor. Otra cuestión importante es que la aguja debe estar caliente al final de la prueba. Si por tus dudas se enfría como cualquier piedra de esta sala, también habrás fracasado… Si no adquieres el conocimiento preciso para hacerlo, la paz interior, la consciencia elevada necesaria, no superarás la prueba y no se te dará opción a pasar a la siguiente.

La explicación de Nila había sido muy gráfica pero nada alentadora. El Sacerdote se dirigió a los custodios con un gesto. Algunos se marcharon de la sala y otros treparon por la estatua para alcanzar la «aguja» de piedra. Se la quitaron al dios de las manos y descendieron. Resultó ser una funda. De un extremo de la pieza extrajeron una delgadísima aguja de acero.

—A ver si lo he entendido, tengo que pincharme en un lugar suficientemente profundo para alojar toda la longitud de la aguja… sin que traspase mi cuerpo…

Los ayudantes que se habían marchado volvieron con un pebetero colmado de ascuas. Allí metieron la aguja para calentarla.

—¿Es preceptivo que esté incandescente? —preguntó Trento con cierta ironía, como queriendo decir que ya eran ganas de complicar en exceso la proeza—. Lorkun yo soy más grueso que tú, déjame a mí esta prueba.

—Lo sentimos, si tú quieres entrar en la cámara secreta deberás pasar independientemente las tres pruebas —recitó el Sacerdote con amabilidad.

Lorkun pensaba aceleradamente dónde pincharse. Además intentaba concentrarse en el hecho de no tener que gritar ni padecer aparentemente ante los ojos de los custodios. Además tenía otra dificultad añadida y era su vista. Su visión limitada por un solo ojo le hacía pensar que tendría menos precisión a la hora de ensartarse con la aguja incandescente. Era más larga que su antebrazo sin contar la mano. Demasiado para atravesar perpendicularmente cualquier parte del cuerpo. Fue dándose cuenta, mirando las paredes, de que estaban llenas de mosaicos que representaban intentos de pinchazos fallidos. Héroes robustos que lloraban como niños mientras se pinchaban en las piernas. Figuras retorcidas de dolor mientras su cuerpo sangraba por numerosos intentos infructuosos en los hombros o el abdomen.

—La aguja ya está caliente… cuando desees puedes comenzar.

Lorkun se concentró en resolver el enigma. Estaba claro que no podía atravesar de parte a parte su cuerpo, por lo cual, eso eliminaba el pinchar de forma perpendicular. Pensó en pinchar un muslo desde la rodilla hasta la cadera intentando que la aguja caminase muy cerca a la piel de la superficie, sin ahondar en el músculo. No debía ser un pinchazo demasiado superficial para no perforar la piel pues se consideraría atravesada la carne. Esa era buena idea… buena y muy dolorosa.

Se quitó el hábito de monje y también se deshizo del pantalón de lino que vestía bajo la túnica. Desnudo, sus tatuajes llamaron la atención de los sacerdotes y custodios.

—Era militar, fijaos… un cuchillero de la Horda —susurraban.

Se inclinó clavando una rodilla en el suelo frío de mármol. Delante de la estatua del dios que ahora parecía gigantesca. La pierna derecha quedaba flexionada.

—Dadme la aguja.

Todos los presentes procedieron a retirar sus capuchas en señal de respeto al valor de quien había decidido participar en la prueba. La aguja ardiente poseía un pequeño aro en el que podía meterse un dedo para poder hacer fuerza y clavar sin necesidad de tocar toda su longitud a elevada temperatura. Lorkun sudaba pensando en el dolor que iba a tener que soportar. Tenía miedo, pero más que al dolor, tenía miedo de no ser capaz de clavarse la aguja con la trayectoria adecuada para que la punta no asomara a mitad de muslo.

—¡Ánimo, Lork! —jaleó Trento que odiaba la frialdad del silencio de aquella gente.

Lorkun posó la punta en el muslo cerca de la rodilla. Quemaba mucho pero pensó que debía tratar de asumir el dolor. Le temblaban las manos, la cara, hasta las orejas cuando empujó y sintió que la punta perforaba su piel. El dolor era insoportable. Apretaba los dientes hasta dolerle las mandíbulas tratando de no emitir gemido alguno. La aguja entraba en la carne con dificultad. Requería de mucha fuerza para seguir penetrando una vez completado el primer palmo de entrada. La abrasión era imposible de asumir. El dolor le restaba fuerzas, se contagiaba a todo el cuerpo y sentía que sus brazos también estaban siendo atravesados por ese pinchazo de la pierna. Rogó a los dioses mentalmente y siguió clavando aguja, no podía soportarlo, no podía seguir empujando. Se dio cuenta que la aguja era cada vez más gruesa y que poseía unas pequeñísimas rugosidades que hacían estragos rasgando su carne. No había clavado más de la mitad de la aguja cuando pensó que no sería capaz de seguir. Así que detuvo el avance del acero.

—¡Vamos, Lorkun, puedes hacerlo! Ya casi lo tienes.

Agradeció esas palabras de su amigo Trento. Pero no podía soportar el dolor. La aguja enterrada en su carne, provocaba un bulto en su piel, pues había seguido una trayectoria poco profunda. No podía más, ardía en sus entrañas. Ahora avanzar clavando parecía necesitar una fuerza que él ya no poseía, independientemente de la voluntad titánica para aguantar más sufrimiento, pues cada milímetro agrandaba un dolor que ya de por sí parecía insoportable. Lo peor era que no estaba seguro de tener fuerzas para sacar la aguja. Deseaba sacarla de allí. Con cuidado tiró hacia afuera.

—¡No, Lorkun, aguanta! ¡Empuja hacia dentro! —gritaba Trento tratando de impedir que él desistiera. Pero aquella tortura lo obligaba a abandonar y además, sacar la aguja era mucho más fácil de lo que imaginaba, como si tuviese un rastro de aceite.

Respiraba resollando, con saliva colgando de sus labios y las venas del cuello expuestas por el esfuerzo, pero no había gritado. Sacó la aguja y se desplomó sobre el suelo frío. El dolor no cesaba, pero al menos no se había incrementado.

—Esta prueba es inhumana… —susurró mirando a Trento. Desnudo, derrotado, pensó que su viaje había sido en balde, que no podía compararse con los héroes que habían fracasado allí mismo, expuestos en los mosaicos de las paredes.

—Supongo que te darás por vencido después de demostrar tu valentía —dijo el Sumo Sacerdote con ese tono de voz complaciente, asumiendo que abandonaría.

Trento le gritaba que se levantase, pero él no deseaba más que descansar. El dolor había menguado y sentía alivio. Nila se acercó. Lorkun miró sus ojos. Inspiraban ternura hacia él. Después miró la estatua con aversión. Pensó que Kermes era un dios cruel, que aquella prueba era una sátira. Entonces, de repente, cayó en la cuenta de la postura que poseía la estatua del dios donde antes descansara la terrible aguja.

Los custodios estaban retirando el pebetero y limpiando la sangre que emanaba de la pierna de Lorkun.

—Esperad… voy a intentarlo de nuevo —dijo tratando de levantarse.

—No lo hagas —suplicó la joven.

—Querido amigo, tu valor ya ha sido alojado en nuestros corazones… pero creo que no podrás superar esta prueba… —decía el Sumo Sacerdote.

Trento fue en su auxilio y lo puso en pie.

—¿Estás seguro amigo? —preguntó en voz baja.

Lorkun no contestó. Lo que iba a intentar era mucho más peligroso. Temblaba solo de pensarlo, pero tenía una corazonada. La estatua, su postura, en realidad era una prueba de inteligencia y no de resistencia al dolor.

—Como desees…

Volvieron a calentar la aguja de Kermes y se la entregaron. Lorkun esta vez se quedó de pie junto al pedestal. Esperaba a que la aguja se enfriase más. Sabía que era peligroso enfriarla demasiado, pero con la aguja al rojo vivo no podría hacer lo que estaba a punto de hacer.

Lorkun echó hacia atrás la cabeza y miró la estatua. En efecto daba la sensación de que el dios representado enarbolando la aguja, estaba dispuesto a hacérsela tragar a alguien que estuviese en esa misma postura. Así que, sin vacilar, Lorkun alzó sus brazos temblorosos y, con su único ojo, calculó la dirección correcta. Sabía de la dificultad de lo que pretendía hacer. Se tocó un diente, a posta, para afianzar con el tacto la posición exacta de la aguja. Sentía el calor inundarle la boca. No podía vacilar, ni tomar descanso y hacerlo después, estaba demasiado débil. Ahora o nunca. Descendió poco a poco la aguja por la garganta. Con la postura que tenía apoyando la cabeza en el pedestal, imaginaba el delgado tubo de su garganta y el hueco por el que debía insertar la aguja. De pequeño, había jugado de cuando en cuando a imitar a los juglares que tragaban espadas, pero nunca lo había conseguido. La aguja no era tan larga como una de esas espadas, él no necesitaba tanto como ellos, pero asumía que se abrasaría, que la aguja no entraría limpiamente por su garganta y ya está.

—¡Por todos los dioses! —gritó Trento cuando vio a su amigo intentar lo de la garganta.

La aguja pasó el punto crítico del final de la boca sin haber tocado carne. Sentía calor pero no se quemaba. Trató de acordarse de cómo lo hacía de pequeño. El caso es que el mismo calor del pincho le ayudó a sentir qué movimiento debía hacer con su garganta para dejarle paso…

—¡Vamos, Lorkun, por todos los dioses te falta muy poco…!

En efecto, desde fuera, gracias a la boca, Lorkun parecía que ya había tragado mucha aguja cuando comenzó a descender por su garganta… Entonces se quemó. Todos lo supieron porque Lorkun cerró los ojos con fuerza y una de sus manos dejó de sostener la aguja para ir a arañar el pedestal. Sus dedos garabatearon como patas de araña la superficie pulida de la piedra, rompiéndose las cuidadas uñas arañando aquí y allá. Una lágrima descendía por su rostro. Lorkun con la mano que seguía agarrando la aguja, estuvo a punto de hacerla retroceder, pero entonces pareció decidirse a ir a por todas y…

—¡Ya, ya lo ha conseguido! —gritó la joven Nila al Sacerdote.

Rápidamente, la chica fue a sostenerle la cabeza, mientras otro monje lo ayudaba a sacar la aguja. Escupió sangre, se desmayó, pero había logrado pasar la primera prueba.