CAPÍTULO 14

La llegada de la muerte

Los caballos relinchaban poseídos por el miedo. Trataban de soltarse de sus ataduras. Se ponían a dos patas y lanzaban coces. Ríos de esa luminiscencia sobrenatural los estaban cercando y el miedo ya no solo afectaba a los caballos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Trento.

Un grupo de arboles comenzó a temblar. La tierra se abría bajo la luz rosada de los férgulos. Haces de cientos de raíces se irguieron por las grietas y comenzaron a masticar terruños, tratando de aferrarse, de catapultar algo a la superficie, y de las entrañas oscuras del piso cuarteado aparecieron dos férgulos por el flanco izquierdo, junto a los caballos. Avanzaban sobre moles de raíces que lograban apoyo enroscándose en los árboles, en el suelo quebrado, en rocas y cualquier cosa para hacer fuerza y desplazar el tronco madre. Otros dos emergieron desde debajo de la tierra a la derecha. Eran enormes y apartaban a los árboles como si fuesen cañas de azúcar. Se aproximaban y sus raíces pronto estarían al alcance de los humanos.

—¡Proteged a Sala! —gritó Rílmor, sin disimular su orden de prioridad.

Sala se había puesto en pie y Remo rebuscaba en el zurrón de la chica.

—¿Qué buscas?

—Tu bolsa de símil. ¡Que todo el mundo alcance su bolsa de polvos de símil!

Los férgulos los rodeaban. Ahora habían incrementado su número. Eran al menos ocho y daba la impresión de que trabajaban en equipo. No parecían dispuestos a atacar hasta estar todos a la misma altura del círculo que habían creado alrededor de sus víctimas. El resultado era que toda la tierra que los rodeaba parecía víctima de un arado, removida por las numerosas raíces de las criaturas.

—¡Id a por las alforjas, atacarán a los caballos! ¡Haced un círculo protector con los polvos de símil! —ordenó Remo, que ya andaba espolvoreando el suelo.

Los demás comenzaron a secundarlo. Traían de los caballos la mayoría de sus alforjas y aperos, incluidos los cofres de la recompensa. Pero los férgulos atacaron antes de que cerrasen totalmente el círculo. Trento hizo una chispa con dos piedras y se prendió el polvo a sus pies. Las llamas, precedidas de un fogonazo cegador comenzaron a transmitirse siguiendo el rastro de polvos. Una marca de raíces se abalanzó hacia ellos. A Silben lo cazaron rápidamente mientras retornaba de los caballos. Sus pertenencias cayeron al suelo mientras él volaba. Sí, decenas de nervudas correas se le enroscaron en las piernas y los brazos elevándolo del suelo. Como si su cuerpo no pesara, las raíces lo transportaron con suma facilidad. Se enroscaban cada vez con más fuerza. Eran raíces de distintos férgulos y, cuando lo tuvieron preso, cada férgulo quiso su parte del botín. Murió chillando mientras su cuerpo se desmembraba.

—¡Noooo! —gritó Mercal, impotente como los demás ante la muerte atroz de Silben. Por un momento todos permanecieron inmóviles, paralizados por el miedo y la sensación de incredulidad por la muerte de su compañero de viaje. Los férgulos lo habían destrozado con tanta facilidad que parecía irreal, parecía algo reversible si vencían a los monstruos. Sin embargo no era cierto. Silben era el primer muerto en el grupo y costaba digerirlo.

El fuego de símil parecía amedrentar a los monstruos, pero no era suficientemente alto como para protegerlos bien y sobre sus cabezas de cuando en cuando volaba alguna rama.

—¡Agachaos! —gritó Sala.

Las raíces volvieron a la carga tratando de capturar a alguien más, aunque cuando topaban con el fuego se detenían. Dieron con un pie de Góler. Pero rápidamente Trento las cortó de cuajo con su espada. Remo se echó encima de Peronio que era el único que no se agachó para protegerse en el pequeño margen de las llamas blancas. Sin romper el cerco, los enfurecidos férgulos la emprendieron con los caballos. Marañas de raíces los agarraron por las patas. Parecían dispuestos a despedazarlos como habían hecho con Silben.

—¡Por todos los dioses!

Los animales coceaban intentando librarse de las raíces y, en algunos casos lograban apartarlas o incluso sesgar la madera con sus herraduras. Pero aquellas bestias nudosas tenían mucha fuerza y las raíces más gruesas conseguían quebrar los huesos de los pobres animales, que se oían crujir en sonidos graves. Vieron maravillados y con terror cómo el férgulo más grande devoró uno de los corceles entero, después de arrastrarlo con sus raíces. El esfuerzo que hizo el gigantesco férgulo para engullir el caballo levantó pedazos oscuros de terruño como si apoyase sus mordiscos en todo el suelo que enjaretaba con sus raíces. Dos caballos aún poseían alforjas, pues no les había dado tiempo a retirarlas por completo. Remo corrió hacia ellos.

—¡No salgas del círculo, Remo! —gritó Trento a duras penas, tendido como estaba sobre Mercal.

Tenía una idea para aplacar el ataque de aquellos monstruos… Corrió hacia la grupa del caballo de Sala. Una raíz se lo puso complicado, se le enroscó en la pierna como una serpiente. Era delgada y Remo pudo seguir avanzando pese a la fuerza que le aplicaba. Agarró a duras penas el arco y las flechas de la mujer y se las lanzó dentro del círculo.

—¡Sala eres nuestra única oportunidad!

Sala entendió lo que Remo pretendía. Se puso de rodillas con prisa, sin obviar el hecho de que ya hasta tres raíces habían trabado al hombre. Untó la vara de sus flechas con símil ardiente del círculo y disparó a uno de los férgulos.

—¡Funciona! —gritó Trento, que rápidamente usó uno de sus cuchillos con la misma intención. Pero el símil en el acero de los cuchillos no se adhería de la misma forma que en la madera de las flechas. Y la llama acababa extinguiéndose en el vuelo del proyectil.

Sala poseía una puntería prodigiosa. No fallaba, pero no acertaba al férgulo que estaba arrastrando ya por el suelo a Remo. Él intentaba liberarse pero no lo conseguía. Eran ya muchas las raíces que lo tenían atrapado y parecían capaces de desvencijar su cuerpo.

Las flechas de Sala seguían propagando incendios en las bestias de madera, que trataban de apartarlas con las ramas mientras proferían alaridos. A veces lo conseguían, pero el símil no se apagaba y prendía en el suelo otras ramas o las propias raíces. Sala disparaba a diestro y siniestro. Remo estaba ahora elevado por sus amarras. Se adivinaba que las raíces que lo apresaban pertenecían a dos férgulos que se batían en retirada y cada uno tiraba hacia un lado distinto. Remo podía morir descuartizado si no hacían algo. Webs, que estaba junto a Sala, observó en el suelo, dentro del círculo, cómo varias raíces se izaban rastreando.

—¡Cuidado Sala, esas bestias saben quién está propagando el fuego! —gritó Webs que ayudado por Romlos se dedicó ahora a talar todas las raíces que crecían prodigiosamente en el terruño protegido por el fuego.

Ella disparaba flechas sin parar, pero Remo seguía allí colgado gritando de dolor. Trento se irguió y fue a socorrer a su amigo. Asestó un corte vertical que sesgó las raíces que estaban sujetando la pierna derecha de Remo.

Sala acertó con otra flecha en el último férgulo que era capaz de divisar. Justo dentro de sus fauces. El monstruo vegetal soltó a Remo por fin, se retorció como sus compañeros y mientras una orgía de tierra oscura saltaba por los aires, siguió a los demás férgulos que se alejaban tierra adentro para apagar sus incendios. Un pequeño terremoto se pudo percibir cuando los férgulos por fin se alejaron.

Remo sangraba por algunos cortes superficiales, pero no parecía sufrir heridas de gravedad después del estiramiento extremo al que los férgulos lo habían sometido. Su cota de malla le había protegido el torso, pero sentía dolores por doquier y le costaba mucho trabajo respirar sin quejarse.

—¿Estás bien? —se interesó Sala.

Permaneció silencioso, pero cada vez que daba un paso, su rostro se llenaba de muecas de dolor.

Rílmor deseaba enterrar a Silben, hacer algo con los pocos restos de su anatomía que habían dejado los férgulos sobre la algarabía de terruño. Entre todos lo convencieron de que no era buena idea perder más tiempo en aquel claro, que además estaba plagado de aquellos gusanos enormes, grises, con pelos luminiscentes. Parecían inofensivos, pero había más de cincuenta y conformaban una visión desagradable. De todos los caballos, solo dos habían sobrevivido, pero estaban malheridos. Acabaron sacrificándolos. Romlos puso fin a su agonía. A partir de ahora el viaje se haría mucho más duro. Esperaban poder alquilar un carro cuando estuviesen en Nuralia pero, hasta ese momento, debían acarrear el peso de las alforjas. De todo lo perdido en el ataque solo se lamentaron por algunos pellejos de aguamiel.

—Al menos esos monstruos parecen no interesarse por el oro —dijo Rílmor recopilando los cofres de las alforjas de los caballos muertos por el ataque.

Permanecieron en silencio durante el resto de la jornada. Un silencio extraño y frío. La muerte los había visitado por primera vez y, aunque de sobra sabían cuando partieron que dicha circunstancia estaría presente, ninguno estaba preparado para perder un compañero, al menos, no tan pronto. Ni siquiera habían cruzado a Nuralia. No había muerto a manos del enemigo, sino por el hambre de aquellas extrañas criaturas. Sala derramó lágrimas, secundada por Góler cuando hicieron una fogata al caer el sol. Era respeto, nadie vio aquellas lágrimas como señal de debilidad. Ninguno dormiría esa noche pues el pánico a ser atacados por los férgulos los tuvo en vela.

—Era buen soldado —dijo Rílmor.

Sala se sentía culpable. Sabía que Silben, perteneciente a la guardia personal de Patrio Véleron había acudido a la misión de rescate voluntariamente y que, gustoso, había entregado su vida por su señor… Pero no dejaba de pensar que todos aquellos voluntarios perseguían un objetivo arriesgado, impulsados por la desesperación de recuperar a su futuro esposo. ¿Cómo no compartir la responsabilidad de lo que les pudiera suceder?

Remo escrutaba la oscuridad sentado sobre sus piernas. Se había despojado de la cota de malla y la camisola y se estaba aplicando ungüento sobre algunas rozaduras.

—¿Te ayudo? —se ofreció Sala, que deseaba despejar su mente ocupándola en algo.

—Para la espalda me vendría bien.

Se dio la vuelta y ella pudo comprobar las huellas de la presión de las raíces en caminitos rosados sobre la piel tatuada de Remo. Acarició los tatuajes de Remo con las uñas un instante, como persiguiendo los trazos del tatuador.

—Me haces cosquillas.

—Remo, me siento mal por Silben —dijo ella confesando sus sentimientos.

—¿Qué?

Ella acercó su cara a la oreja derecha del guerrero para susurrar, derramándose su melena sobre el hombro desnudo de Remo.

—Ha muerto por salvar a Patrio, por devolverme a Patrio sano y salvo, en parte siento que le debo algo y que no podré pagarlo jamás.

Remo permaneció en silencio.

—No puedo evitar sentirme responsable. Él era amigo de Patrio. Todos son amigos de él y por eso han venido…

—Da igual lo que yo te diga, seguirás pensando lo mismo, pero creo que deberías alegrarte de que solo hayamos perdido un hombre —dijo Remo.

—Hablas como si no te importase la vida de Sil. ¿Tendría que alegrarme? No puedes hablar en serio.

—Si pensabas que esto iba a ser fácil, que volveríamos todos sanos y salvos es que eres una ingenua. Esto acaba de empezar. Nos dirigimos al infierno…

—Sí, Remo, pero ¿no comprendes cómo me siento?

—No seas débil, ¡no sientas! Ellos están aquí, cada uno con sus propios objetivos. Han decidido jugársela, son voluntarios. Tú misma lo dijiste. Piensan en un regreso plagado de gloria. Jortés anhela la venganza. Rílmor… su posición en la casa Véleron. Abre los ojos a tus propias palabras… Destroza esa sensación, destroza todas las sensaciones.

—No puedo. La gente no es tan malditamente fría como tú, Remo.

—Ni tan ingenua como tú. Estas conversaciones no me aportan nada, Sala, uno no puede estar cortando carne y recogiendo flores… Tienes que apretar los dientes y seguir sin mirar atrás.

Ella se marchó enfurecida, sin terminar de aplicarle el ungüento en la espalda. «Estas conversaciones no me aportan nada». Esa frase había sido como una bofetada. Los malos entendidos con Remo se acumulaban ya en la cabeza y comenzaba a estar realmente harta de su actitud. De pronto, se sintió estúpida acudiendo a su lado, no volvería a hacerlo. Si eso era lo que él deseaba, ya no volvería a molestarlo más. Sabía que él no pensaba así como había hablado. Conocía a Remo, pero disimulaba muy bien sus buenas intenciones. Probablemente él trataba de aleccionarla, de ofrecerle el mejor de los consejos. Pero de aquella forma desastrosa. Sentía que él la rehuía. «Eso es. Sabe que si es grosero conmigo me apartaré de él», pensó la chica mientras se tumbaba junto a la fogata en el extremo opuesto de donde dormiría Remo. Estaba en lo cierto, no tenía por qué aguantar sus desplantes. Bastante tenía con la incertidumbre, con la pena de la muerte de Silben…

A partir del día siguiente el viaje discurrió con más rapidez. Pese a ir más cargados, caminaban con más prisa. Necesitaban abandonar el bosque. Alejarse del peligro que suponía volver a ver aquella luz flotando en el suelo esponjoso.

—No debéis preocuparos ya por los férgulos, con lo que han comido estarán una buena temporada sin cazar —comentó Peronio. Sin embargo, sus palabras no tranquilizaron a nadie.

—¿Falta mucho? —preguntó Trento.

—No. No podemos verlas por culpa de los árboles, pero las montañas de La Serpiente están cerca ya.

En efecto, cayó el sol y, subido a un árbol, Mercal ayudado por las últimas luces del ocaso pudo atestiguar que se divisaban por doquier las laderas nevadas de La Serpiente. Se hizo de noche y, junto al fuego, Peronio describió el camino que se avecinaba para cruzar hacia Nuralia. No se sabía si lo hacía para animarlos, o para todo lo contrario. Siempre raro en su proceder, Peronio parecía intranquilo desde la muerte de Silben. Sala se procuró el lugar más alejado de Remo en la fogata.

—El paso que vamos a cruzar no tiene nombre porque surgió de un terremoto reciente.

—Menuda suerte la nuestra, ¿y si hay otro terremoto? —preguntó con mal tono Rílmor.

—Cuando digo reciente, me remonto a tiempos antes de los que vivieron nuestros padres. Pero no sale en los mapas. Es un paso estrecho que a veces parece una cueva, y otras el fondo de un precipicio. Poco a poco va ascendiendo hasta una pared afilada. Allí hay una vereda excavada que nos conducirá a la montaña más baja de las que hay en La Serpiente en este lado. La vereda la rodea. Será duro porque suele estar nevada, pero en menos de una jornada la habremos rodeado. Después hay un gran valle, no tan grande como el del Ojo de la Serpiente, pero será un buen sitio para hacer campamento y afrontar después las montañas que faltan. Calculo que en menos de una semana habremos logrado pasar a Nuralia. Todo si tenemos suerte y el valle no está también nevado, si no hay ventiscas, ni desprendimientos…

—¿Y si está nevado? —preguntó Trento.

—Lo más probable es que esté nevado. Si es así, será más difícil encontrar el camino que debemos seguir para ascender a las montañas. Es fácil perderse allí. Caminar por la nieve nos retrasará. Esta ruta es más dura que la del Paso de los Abismos, pero no está vigilada… solo la frecuentan los pocos contrabandistas y proscritos que la conocen y si nos topamos con ellos, seguramente nos eludirán…

—¿Hay aldeas, algún sitio donde poder guarecernos de una tempestad?

—No, al menos no recuerdo ninguna.

Esa noche los turnos de guardia se hicieron individuales. No era aconsejable mantener la vigilia sabiendo los esfuerzos que acaecerían de forma inminente, así que se obligaron a dormir. Usaban unos palitos de incienso para contabilizar el tiempo de cada turno. Sala no le dirigió la palabra a Remo, procuró estar alejada de él. Estaba herida por la última conversación, en general, por todas las conversaciones que solían estropearse por el mal carácter que siempre gastaba. Y pensar que hacía un año ella estaba prendada de aquel hombre. Ahora no podía creerlo. Quizá era porque no había conocido a Patrio. Sí, aquella noche más que ninguna otra añoró al heredero de los Véleron. Con él jamás discutía, jamás tenía trifulcas parecidas a las que surgían con Remo. ¿Cambiaría su carácter si estuviese otra vez enamorado? ¿Cómo lo había soportado Lania? Sala tenía una teoría para aquella historia. No. Remo no había sido siempre así. Pero el dolor por la pérdida de su amada le había agriado el carácter poco a poco, año tras año, la no consecución del reencuentro soñado, esa búsqueda lenta y trágica lo había consumido. No podía evitar sentir pena por él ahora, pensando en Lania. Siempre que aparecía en su mente la misteriosa dama, como una criatura celestial, Sala solía pensar en un Remo cortés y educado, amable y atento que, después de sufrir el ultraje, se había envenenado de rabia y odio. Pensando en todas esas cosas Sala sintió que la llamaban las níbulas del sueño…

Sobre su manta Remo sufría en silencio dolores terribles. Mantenía en secreto su dolor porque no deseaba retrasar al grupo. Trento le había hecho un favor al llevarle su carga durante la jornada y confiaba en despertar mejorado. Era en esos momentos cuando solía tener lo que él mismo llamaba «la tentación de la muerte».

Miró su espada acostada junto a él. Acarició la piedra negra en la cruceta. Cuando sufría heridas en combate, cuando el dolor lo atacaba de veras, siempre, desde que cayera en su poder la piedra de la diosa Okarín, sentía la tentación de volver a darle luz cuanto antes a la gema, para así poder curarse, volver a sentir ese caudal de energía infinita que tapaba sus heridas o le otorgaba desde sus entrañas una energía vibrante con la que su cuerpo parecía de acero y sus fuerzas se alargaban hasta tocar las nubes. Pero para cargar la piedra no había otro camino que no fuera matar a un hombre. Era una lógica perversa. Curarse con la muerte de otro. Prevalecer matando. Jamás la había usado de forma arbitraria. Nunca había matado por capricho para evitarse penas o aligerar su marcha. Desde que tuviera la posesión de tan magnífico don, Remo había vivido preso de una responsabilidad, sintiendo que cada uso que daba a la joya tendría que ser explicado ante los mismísimos dioses el día del gran descanso.