CAPÍTULO 29
Destruir y aniquilar
Los llevaron a rastras por empinadas escaleras de piedra hacia unas mazmorras. Allí fueron enjaulándolos en diversas estancias. A Remo le tocó compartir una con Rílmor. Desde fuera parecía una habitación amplia, pero cuando cruzaron el umbral comprendieron que no iban a disfrutar de ninguna comodidad. Dos jaulas más bajas que la estatura de un hombre, como para encerrar animales, servirían para confinarles.
Les pegaron nuevamente, sobre todo a Remo, y lo arrojaron sin miramientos al interior de la jaula. Allí, encerrado como un perro, Remo examinó la estancia. Intentaba averiguar el pasillo que conducía a las jaulas, donde quiera que hubiesen confinado a los demás.
—Así que eras un maldito héroe, y claro, para ellos un asesino —dijo Rílmor con desprecio.
Remo no tenía ganas de conversación, pero el tipo insistió.
—Ahora el odio que te tienen nos perjudicará a todos…
—Imbécil. He matado más fríamente en los años de paz que en los de guerra.
—Destruir y aniquilar —dijo el capitán Arkane leyendo el final de la orden que les acababa de llegar.
Peronio encabezaba la avanzadilla y, después de guiarlos por bosques y vaguadas, y de esquivar varias aldehuelas, descubrieron el destacamento real que llevaba provisiones al castillo de Nirtenia. Los siguieron durante varios kilómetros, a bastante distancia, y Peronio los llevó por un atajo entre dos montes hasta encontrarse apostados en una loma frondosa en arboledas, perfecta para emboscarlos. Cuando vieron a lo lejos cómo se acercaba la comitiva, todos felicitaron a Peronio por su habilidad para posicionarlos de forma tan ventajosa con su atajo.
—Es la hora de combatir… —susurró Selprum con un cuchillo ensortijado entre sus dedos. Tenía en la mirada la codicia de quitar vidas.
—Estos hombres se dirigen a Nirtenia con aprovisionamientos —comentó Peronio.
—El terreno está a nuestro favor —susurró el capitán Arkane que se había asomado ágilmente por un risco para ver mejor por dónde venía el sendero.
Después con su habitual gracejo y agilidad se colocó a la derecha de Peronio y levantó el brazo para detener el avance de la compañía. Hizo varios gestos que indicaban a sus maestres lo que debían hacer para separarse en dos grupos. Remo ya comandaba su propio grupo y estaba muy concentrado en los gestos del capitán para descifrar la información silenciosa. Arkane era un maestro. Pretendía rodear el destacamento con un pequeño grupo que se colocaría en el río. Estos llamarían la atención del contingente hacia el flanco y, justo a su espalda, toda la fuerza de Arkane se les echaría encima por sorpresa mientras ellos se arrimaban al río. Teniendo el terreno a su favor y la invisibilidad que les otorgaba la espesura… los cuchillos volarían hacia sus enemigos como una lluvia invencible.
Remo desenvainó su espada, sería el encargado del señuelo. Con diez hombres a su cargo, descendió de la ladera y salió de entre los árboles, cruzó rápido el camino y se resguardó en la vegetación hasta llegar al río, a una distancia del grupo perseguido suficiente para no ser vistos. Aguardaron junto a la ribera hasta que llegase el momento de atacar. Tuvieron algunos problemas con la vegetación y la accidentada cadena de breñales atestados de espinosas plantas de fruto oscuro, pero nada que les supusiera un verdadero obstáculo.
El grupo custodiaba doce carromatos. Unos setenta hombres armados. Arkane disponía de más de doscientos en aquella incursión a Nuralia. «Una buena emboscada no debe costarnos una sola vida si triplicamos en número a nuestros adversarios» había dicho el capitán. Remo y sus hombres tomaron distancia y esperaron la señal del arquero. Cuando voló la flecha hacia el cielo, arrimados a las frondas, comenzaron a lanzar cuchillos por entre las plantas que configuraban el margen del camino.
—¡Guardia! —gritó el capitán de los nurales.
La seña les hizo proteger los carros. Remo y sus hombres seguían enviando cuchillos tratando de herir a los caballos para crear más desconcierto. Los soldados del ejército nural, muy disciplinados, no parecían dispuestos a caer en el señuelo tan fácilmente e ir tras la amenaza oculta en aquel lado del camino. Respondían a los cuchillos con flechas de varios arqueros sin descomponer la formación. Remo tentó más a la suerte y se asomó al camino con la espada para combatir a un soldado que estaba en la vanguardia de la formación. Remo lo hirió en un brazo y volvió hacia los árboles desde donde había salido al camino. En ese mismo instante, varios hombres a caballo se internaron en la arboleda para darles caza. La idea de Arkane precisamente era esa, la de dividir las fuerzas de los nurales y enfocar su atención hacia esa margen y atacarlos por la espalda. Ellos corrieron hacia el río…
Una turbonada de cuchillos comenzó a traspasar las espaldas de los soldados, aguijoneando la madera de los carruajes, matando a muchos hombres.
—¡Es una emboscada!
Por su parte, Remo y los otros corrieron hasta más no poder tratando de esquivar a los que los perseguían.
—¡A mí la Guardia! —volvió a escucharse y por fortuna para Remo, eso hizo retroceder los caballos hacia el grupo que estaba siendo masivamente atacado. Regresaron para morir. Los cadáveres ya jalonaban los carros y solo unos cuantos arqueros habían conseguido herir a algún cuchillero de la Horda, subidos a las lonas de los carruajes. Lorkun dio cuenta de varios a una distancia prodigiosa gracias a su puntería. La emboscada había sido perfecta y el batallón de Arkane celebró la posesión de los víveres y las armas. Condujeron los carros hacia el bosque y allí los desmantelaron a su conveniencia. Después arrastraron los cadáveres sacándolos de la vista del camino. Se alejaron hasta una explanada rodeada de árboles donde hicieron el campamento.
—Ahora, tras esas lomas está Nirtenia… —susurró Peronio junto al capitán Arkane.
Pocos conocían las intenciones de Peronio y el trato al que había llegado con Remo y el capitán Arkane, las razones que habían hecho a ese hombre desertar estaban cosidas al destino de la ciudad de Nirtenia. Llevaba meses facilitándoles emboscadas como aquella, destrozando planes de incursiones nurales en las montañas.
—No somos suficientes como para tomar una ciudad. Si estuviera la Horda al completo no me opondría, pero no con doscientos hombres —contestó Arkane.
Peronio, por primera vez en meses, inspiró una vitalidad inusual en sus palabras. Solía darle todo igual, si acampar aquí o allí, si esperar más o menos para comer. Cumplía con las órdenes del capitán como los demás y callaba por lo general. Fue raro verlo insistir con esa devoción.
—Conmigo podréis adentraros al mismo corazón de la ciudad sin ser vistos. Con vuestro destacamento y mis dibujos os haréis con la ciudad sin problemas, de noche.
—La venganza hace buenos planes, pero no responde a las eventualidades. No dudo que en este tiempo hayas pensado sobradamente cómo tomar esa ciudad. Pero no arriesgaré la vida de mis hombres en un plan suicida.
—Primero escucha mi plan. Destruir y aniquilar. ¿Acaso no son esas vuestras órdenes?
—¿Te decidirás a combatir pues? —preguntó Selprum, que echaba en cara el que Peronio nunca empuñase armas.
—Esta vez, al menos, cortaré una cabeza.
La fortaleza de Nirtenia había sido obra para la paz y su belleza la hacía más vulnerable. Sus murallas eran recias, de mármol blanco, pero demasiado bajas, con una forma arqueada muy vistosa, pero poco práctica para apostar hombres. Poseía tres grandes catapultas defensivas recién instaladas para los tiempos de guerra y un destacamento de más de mil hombres que esperaba el avituallamiento que Arkane y los suyos habían interceptado.
—Destruir y aniquilar… —decía Remo repitiendo la orden recibida. ¿Acaso en la Gran Guerra se hacía otra cosa?
La Horda del Diablo solía ocuparse de órdenes como aquella. La misma orden que tuvieron cuando se reanudó la guerra con la incursión que llevaron a cabo en Aligua. Precisamente la misión que le proporcionó a Lania, grandioso botín el suyo. Tenía ganas de volver a Vestigia y pasar una temporada en su casa con Lania.
Después de las exhaustivas explicaciones de Peronio, Arkane no pudo por más que asentir y asumió que otorgarle su oportunidad de venganza era también un buen servicio para Vestigia. Nirtenia podía caer con el plan de Peronio y eso alegraría mucho al general Rosellón y al mismísimo Rey.
Cincuenta disfraces les proporcionarían anonimato para acercar al castillo el destacamento de doscientos y, siguiendo el pasadizo que conocía Peronio, podrían colarse en la fortaleza y llegar a un sistema complejo de alcantarillado. Las cuatro torres de la muralla y las puertas del palacio del señor de la ciudad eran los puntos estratégicos que debían tomar antes de que su presencia fuese advertida. El plan era incendiar la ciudad cerrando las puertas para crear pánico. Antes de eso debían sellar los diez dormitorios militares del castillo y procurar capturar al señor de la ciudad con el que podrían amortiguar de golpe la resistencia de sus subordinados. Aguardaron la noche…
Peronio con la espada desenvainada, en pleno patio central del castillo del señor de Nirtenia, después de una noche infernal, escuchando gritos lejanos, con la cara tiznada de carbón, tenía el noble gaznate del verdugo de su padre a disposición del filo de su espada, mientras una gran multitud de prisioneros contemplaban la escena, cabizbajos e incrédulos por la toma de la ciudad.
—¿Cómo has podido traicionarnos, Peronio? —preguntaba alguna voz entre la muchedumbre. El señor de la ciudad se había cansado ya de suplicar. Peronio estaba inmóvil. Llevaba un rato así, mientras la ciudad ardía por los incendios que la Horda estaba propagando.
—¡Vosotros reíais e insultabais a mi padre cuando estaba a punto de ser ahorcado en esta misma plaza, tuve testigos que así me lo aseguraron! —gritó Peronio—. Entonces nadie pudo ver este futuro y pensasteis que la muerte era un juego. La corrupción que cambió la vida de un buen hombre, por la codicia de este miserable debe ser compensada hoy.
—Tu padre fue juzgado, yo no sabía que conseguiste un indulto. No es mi culpa si llegó tarde… ¡Se te devolvieron tus tierras! ¡Yo merezco juicio también! —gritó el arrodillado. Agarró los faldones de su sayo de seda con el que lo habían sacado de la cama y llevado en volandas hasta la plaza.
—¿Ordenaste con tu mano que el verdugo colgase a mi padre hasta que perdió la vida? —preguntó Peronio.
El noble lloriqueaba y suplicó por última vez.
—Misericordia, Peronio, tú eres hombre de paz.
Levantó la espada y la bajó rápida sobre el cuello de aquel malnacido, de suerte que no logró cortar su cabeza de un tajo, similar al que había imaginado tantas veces en el tiempo que planificaba su venganza, limpio y recto. Sino que la espada quedó trabada entre los huesos y músculos de la columna, sin cortar del todo. Las gentes ocultaban sus rostros con pavor viendo aquello. Peronio logró destrabar el arma y asestó un nuevo golpe que, como el anterior, falló en su propósito y acabó desviado del otro corte. Comenzó a sentir un temblor en las manos. La sangre escandalosamente salpicada en el suelo, a borbotones, le estaba mojando las botas.
—¡Fuerza, Peronio! —gritó Remo.
Levantó la espada otra vez, pero el sudor le impedía ver bien y ahora el tajo sencillamente rebotó en el hombro de moribundo. Un nuevo tajo rápido, este sí, fue mortal, logró callar los gritos extraños que expelía el cuerpo mancillado del noble.
—¡Quemad el castillo! —gritó Peronio que tiró la espada al suelo y se alejó.
Remo y muchos de sus hombres prendieron fuego a los tapices en los salones. Mataron a todos los que todavía se les opusieron. Hubo revueltas entre los prisioneros después de la ejecución y la Horda arrasó con todos. En aquel destacamento se sintieron sucios, como nunca antes. Tan cruda fue la venganza que no pareció tal, y de Peronio poco más se supo en semanas, meses.