CAPÍTULO 18
Adiós a Trento
Remo se alejó del grupo unos instantes mirándose la mano. Apretó la minúscula rajita tratando de supurar el veneno que pudiera albergar. A base de hacer presión, consiguió hacer rezumar algo de sangre que supuso contaminada, pero nada más.
Analizó cómo se encontraba. No percibía nada especial. Ningún espíritu se posaba sobre su consciencia. Quizá necesitaba más veneno para contaminarse, pensó. La herida se había coloreado de un verde parecido al que resulta de un golpe, pero no percibía dolor, ni ningún cambio físico o mental. Lo paradójico era que, pese a esa normalidad, en el fondo sabía que no podía engañarse, la maldición navegaba en sus venas aunque fuese mínima la cantidad venenosa que había penetrado en su cuerpo. Sabía que la transformación sucedería tarde o temprano. Lo peor de todo era saber que aunque lograse cargar la piedra, no podría usarla consigo mismo, porque la gema roja no lo curaría, muy al contrario, lo abocaría antes a su final tal y como había hecho con Góler. Fue a sus pertenencias, apiladas junto a los de los demás y buscó una tela curtida de las que usaba para cubrirse del frío. Se ayudó con su espada para rasgarla y lio su mano bien fuerte, dejando salida a los dedos, como cuando usaba vendas en los entrenamientos de espada. Miró a los demás, distantes, todos alrededor de Trento que estaba herido. Paseó su mirada por todos ellos; Mercal, Peronio, Jortés, Webs, Sala, Trento, Romlos, incluso el propio Rílmor… Se prometió que, si en algún momento se convertía en una amenaza para los demás, se quitaría la vida. No dejaría que la maldición lo dominase del todo antes de cortarse la garganta con sus propias manos.
Volvió con el grupo y echó un vistazo a Trento. La cosa no pintaba muy bien. Si por lo menos quedase un ápice de luz en la piedra podría usarlo para curar a Trento. Recordó el efecto trágico que tuvo la piedra sobre Góler. Todo se estaba complicando, tanto que parecía una pesadilla.
Remo debía prepararse para morir. Debía hacerse a la idea. Recordó unos instantes al capitán Arkane cuando les infundía valor antes de las batallas, antes de salir a jugarse la vida. Para el capitán, la muerte era la primera opción en un lance y, si al final recibías la suerte de sobrevivir, eso que te encontrabas, pero siempre debías luchar como si fueses a morir. «No dejes que en tu muerte no albergues la gloria de haber luchado con todo lo que tenías…», decía Arkane. El capitán vivió muchos años con esa filosofía, pero murió en una batalla.
—¿Estás bien? —preguntó Sala cuando vio la cara de Remo, que parecía ausente.
—Trento se marcha —sentenció él después de inspeccionar las heridas de su amigo.
—¿A dónde? —preguntó el propio Trento enérgicamente.
—Vuelves a Vestigia.
—No lo dirás en serio… Esto es una insignificancia amigo. Es una herida superficial.
Remo no lo miraba ya, como si todo estuviera decidido con respecto a esa cuestión. Sus preocupaciones se habían multiplicado demasiado rápido. Ya habían perdido a dos compañeros. Acababa de cerciorarse de que estaba contaminado por la maldición. Su determinación antes de morir sería conseguir que aquellos a quienes quería sobreviviesen a esa misión. Mandando a Trento de vuelta, ya tenía a uno fuera de peligro. Sabía que no podía abortar la misión y convencerlos de dar media vuelta, porque debía ser justo con Sala. Sala estaba enamorada de Patrio Véleron y jamás renunciaría a su búsqueda, así como él no había renunciado a la búsqueda de Lania durante años… Daba igual que él pensara que eso era un error, que ella se estaba equivocando. Si de veras lo quería como para estar involucrada en una misión suicida para su rescate, él la ayudaría. Pero aquella locura no tenía porqué costarle la vida a un buen hombre como lo era Trento.
—Creo que esa decisión la debe de tomar él mismo —dijo Rílmor.
—No. Nos concierne a todos y cada uno de nosotros. Trento está herido. Esas cañas pueden infectársele y puede ser una carga. Aún tenemos que rodear esa gran montaña nevada, descender, atravesar tierras desconocidas y no sabemos si acaso nuestros enemigos no nos tienen preparada otra emboscada. Trento debe volver…
—Precisamente por eso mis cuchillos pueden servir de ayuda. —Ahora Trento miró a Sala—. ¿Tú qué piensas, Sala?
La mujer miró a Remo indecisa.
—¿No es más peligroso que se vuelva solo?
—No. Lo que hemos pasado lo conoce. Trento tiene buena memoria, estoy seguro que no ha olvidado el camino.
—¿Y los férgulos?
—Peronio dice que con lo que comieron no volverán a cazar en meses, su presencia no es habitual, tuvimos mala suerte con ellos. No soy estúpido, si de veras pensase que estaría mejor con nosotros, no le pediría que se fuese.
Trento estaba fastidiado.
—Remo, después de esas montañas habrá alguna aldea donde encontrar medicamentos.
—Hasta la ciudad de Asmón, no lo sabemos. Trento lo que te pido no es fácil; va a ser muy duro para ti volver solo, pero creo que es más adecuado para tus posibilidades de supervivencia. Te llevarás todos los víveres que puedas acarrear. También te llevarás oro suficiente para que te ayude quien quiera que se cruce en tu camino y, todos los polvos de símil que nos queden, por si te encuentras otra vez con los férgulos.
Remo se fue hacia las alforjas del difunto Góler y abrió su cofre. De él sacó un puñado de monedas de oro.
—Ya perdimos suficientes víveres en el bosque… —comentaba Rílmor claramente en desacuerdo por la decisión de Remo—. Podríamos dejarlo en un pueblo, Peronio, tú qué dices.
El aludido miró los rostros de todos antes de hablar.
—Remo tiene razón.
—¡Menuda novedad, el fumador de opio azul apoya a Remo! —exclamó Rílmor.
—¡Estúpidos! Trento pertenece a la Horda del Diablo. En su espalda lleva tatuajes militares, ¿qué médico encontraréis en Nuralia dispuesto a curar a un hombre con los tatuajes de los verdugos de sus familiares? En Vestigia no habéis olvidado la Gran Guerra, ¿acaso pensáis que aquí sí se olvidó, que no sembrasteis un odio incomparable en madres y hermanos, en hijos que ahora son huérfanos? —Peronio no solía alzar la voz como lo estaba haciendo en ese momento—. Eso suponiendo que sobreviva a todo el frío que nosotros tendremos que soportar. Puede que algunos hombres sanos no puedan soportarlo, mucho menos alguien herido. Estáis a tiempo, si alguno desea volver con él. Ahora tenéis la excusa perfecta, acompañar a Trento. Esa excusa os dará honor y nadie osará maldeciros por cobardes. Continuar caminando con nosotros puede que signifique vuestra muerte, es el momento de decidir. Las heridas de Trento son su pasaporte a la supervivencia, ¿en qué consiste el vuestro? Los hombres como Remo no se echarán atrás, no esperéis que él diga que volvamos sobre nuestros pasos porque nunca lo hará.
Remo permaneció tan impasible ante las palabras inusualmente extensas de Peronio, que parecía darle totalmente la razón.
—Yo no quiero volver —sentenció Trento.
—Pero volverás. Sabes que es la opción más inteligente de todas.
Trento recibió cuidadosos abrazos. El de Sala fue el más caluroso de todos. Remo estrechó su mano. «Sé que lo conseguiréis», le dijo Trento al oído. Tenía un nudo en la garganta cuando vio su silueta perdiéndose de vuelta al camino que ya habían hecho. Remo pidió a los dioses que lo llevasen de vuelta a Vestigia sin incidentes.
—En marcha —sugirió Remo—. Ese sabe cuidarse solo y a nosotros aún nos queda mucho viaje.
La dureza del camino, con la nieve, con el peso añadido por los cofres de Góler y Trento, la desazón por el regreso del maestre cuchillero y la muerte dramática de Góler, hizo que Sala olvidase los malos modos de Remo, las disputas pasadas. En las penalidades se olvidaban más fácilmente los agravios. Así que caminó junto a él. Le vio muy mala cara. Había visto a Remo preocupado otras veces, pero se le atragantó comprobar que en su rostro se comprimía una especie de ansia imposible de saciar, una angustia serena pero implacable, perpetua.
—Remo, pensándolo mejor, creo que has acertado con lo de Trento.
El hombre no habló ni lo más mínimo. Tampoco relajó su rostro, pero Sala deseó que en algo sus palabras aliviasen de responsabilidad a su amigo.
Remo pensaba con velocidad. Trataba de comprobar sus fuerzas, si algo le temblaba, si descubría algún ramalazo en el brazo afectado. Estaba sorprendido porque no percibía nada de nada. Con discreción iba comprobando de cuando en cuando el estado de la herida, ahora de un verdoso más oscuro, como el musgo, algo más ancha la sombra, pero seguía sin sentirse mal o demasiado bien. Permanecía realmente aturdido. Remo estaba acostumbrado a las heridas. Había burlado a la muerte en tantas ocasiones que difícilmente la temía ya, porque siempre había contado con la ayuda de la piedra de poder. Su fulgor rojo lo había curado de heridas mortales y su existencia parecía inevitable designio divino. Ahora la cosa había cambiado de repente. La maldición silach acabaría con él. Lo transformaría en un monstruo nublado por el ansia de matar, alteraría su razón. Eso era peor que la muerte. Pero sabía que la muerte le sobrevendría, que alguien le daría caza. Si consentía la transformación lo matarían como a un perro. Deseaba al menos morir matando a sus enemigos. Estaba dispuesto al suicidio, a la más mínima prueba de pérdida de juicio.
Caminó solo mientras pudo, apretando el paso por delante de los demás. No podía evitar sentir un dolor profundo, una pena ancha y desoladora que resucitaba en su interior. Era hermana gemela de aquella pena honda que lo volvía loco los primeros años después de la pérdida de Lania. La pena que secó sus lágrimas. Sentía pena porque su vida terminaría sin haber encontrado paz. No se trataba ya de haber recuperado a Lania, sino simplemente de haber encontrado un atisbo de felicidad. Asumir que se había terminado todo iba en contra de su naturaleza combativa. Pero se sentía desamparado. De pronto le dieron ganas de destruir a golpes la piedra de la isla de Lorna, la que tantas veces había permitido a su vida continuar cuando su futuro era tan oscuro, ¿acaso no habría sido mejor haber muerto años atrás? Como un hombre normal y corriente, en cualquier escaramuza, y no transformado en una bestia horrenda.
Acamparon en la falda de la montaña que Peronio seleccionó como «la adecuada», después de estudiar el camino que habían seguido. Comenzó a nevar otra vez y montaron una tienda rudimentaria para evitar acabar sepultados. Remo estableció turnos de guardia. Dos personas pasarían en vela media noche y el resto otras dos, y así se turnarían. Ahora eran seis en el grupo y podían turnarse sin problemas.
Transcurrieron días de duro ascenso, de caminatas obstruidas por nieve crujiente, haciendo fogatas cada noche. Un fuego que daba la impresión de ser más silencioso y lúgubre, al que se arrimaban más y más sin conseguir calentar el ánimo que pareció congelado desde la pérdida de Góler y Trento.
Un día, a media mañana, apartando nieve por miedo a que al pisarla se desplomasen hacia las entrañas de una ladera afilada por una costra de hielo azul, Peronio dijo una frase sencilla y escueta:
—Ya estamos en Nuralia.
Todos saltaron de alegría.
Remo, que estaba mirándose la mano, que ahora le picaba horrores, sonrió melancólico viendo el júbilo que se posaba en sus compañeros. Parecía mentira que estuviesen a punto de alcanzar su objetivo de cruzar La Serpiente, pero así era. Se detuvieron a celebrarlo y bebieron un trago de la reserva de licor que habían traído para combatir los fríos. Por un momento pudieron aislarse de las penalidades del viaje. Volvían a sentir cierto humor y a confiar en que podían salir de aquella misión con éxito.
Remo esbozaba una sonrisa fingida, mirando reír a Sala, viendo sus ojos grandes en los que había resucitado la ilusión y se juró que haría todo lo posible, que llegaría hasta donde la maldición y su voluntad le dejasen para ayudarla a rescatar a Patrio. De repente, la idea de que ella tuviese un futuro, el casamiento, ya no le parecía un error a Remo. Muy al contrario se sentía bien pensando que él se iría dejándola a ella con toda una vida por delante para ser feliz. Seguía pensando que Patrio Véleron y la nobleza no iban con Sala, que era una opción equivocada, pero pensaba que al menos ella tendría una buena vida, algo que, sin embargo, él no pudo conservar.
Luego, antes de dormir esa noche, Remo no pudo acallar por más tiempo sus pensamientos. Desde hacía mucho, siempre que había conocido mujeres en el largo vaivén de su vida en soledad, procuraba verlas como una amenaza al recuerdo de Lania. Así podía echarlas fuera de su pensamiento con facilidad. Como si fuesen distracciones a su objetivo. En realidad sentía una culpabilidad violenta si miraba con buenos ojos a una muchacha, como si faltase al respeto a la que fue su esposa. Pero ahora que estaba convencido de que la búsqueda, su propia vida, había llegado a sus últimas horas, no pudo evitar pensar que él habría podido tener algo con Sala. Algo bueno y hermoso. ¿Qué importaba ya? ¿Qué mal podía causar ya ese pensamiento? La muerte hervía cerca y, para él, el viaje a las islas de la otra vida, junto a las níbulas, atravesando las puertas doradas, sería una travesía triste hacia tierras desoladas, los infiernos del inframundo, el final de los ríos de la vida.
Sí, Sala podía haber sido la mujer que lo hiciera abandonar por siempre la quimera de buscar lo imposible. Remo no sintió culpabilidad pensando en esto esa noche pero, a cambio, sintió una desolación atroz. Su última hora estaba cada vez más cerca.