CAPÍTULO 6

Sueños y premoniciones

A la mañana siguiente, temprano, alguien aporreó la puerta de las dependencias de Remo, que dormía profundamente.

—Señor, le esperan en la asamblea.

Se lavó la cara y se aseó con premura.

Había tenido un sueño muy extraño del que no le gustó salir. Había visto a las níbulas, las señoras de los sueños, que lo condujeron a un lugar frondoso entre cánticos, y allí lo sumergieron en una visión extraña. Una mujer de belleza divina le sonrió en el claro de un bosque. Flotaba delante de él a varios palmos del suelo, enorme y perfecta como una diosa.

—Remo, soy Ziben, la guardiana a la que te enfrentaste en la isla de Lorna. Remo el imprudente…

La mujer sonrió mientras sus cabellos dorados cambiaban de color, a un azul marino húmedo, y comenzaban a ondearse impulsados por un hálito misterioso y ascendente, como si estuviese sumergida en agua cristalina. Remo la recordó enseguida…

—Remo, escúchame, es importante, las niñas, la maldición está en las niñas.

Eso fue todo. El sueño tornó a ser opaco hasta que fue despertado, pero recordaba a la perfección, como si la guardiana le hubiese gritado al oído aquella última frase. «La maldición está en las niñas». No tenía sentido…

La cama era tan tierna que se había entregado en demasía al descanso, después de tantos días en barco, en camas angostas o en el suelo frío, carromatos y piedras que solía tener por colchones… no era extraño que tuviese serios problemas para despertarse al alba, con un colchón perfumado recogiendo su espalda.

Se sentía bien, descansado, y no guardaba suficiente respeto por aquella asamblea después de lo visto la noche anterior, como para avergonzarse de ser el último en aparecer.

—Ya estamos todos —dijo Sala cuando Remo apareció en el gran salón del castillo. La chica lo miró con dureza, con una ceja arqueada, repasándolo de arriba abajo con desprecio. Él respondió a su mirada con indiferencia. Había caras nuevas y otras que le sonaban del banquete. Preocupación, quebranto, rabia, sensaciones que cerraban las mandíbulas de los presentes.

—Sobre la mesa tienen ustedes los vestigios que esos malparidos abandonaron en su huida —hablaba Rílmor, el capitán de la guardia de Lord Véleron—. Se puede comprobar en este brazalete que son antiguos combatientes del ejército Nural.

En efecto, las siglas no dejaban lugar a dudas.

Remo se aburría, hasta que le tocó intervenir a un hombre bajito, vestido con ropas humildes, más cercanas al labriego que al rutilante aguerrido urbano que lucían la mayoría de ricachones cercanos a Lord Véleron. Tampoco aparentaba ser o haber sido soldado. Remo aprendió pronto que el más perjudicado de aquella tropelía no había sido el señor de las tierras con el secuestro de su hijo, sino uno de sus fieles vasallos.

—Jortés es mi nombre y ruego que se me acepte en el grupo que irá a Nuralia a buscar a nuestro joven señor Patrio —imploró el campesino.

—Jortés, cuenta lo que viste y lo que llegó a tus oídos, lo otro, sabes de sobra que no se te concederá —decía Rílmor en tono conciliador, pero dejando claro que Jortés era un invitado inferior en aquella asamblea.

Jortés narró su paseo nocturno, interrumpido por bullicios anómalos. Había divisado un grupo de caballos amarrados entre los olivares cercanos al castillo, pero no imaginaba que esa noche marcaría el funesto final de su familia.

—Escuché un estruendo, yo andaba algo turbado por la presencia de esos animales en el olivar y el sobresalto casi me saca el corazón del pecho. Fue como si se derrumbase un carro atestado de toneles. Se escuchaban otros sonidos, más lejanos, como de vasijas hechas añicos. También gritos, alaridos… Después de eso no dudé por un instante en regresar a mi casa a la carrera. Ni si quiera tengo armas en mi hogar, pero al menos podría cerrar con postigos el portón de madera y hacerme con algún cuchillo…

Jortés no pudo continuar. Dos lágrimas cruzaron sus mejillas y todos comprendieron que tenía demasiado cerca la tragedia. Fue Rílmor quien, con voz algo cansina, explicó que Jortés regresó a su casa y encontró la puerta destrozada. Había sangre por todas partes y su mujer estaba histérica.

—Dices que acabaron con lo más valioso que tenía Jortés —dijo Remo deseando saber más.

Jortés levantó una mano y dio a entender que él mismo explicaría lo sucedido.

—Sí, mataron a mis dos hijas, se… se ensañaron con ellas.

Remo pensó en el sueño con el que había despertado: «La maldición está en las niñas», le había dicho Ziben. La descripción abominable de cómo las encontraron no torció la mueca de Remo, pensativo, con la sorpresa de hallarle explicación al sueño. Jamás en toda su vida había tenido ensoñaciones premonitorias, ni estaba dispuesto a creer que aquello distaba de la mera casualidad, sin embargo, los latidos del corazón se le aceleraban como si tuviera ojos para lo que su razón no le dejaba ver.

—¿Qué pasa por tu mente Remo? —preguntó Lorkun.

—En mi mente no pasa nada —contestó él y, como si Jortés no hubiera intervenido siquiera, cambió radicalmente de tema—. Si el capitán Rílmor encauza esta misión, yo ya os advierto que no participaré en la búsqueda de Patrio.

Más directo no se podía ser.

—¿Cómo osas cuestionarme? Yo tengo rango de Capitán.

Ni lo miró. Sus ojos se clavaron en Lord Véleron. Sala miraba el suelo avergonzada después del desplante de Remo. Tardó, pero cuando Rílmor parecía a punto de echarlo de la asamblea, intercedió por él.

—Mi señor —se dirigía al noble—, Remo tiene parte de razón. Que yo conozca, nadie en esta asamblea ilustre tiene más experiencia ni más habilidad que Remo para guiar nuestros pasos hacia el éxito. Remo fue maestre de la Horda del Diablo, combatió en la gran guerra y la Horda precisamente fue uno de los contingentes que más incursiones hizo en la vasta Nuralia.

—Ahora es un pordiosero, hasta hace poco un proscrito —replicó Rílmor, que al parecer se había informado sobre su pasado.

Lord Véleron se levantó. Caminó hacia Remo con pasos hipnóticos, lentos, muy guiados por el temblor de sus manos que parecían otorgarle equilibrio.

—Remo, ¿traerás a este viejo padre el único don que la vida le otorgó? Ese hijo mío al que he dedicado la vida entera… He oído hablar de ti, no solo a Sala, sé de ti también por mis hombres. Disculpa a Rílmor… es muy joven, aunque su amor por Patrio lo hace ansiar con rabia su rescate… ¿Podrás traerme de vuelta a Patrio?

Remo guardó silencio unos instantes.

—Que yo dijera un «sí» o un «no», contestando a esa pregunta, no serviría para nada. Lo que tenemos que hacer es abandonar esta sarta de ceremonias, estas reuniones grandilocuentes, tan honoríficas como inútiles, y comenzar a cabalgar. Cada día que pasa favorece la estrategia de los secuestradores, les da más tiempo para pensar y dificultarnos el trabajo.

Los murmullos crecieron. Cada vez que Remo hacía ademán de hablar, los oyentes complicaban sus rostros en una expresión de congelación extrema, de expectación. Deducían que fuesen cuales fuesen las palabras de ese hombre, seguramente incurrirían en una falta de respeto hacia el rango y la condición nobiliaria de los allí presentes, pero tragaban sus impertinencias pues todos conocían alguna historia sobre él, sobre su capitán Arkane, o sobre la Horda del Diablo.

Remo no soportaba a los nobles. Durante su pasado en el ejército había tenido que soportar muchos encontronazos con militares de alta cuna, con apellidos más largos que sus espadas, que no aceptaban de buen grado la política del Rey Tendón con respecto a la profesionalización de la jerarquía militar. Remo, siendo Maestre de la Horda del Diablo, proviniendo de orígenes pobres, siempre encontraba miradas altivas en compañeros de ricas vestiduras y maneras exquisitas.

—¿Quién acompañará a Remo en la búsqueda de mi hijo?

La pregunta fastuosamente lanzada, retando a los presentes y, en cierto modo poniendo a prueba el liderazgo de Remo, a él le hastiaba. Si bien no odiaba a los nobles como a enemigos, sí estaba seguro de detestar el repertorio de modales y honores absurdos que ornamentaban el proceder de la clase alta. Seguramente era de sobra conocida la intención de la mayoría de integrarse o no en la empresa, pero quedaba muy bien solicitarlo en voz alta para que el valor quedase expreso.

—Yo iré —dijo su amigo Lorkun llanamente.

Tras él se apuntaron también Sala y Trento, profiriendo escuetas afirmaciones, y un tal Mercal, bastante fuerte en apariencia. Era hijo de un anciano que sonreía todo el tiempo y que, seguramente, no se apuntaba al asunto por no poder dar tres pasos sin su rico bastón, coronado por la cabeza de una cabra de oro. Después de Mercal, se unió también Góler, un joven apuesto del que Remo no estaba seguro de si sabía en qué lío estaba enredándose. También era hijo de otro noble. Tras él, los soldados de la guardia personal de Lord Véleron se inmiscuyeron en el tema, pues Rílmor acabó cediendo después de que el noble lo mirase con gravedad. No disimulaban sus ojos, presos de la obligación y afilados por el esfuerzo, el poco entusiasmo que le suscitaba el reciente liderazgo de Remo. Más que a Rílmor, Remo valoraba a sus hombres, entre los que creía reconocer a algún excombatiente como él de la guerra con Nuralia. Sabía que en el combate no podría esperar mucho de los hijos bien nombrados, pero sí de aquellos tipos recios, adiestrados para la guarnición que Lord Véleron prestaba al ejército.

—Ahora brindemos por esta feliz hermandad que…

—Jortés… llévame a ver a tus niñas —dijo Remo interrumpiendo la ceremoniosa aprobación con aplausos incluidos, destrozando las intenciones de brindar.

—¿Para qué?

—Quiero examinar sus cuerpos y buscar alguna pista…

—¡Por todos los dioses, deja en paz a su suerte a esas pobres niñas, que ya vagan en los azules lagos y las aguas cristalinas, en los bosques de las tierras de los dioses…!

A Remo le daba igual lo que Rílmor dijera sobre su intención de contemplar los cadáveres de las hijas de Jortés. Sabía que el capitán estaría en contra de todo cuanto propusiese a partir de ese momento. Tenía un presentimiento y no descansaría tranquilo hasta haber inspeccionado los cadáveres. Lo dejó con la palabra en la boca sin prestarle atención.

—Dejad que os acompañe, mi señor Remo —dijo el campesino interrumpiendo los exabruptos de Rílmor. No parecía importarle el hecho de volver a contemplar el horror sembrado en las tumbas de sus niñas. Lo usaba como moneda de cambio para que Remo le concediese la que quizá fuese su última oportunidad de venganza: deseaba marchar con el grupo a Nuralia.

Remo comprendía su dolor pero no le dijo que sí.

El campesino caminó penitente hacia la salida del salón. Entonces, rápido como una serpiente, extrajo una daga de su cinto y agarró al joven Góler por el mentón. Golpeó las antípodas de sus rodillas y le postró. A buen seguro que Góler habría muerto si ese hubiese sido el deseo de Jortés, pues tenía su gaznate inmovilizado para rebanarlo a placer.

—¡Sé luchar! Puedo ser de gran ayuda —suplicó el hombre. Trento lo desarmó rápido y algo enfadado lo empujó lejos de Góler.

—Si no fuese porque tu casa ya está colmada de muerte, hoy habría sido tu último día —dijo ahora Rílmor, que había desenvainado su espada y lo amenazaba con su filo impoluto. Rílmor parecía muy resuelto a eliminar la esperanza de Jortés.

—Vendrá con nosotros —dijo Remo.

—No creo que Lord Véleron esté de acuerdo Remo… —comentó Rílmor, tratando de hacer valer su posición de capitán de la guardia personal del noble.

—Vendrás con nosotros —repitió Remo, que parecía disfrutar contradiciendo a Rílmor—. Jortés, ¿dónde has enterrado los cadáveres de tus hijas?

—En la montaña sagrada. Lord Véleron me concedió ese honor.

—Tendrás que desenterrarlas.

El mismo Lord Véleron se opuso en el inicio, pero después de que Lorkun explicase sus motivos, accedió a regañadientes a su petición. Vestido de sacerdote del gran dios de las montañas, Lorkun parecía rodearse de un aura de sosiego y convicción que le faltaba a Remo. «En un cuerpo muerto se pueden observar numerosos detalles que indican aspectos sobre la complexión de los atacantes, lo afilado de sus armas, la condición social…», explicó Lorkun y nadie osó replicarle.

La montaña sagrada, junto al castillo, era el lugar donde descansaban los ancestros de los Véleron. Las tumbas se extendían detrás de cinco estatuas representando a los cinco dioses: Okarín, Fundus, Kermes, Senitra y Huidón.

Con palas, apartaron la tierra y dieron con los sacos de seda en que habían envuelto los cadáveres. Remo invitó a Lorkun a acercarse más para hacerles un examen. De los presentes era quien más sabía de cadáveres y medicina. Pronto descubrieron qué intrascendentes eran estas cuestiones.

—Lo que faltaba —comentó uno de los hombres de la guardia de los Véleron—, el tuerto es quien examina los cadáveres.

Lorkun haciendo oídos sordos al comentario, llamó la atención sobre un detalle.

—¡Observad!

Lorkun había cortado el saco de seda de una de las niñas y pudo contemplar una de las extremidades superiores, en concreto una mano y el antebrazo de… aquello.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jortés aterrado.

El supuesto brazo no era de una de sus niñas, colmadas de marfil y tersura en la piel, embalsamadas con perfumes y yodos especiales para la conservación de los cuerpos. Se suponía que había pasado muy poco tiempo como para que se hubiesen descompuesto, después de ser primorosamente acicaladas con los ungüentos. Pero ese brazo no mostraba precisamente descomposición…

—Lork, descúbrelo entero… Trento, échale un vistazo a esto —invitó Remo. Lorkun terminó de cortar el saco y destapó la abominación. No era una niña lo que tenían a sus pies… era… otra cosa.

Trento miró el cadáver y después a Remo. Asintió. Los demás o bien se cubrían la cara o permanecían con los ojos tan abiertos como poseídos por el primer instante de sorpresa.

—Silach —afirmó Trento.

—¿Silach? —preguntó Lorkun.

Remo asintió sin decir nada. Repitieron la operación con el otro saco de seda y el horror volvió a florecer. La otra chiquilla tampoco permanecía como debiera, en su lugar había otro monstruo más terrible si cabe. Ahora tenía sentido aquel sueño, el mensaje de Ziben: «La maldición está en las niñas». Remo, angustiado, se sintió extrañamente observado por fuerzas que desconocía. Jamás había tenido un sueño premonitorio en todos los años de su vida. Nunca antes, incluso después de haber sobrevivido a la isla de Lorna, jamás lo había visitado la guardiana en sus sueños. No deseaba pensar mucho sobre esa cuestión. Su mente pragmática solo estaba colmada con el horror que tenía delante de sí.

—Silachs, no tengo dudas. Jortés hablaba de sombras raudas en la noche… Junto a los hombres de Nuralia, inexplicablemente… había silachs.

—¿Qué son los silachs? —preguntó Sala.

—Son leyendas… cuentos para meter miedo a los niños… se supone que no existen… —dijo Lord Véleron que, rápidamente, ordenó que quemasen a las abominables criaturas, lejos de aquel monte sagrado para su familia.

—Deténgase señor —intercedió Lorkun—, dejemos las cosas estar, tal vez conservar estos cadáveres nos pueda ser de utilidad en un futuro.

—Entonces sacadlos de esta loma sagrada. Lo lamento Jortés, pero mientras tus hijas parezcan demonios, no podrán descansar junto a mis antepasados o estos podrían removerse en la paz de la otra vida compartiendo tierra con esta atrocidad.

El padre de las niñas no parecía escuchar a nadie. Tenía la mirada fija en los cuerpos desenterrados.

—No hay tiempo para explicaciones —dijo Remo alzando la voz—. Quiero examinar las armas, todas las pistas que tengáis. Tendremos que desenterrar a todos los hombres que murieron esa noche…

Sala asintió ahora, de puntillas, miraba por encima del hombro de Remo el horror descubierto, la razón por la que los demás se habían tapado la cara. Al poco, sintió admiración por Remo. Acababa de llegar y ya había progresado mucho más que todo el séquito de galantes soldados que asalariaba Lord Véleron. No olvidaba su trifulca de la noche anterior, pero aquel avance, en su fuero interno, lo compensaba. Es un arisco, insufrible, insoportable… pero sin él…

—Remo, ¿puedo hablar contigo un momento? —le pidió Sala.

—¿Qué…? —la apremió él sintiéndose observado por todo el mundo. Ella caminó unos pasos tendiéndole la mano para que la siguiera mientras se apartaban un poco del resto.

—Quería pedirte disculpas por lo que te dije ayer, yo…

—Está olvidado —la interrumpió brusco, como siempre. Pero le arrancó una sonrisa.

Las preguntas sobre aquel horror se extendieron cuando se reveló que la transformación afectaba también al resto de cadáveres. Las habladurías debían contenerse, y Lord Véleron advirtió que castigaría severamente a quien propagase rumores sobre los horrores que habían desenterrado. Era un amo benevolente con sus siervos, ventajoso en los tratos con los vasallos, pero muy respetado por su elegante forma de cumplir la palabra dada. Y, como tal, sus hombres responderían con total discreción.

Ya en sus aposentos, Remo esperaba el aviso para el almuerzo en la balconada de sus dependencias, inquieto y hastiado por lo lento que discurrían los preparativos para el viaje. Veía desde el balcón varios carromatos atestados de mercaderías descargar ánforas y hatos, pilas de leña, canastas con fruta, junto a las caballerizas, donde se estaban cepillando los caballos que habrían de servirles de transporte. Más allá, en la muralla lejana, contempló el paseo incesante de los vigilantes que Lord Véleron había apostado día y noche para calmar la alarma de su pueblo.

—¿Estás ahí? —preguntó Lorkun, después de buscarlo en la habitación.

—Miraba el muro del castillo. Estoy harto de esperar.

—También yo.

Silencio.

—Remo, la maldición silach… aquí, en Vestigia. Debo reconocer que estoy emocionado. Es algo perverso… pero un terror divino, una garantía de la existencia de los dioses. Un poderoso símbolo que nos enfrenta a la moral de nuestros actos.

—¿Eso es para ti el horror que hemos desenterrado?

—Es una advertencia horrible sobre la impiedad de nuestro mundo. Para mí es una motivación para perseguir la senda espiritual que comencé hace años.

—Esos silachs venían con hombres, no es un signo divino, es un secuestro humano. De alguna forma, esos nurales que asaltaron el castillo poseen a esas criaturas y convierten esas murallas en trancos fáciles de trepar. Se llevaron a Patrio de forma deliberada, sabiendo que era el hijo de Lord Véleron. Nos enfrentamos a un enemigo poderoso.

—Esas niñas… no puedo apartarlas de mi cabeza. Cruel su destino…

Remo tuvo la tentación de contarle a Lorkun el sueño que lo había alertado sobre la maldición, pero Sala entró en ese preciso instante. Venía en pantalones ajustados y camisola amplia, tal y como Remo solía recordarla, atuendos masculinos para viajar.

—El almuerzo está servido…

—Ya era hora. ¿Cuándo demonios piensan dejar que nos vayamos?