CAPÍTULO 28

Atrapados en el infierno

Remo sufría como cualquiera, pero su perspectiva del dolor, a lo largo de los años desde que estaba en posesión de la piedra de poder, había ido cambiando paulatinamente. Se había enfrentado a heridas mortales, a quemaduras infames, a toda clase de ensartes y su sangre se había derramado en tantas ocasiones que, sin la ayuda de la gema, habría muerto como para mil vidas. Así que cuando lo pegaban o herían, su sufrimiento siempre solía verse aliviado por una ensoñación que le evitaba en parte el padecimiento. Ese alivio consistía en la visión y el pensamiento futuro de la cura que obtendría usando la piedra. Mientras un acero se le clavaba o sufría algún golpe, pensaba inmediatamente en la curación sobrenatural, como vía de escape. Se parecía a cuando tenía mucha sed y veía lejano un río caudaloso donde poder saciarse. Sin embargo, eso no le evitaba el suplicio y, a veces, se preguntaba si acaso no llevaba en vida demasiado dolor acumulado como para dejar de ser un hombre cuerdo. Había soportado dolores que, en circunstancias normales, anteceden a la paz y al descanso de la muerte. Sin embargo, él no viajaba a las tierras prometidas de los Inmortales, él permanecía en la misma vida de padecimiento, no se marchaba de esos lugares terribles, como aquel agujero de la ciudad subterránea de Sumetra.

Cuando los tres soldados se encargaron de él, Remo trató por todos los medios de pensar en la piedra, de anhelar su curación. La paliza fue descomunal. Sabían lo que hacían. Al principio sintió que lo atacaba el miedo de siempre. Encadenado, no podía más que tratar de protegerse con los brazos lo que le permitían las cadenas, pero los golpes poco a poco minaron su resistencia. Tenía pavor ante la idea de ser golpeado, como cualquiera, pero siguiendo las enseñanzas de Arkane, aguantaba con estoicismo. «El golpe que se recibe con valor provoca el mismo dolor que el que se sufre con cobardía. La diferencia radica en que si te conquista el miedo, tu dolor te quitará la humanidad y hasta los sonidos de las cadenas te harán daño». Sus carceleros se tomaron tiempo en la paliza y no quedó músculo en Remo que no obtuviera golpe o herida.

—¡Es de la Horda del Diablo! —gritó uno de los esbirros que miró los tatuajes que Reino lucía en la espalda. La luz de las antorchas se concentró en el lugar donde estaba el prisionero. Notó el calor de las lumbres que se posaban a un palmo de su piel para cerciorarse de que se trataba del gran tatuaje de la Horda.

—Llevémoslo ante Blecsáder, esto se pone interesante.

Asegurándose de que los grilletes cerraban bien su mordida, obligaron a Remo a caminar encadenado. Andaba a tientas y empujones, torpe por la paliza. Lo condujeron por infinidad de corredores semejantes. Trataba de acordarse de dónde había visto por última vez a Sala y a los demás. Suplicaba a los dioses que con la mujer no se hubieran ensañado tanto.

Comenzó a escucharse un estruendo sedoso. Era agua, mucha agua. La entrada subterránea a la sección antigua de la ciudad de Sumetra, rodeada de cuevas, era en sí misma una enorme oquedad sostenida por dos gigantescas columnas naturales, que se perdían en un techo incierto. Estos dos pilares megalíticos poseían pequeñas cascadas de agua y estaban sembrados a cada lado del río subterráneo, surcado por tres puentes. El arroyo discurría con fuerza, desembocando en una cascada hacia un piso inferior donde se formaba un estuario que terminaba otra vez en río, hacia una grieta por donde el agua se filtraba hacia lugares desconocidos. Junto a ese lago, una gran placeta daba paso a dos puertas excavadas como para gigantes. Varias mujeres andaban lavando enseres abajo en la laguna. Se podían divisar desde el último puente, diminutas como cucarachas en la gran placeta.

—Tíralo al río —dijo uno de sus captores. El otro ni lo dudó. Lo arrojaron a las aguas espumosas. Remo, que tenía las manos encadenadas, temió morir ahogado. La corriente era infranqueable, como el lomo de un animal gigante en pleno galope, que lo arrastró hacia la cascada. Remo salió volando en la noche perpetua de aquellas cavernas, entre las espumas del salto de agua y acabó zambullido en el lago. Allí usó las piernas para nadar hacia la dirección que marcaba su flotación, pero temía tragar demasiada agua. Unas manos lo agarraron y le ayudaron a arribar en la orilla.

—¿Te ha gustado nuestra pequeña diversión?

Después de toser sobre la roca plana del piso, alzó la cabeza y observó una pared donde, como en colmena, podían verse numerosas cuevas pequeñas. En ellas podían vislumbrarse utensilios, telas, parecían viviendas angostas, comunicadas en la superficie por algunas pasarelas de madera y un ensortijado de cuerdas y lianas con las que subían y bajaban mercancías. A empujones lo arrastraron hacia una de las puertas decorada con inscripciones que Remo no podía leer. Apostados a cada lado de la puerta había dos criaturas silachs. Al principio, cuando vio que los hombres de Blecsáder se acercaban a la puerta pensó que corrían riesgo de ser atacados por las criaturas, pero estas, pertrechadas con algunos elementos de armadura, parecían estar perfectamente domesticadas. Sus ojos brillantes conservaban su ferocidad y cuando caminaron junto a ellas, mostraron sus fauces rugiendo, pero no hubo siquiera ademán de atacar a los soldados, ni a Remo.

—¿Te dan miedo los silachs? —se mofaron los soldados—. Los tenemos bien amaestrados. Remo pensó de repente que poseer esas criaturas constituía una amenaza tremenda. El señor de la ciudad de Sumetra podría adquirir un ejército de criaturas a poco que decidiera contaminar un par de ciudades. ¿Cómo podía amaestrarlos?

Llegaron a unas dependencias mejor ornamentadas, de paredes pulidas y con columnas enormes. Semejaba el interior de un palacio. Alcanzaron un salón amplio y allí, tras varios escalones, un gran sillón presumía ser el burdo trono del señor de la ciudadela subterránea. Una alfombra gigante se derramaba desde el butacón hacia abajo, hasta ocupar casi toda la estancia y pasar por debajo de una gran mesa ovalada, donde varios hombres visiblemente bien posicionados almorzaban cordero asado.

—Avisad a Blecsáder. Tenemos una sorpresa para él.

Al poco tiempo, vestido con una túnica negra apresada por un cinturón de oro, apareció un hombre alto, fuerte, con una mirada apacible y cabello largo. Saludó a varios de los comensales y tomó asiento presidiendo el banquete.

—¿Qué me traéis?

—Mi señor… acabamos de descubrir algo extraordinario en este prisionero.

Mostraron la espalda de Remo al caudillo.

—¡Menuda sorpresa! Velcunio no me dijo nada —dijo Blecsáder y quedó en silencio un momento, pensando. Se levantó abandonando su apetito y después continuó—. Creo que ha llegado el momento de darles una bienvenida más hospitalaria a estos desgraciados. La Horda del Diablo fue sin duda uno de los contingentes más afamados en la Gran Guerra. Liprón, ven a ver esto. Fíjate en sus tatuajes.

Un hombre ataviado con armadura ligera detuvo su almuerzo, se levantó y se acercó a Remo. Era siniestra su presencia, pero nadie parecía más tenebroso que Blecsáder con esa apariencia civilizada y elegante.

—¿Cuál es tu nombre?

Remo guardó silencio. El cuerpo le tiritaba como si no le perteneciera, sentía frío por el chapuzón y estaba muy debilitado después de la paliza. Se acomodaba en postura extraña, repartiendo su peso de una pierna a otra para esquivar así los pinchazos de dolor que emitían sus costillas.

—¿No habla? ¿Le habéis hecho perder el juicio tan pronto?

—Sí que habla, pero no responde preguntas, le hemos pegado fuerte…

—Un tipo duro, vaya, esto mejora por momentos. ¿Hay más como él? ¿Más excombatientes?

—Tatuados no.

—Estos prisioneros son mucho más interesantes que los anteriores. Quiero saber más de ellos —aseguró el caudillo y después se acercó a Remo—. Sé que veníais para hacer un trato y rescatar a Patrio. Deseaba hablar con vosotros cuando supierais valorar realmente mi tiempo, cuando los golpes hubiesen ablandado vuestro supuesto valor… ¿qué me dices soldado? Te escucharé si tienes algo que decirme ahora. ¿Cómo te llamas?

—Mi nombre poco importa…

—A mí sí me importa. Los nombres son importantes. Al morir, lo único que puede quedarte es el nombre.

Remo extrajo palabras con dificultad y suma desconfianza. Así habló…

—Hemos venido a hacerte una oferta para la liberación de Patrio Véleron.

—Vaya, esto suena interesante. ¿Qué trato propones? ¿Dónde está el famoso oro?

—No hemos traído el oro. Solo venimos a negociar la cifra y después acordaremos un lugar de entrega y una fecha…

Blecsáder parecía escuchar con atención a Remo.

—Por supuesto, así quien os envía podrá tendernos una emboscada… a placer. La idea de esconder el oro… ¿fue tuya?

—Quien me envía sabe que está en juego la vida de su preciado único hijo, no se arriesgará. Soy un mercenario, mi intención es la misma que la tuya; yo me llevaré un porcentaje de esta operación, así que aquí todos ganamos, si hacemos bien las cosas.

El caudillo gritó de repente.

—¡Traed a los demás a mi presencia!

En hilera los colocaron. Remo fue comprobando los vestigios de palizas en todos ellos y, con horror, vio que Sala no había sido una excepción. Tenía la cara maltrecha y sus ropas hechas jirones. La habían castigado a latigazos. Remo sintió que se le nublaba la mente. Sintió un odio tan profundo crecerle por dentro que temía dejarlo escapar. Aprender a dominar sus impulsos le había llevado mucho tiempo, fue una de las piezas básicas de su entrenamiento hacía años, cuando comenzó su andadura en el ejército. Ver injusticias ya no solía provocar el más mínimo atisbo de sentimiento pues estaba su vida colmada de ellas, pero ver sufrir a Sala, tan llena de vida y entusiasmo, tan hermosa, una persona con buenos sentimientos a la que el destino ahora le retorcía el pescuezo, ¿cómo podían haberla golpeado de aquella forma? Desde que los capturaron se hizo a la idea de que tendría que mantener la cabeza fría. No le importaba lo que pudieran hacerle a él, aunque por supuesto él temía el dolor, se daba por condenado ya con la maldición en las venas. Las heridas en el alma no las reparaba la piedra de la diosa Okarín. Contemplar a Sala en ese estado era algo que jamás pensó que podría afectarle tanto. Llevaban días peleados, sin hablarse desde el incidente de los cofres. Morir iba a ser duro con sentimientos, así que permanecer ajeno a ellos era la única opción que le quedaba a Remo.

Apartó la mirada para no hacer ninguna tontería. Por el bien de ella debía ahora más que nunca pensar con claridad. Tener suficiente habilidad para domeñar las intenciones de aquel monstruoso enemigo.

—Bien… ¿Alguien de vosotros puede decirme cómo se llama este hombre?

Todos callaron. Rílmor temblaba.

—Qué, valientes, ¡quiero saber el nombre de este militar! —tronó Blecsáder.

Como nadie respondía, muy enfadado tomó una espada y se dirigió al primero de la fila que era Webs, uno de los escoltas de Rílmor. Se le veía decidido a matarlo.

—Me llamo Uro Glaner —mintió Remo.

Blecsáder se detuvo en seco.

—Repite.

—Me llamo Uro Glaner.

—¿Os resulta familiar? —preguntó al grupo de militares que tomaban vino en la mesa del gran salón disfrutando de la escena. A ninguno le sonaba el nombre que Remo acababa de dar.

—Bien… Uro. Ahora te haré otra pregunta, dime dónde está el oro que habéis traído para negociar conmigo.

—Hemos venido a negociar un precio y después fijar el día del intercambio.

Blecsáder comenzó a juguetear con la espada amenazando con clavarla de un momento a otro en el prisionero. Rumor rompió su silencio.

—¡Por los dioses apiádate del joven Webs!

—Vaya, así que tenemos a un hombre razonable, entre tanta escoria.

Remo miró a Rílmor con odio.

—Deja marchar a todos menos a mí, —ordenó Remo colmado de furia por la intervención de Rílmor—. Yo enterré la recompensa, sólo yo puedo guiarte hasta ella. Pero no haré nada mientras sigan prisioneros.

La sonrisa burlona desapareció del rostro de Blecsáder.

—¿Me estás chantajeando? Podrido hijo de ramera… ¿me estás chantajeando a mí? Si no me dices dónde está la recompensa, mataré a todos tus compañeros… ¿qué me dices a eso?

—Mátalos, pero te advierto que jamás conseguirás saber dónde está escondido ese tesoro.

—Lo veremos ahora mismo, la muerte aclara las ideas —aseguró Blecsáder.

—¡Si lo haces, no obtendrás nada! —gritó Remo.

Temía la resolución de su rival. Pese a su advertencia, Blecsáder traspasó con su acero a Webs. Remo impasible no demostraba ni una sola emoción. Sala pateó el suelo de rabia y los demás prefirieron no mirar la agonía en los ojos de su compañero de viaje, cercano a la muerte.

—Vaya… menudo compañero debías ser, has dejado que mate a este desgraciado.

Blecsáder extrajo la espada y acalló los aullidos de dolor de Webs rematándolo en el suelo con otra estocada. Ahora se colocó en frente de Rílmor que estaba ya temblando antes de que matase a Webs.

—¿No me cuentas nada, Uro?

—A mí no me mate… por favor, no me mate. Yo soy… yo soy Rílmor Osíleon, mi señor. También soy noble. Mi casa no es tan importante como la de Véleron pero algo podréis sacar por mi rescate.

De pronto Blecsáder lo abrazó.

—¡Buena suerte la mía! Tengo a los dos hijos de nobles en mi poder. Menudo golpe maestro… ¿me dirás ahora dónde está enterrada la recompensa? Ahora debería cobrar más…

Rílmor quedó lívido, de una palidez mortecina.

—Ya no cobrarás recompensa —lo interrumpió Remo alzando la voz, con más carácter.

—¿Qué?

—El trato era que dejarías vivir a todos mis compañeros. Que los dejarías marcharse. Acabas de perder todo el dinero cuando mataste a Webs. Webs era un buen hombre, tan válido como cualquier hijo de noble y mucho más que cualquiera de vosotros. Por mí puedes venir a matarme a mí mismo ahora, porque jamás insultaré su memoria cediendo después de ver cómo lo has ejecutado como a un cerdo. ¡Su sangre derramada es el único tesoro que vas a contemplar en tus manos, cobarde!

Blecsáder tuvo la intención de acercarse a Remo, pero se detuvo y volvió a la fila.

—¿Vas a permitir que mate a todos sin decir nada? —preguntó desde allí gesticulando con la espada.

—Quítanos la vida si te place… pero yo disfrutaré sabiendo que has perdido la recompensa, ese es mi último regalo en esta vida desgraciada que me ha tocado vivir. Te has equivocado conmigo Sáder. Te has equivocado de prisionero.

La voz de Remo adquiría cierto eco en la sala de techo abovedado.

—¡Malnacido! Ellos me dirán lo que quiero saber.

En ese momento amenazó a Rílmor con la espada. De inmediato Rílmor se arrodilló.

—Mi señor… mi señor, por favor, yo no sé dónde enterró la recompensa. Lo hizo por su cuenta, durante un turno de guardia, ¡eres un malnacido, Remo! ¡Se llama Remo!

De pronto uno de los comensales de la mesa se levantó.

—Yo recuerdo ese nombre, Remo, claro que sí. Era de los cuchilleros del capitán Arkane. Remo Maestre de los cuchilleros, compañero del difunto general Selprum Omer. ¡Es un maldito héroe de guerra!

Mientras escuchaban esto, Blecsáder subió a su trono.

—Blecsáder es mi nombre y yo también combatí en esa batalla en el Ojo de la Serpiente, Remo, sí… ya recuerdo; el que afirmaban que partía en dos a los hombres con su espada, que podía sostener un hacha de guerra con su arma. Remo, el salvaje asesino de las aldeas del sur. Uno de los que sentenció el castillo de Nirtenia, donde murieron mujeres y niños. Remo, un saqueador de la ciudad de Aligua. Has venido a un nido de «destructores»… En aquella batalla tu espada diezmaba nuestras filas, recuerdo que escuché comentarios sobre ti…

Remo se sorprendía de que hubiese tanto rumor a propósito de su nombre. Sabía que en aquellos años hubo habladurías, sobre todo después de la batalla del Ojo de la Serpiente, pero el auténtico héroe de la lucha y de quien se escribieron canciones en Vestigia fue el difunto capitán Arkane. Comprobaba cómo sus andanzas de juventud no habían caído en el olvido, aunque estuviesen un poco exageradas. No recordaba haber matado mujeres y niños, pero lo más horrible es que tampoco recordaba no haberlo hecho… Tiempos de locura y muerte volvían a visitarlo.

—Dicen que era discípulo directo de Arkane… «el felino».

—¡Es él! —gritó Rílmor—. Os ha mentido diciendo un nombre falso.

Remo pensó que, finalmente la confesión de Rílmor quizá detendría la matanza y por eso no sintió enfado por su cobardía. Solía compadecer a los cobardes. Los compadecía porque él había pasado miedo muchas veces. La cobardía era el estado natural de las cosas. La osadía era más hermana de la temeridad. Temía por la vida de Sala, por todos los demás, pero imaginaba que era cuestión de tiempo que acabasen todos muertos.

—Querido Remo… esto va a ser todo un acontecimiento. ¿Acaso no ves que los dioses están de nuestro lado? Traerte aquí, a la guarida de los hermanos de las víctimas de tus fechorías en la guerra. Te prepararemos una ceremonia adecuada ¡La diosa Senitra ha escuchado nuestras plegarias! ¡Lleváoslos a todos!