CAPÍTULO 16
Un poblado siniestro
Peronio sólo se equivocó en una cosa…
—¿Qué es aquello? —preguntó Trento.
El maestre de la Horda iba el primero de la comitiva y señalaba con el dedo una hilera de humo que salía desde detrás de un repecho nevado en el descenso hacia el valle. Cuando se acercaron más, adivinaron un poblado en la distancia. Peronio no lo recordaba. Eran cuatro o cinco chozas, no más, pero a todos les produjo inquietud verlas donde el guía había asegurado que no encontrarían a nadie. Era como una aparición fantasmal. Supusieron que debían ser tramperos o contrabandistas que conocían el paso secreto y se habían asentado en el valle para usarlo como campamento para atravesar las montañas sin tanto esfuerzo.
—Hace mucho que no vengo por aquí —se excusó Peronio.
El deshielo provocaba sonidos, quiebros en el hielo, goteos y la risa de arroyos diminutos. El estado de alerta que acarreaban desde la emboscada de los férgulos, se veía exaltado por aquellas petulancias naturales provocadas por un sol enorme que los vigilaba desde las alturas. Era extraño porque el sol parecía no calentarlos en absoluto, pese a estar bañándolos con su luz. El frío parecía tragar su energía dejando simple luz fatua que les iluminaba el día no más.
Remo y Trento se adelantaron al grupo para cerciorarse de que no existía peligro en aquel poblado. Con el clásico paso corvo de acecho entrenado para la división de Cuchilleros de la Horda, se acercaron silenciosamente al primer grupo de chozas.
—Hay algo raro en el ambiente… —susurró Trento.
Pisaban ya las proximidades a las primeras viviendas y no se veía actividad. El recuerdo de alguna fogata, expelido por una de aquellas chimeneas rústicas, como lengua de humo, era la única prueba que evitaba pensar en un pueblo fantasma. Entonces varios perros sin dueño se acercaron a saludarles. Parecían contentos y nada hostiles. Trento por precaución, extrajo tres cuchillos pequeños y los colocó entre sus dedos, por si hacía falta actuar, parecía nervioso. Avanzaron hasta la placeta central del pueblo maravillados por el silencio. La nieve allí era menos espesa y sus pies chapotearon varios charcos de agua.
—Mira Trento… no hace mucho hubo, caballos aquí.
Remo señalaba en voz queda varios hoyuelos en la nieve. En efecto, conforme se adentraron entre las casas descubrieron un sinfín de huellas de caballos.
—Eso de ahí son pisadas de botas similares a las nuestras —susurró Trento.
Un viento gélido repasó las chozas haciendo tiritar algunas ramitas con las que protegían los maderos de los tejados, bajo una gruesa capa de nieve. Una puerta ala derecha chirrió al batearse hacia dentro de una de las chozas, provocando un golpetazo que la hizo retroceder. Había algo en el ambiente amenazador. Los dos viajeros, viendo que el viento helado era pertinaz, se arrebujaron más en sus capas de pieles y se taparon la boca con unas telas que usaban para protegerse el gaznate.
—¿A qué huele? —preguntó Remo que bajó la tela al detectar un hedor extraño.
—¿Es sangre?
Remo desenvainó su espada despacio, para que el roce con la funda no emitiese el sonido habitual. Entonces se escuchó un lamento humano. Al principio no lograron descifrarlo, pero se repitió más nítido y tenebroso.
—¡Eh, vosssotros, ayuda! —la voz de auxilio, provenía de la oscuridad de una de aquellas casitas de madera recubiertas con pieles.
—¡Muéstrate! —pidió Trento.
La puerta de la choza, endeble, chirrió mientras se abría sin que se apreciase al principio quién la empujaba. Una mano en el suelo retrocedió hasta regresar a la oscuridad cuando la puerta quedó bien abierta. A rastras, un anciano asomó medio cuerpo a la luz del sol en el pequeño rellano de la casucha. El sudor, su tez macilenta, el temblor de sus manos, los síntomas de la maldición silach festejaban una inminente transformación. Su rostro marchito, arrugado ya, mostraba el crecimiento de unos dientes como clavos blancos que hacían de su pronunciación un siseo afilado.
—¡Ayuda, la fffffiebre esssstá acabando con nossssotros! —suplicaba mientras los ojos se le volvían en blanco a cada dos palabras y parecía luchar por mantenerlos centrados.
Al principio se quedaron inmóviles, aterrados contemplando al viejo. No en vano, no habían previsto ni la existencia de dicha aldea. Ver los síntomas de la maldición, las huellas de los caballos, no podía significar nada más que una cosa: los secuestradores de Patrio Véleron habían visitado el lugar no hacía mucho.
Remo apretó su mano asiendo la espada y se acercó al anciano. No lo socorrió, pasó al interior de la vivienda. El hedor era molesto. Buscó con la mirada en una estancia totalmente destrozada. En el suelo rastros de sangre aún viscosa, trozos de vasijas rotas y pelos largos adheridos a mugre, lo guiaban hacia otra estancia. En la habitación contigua, la que debían usar para dormir, encontró apilados al resto de la familia en el suelo, como fiambres prestos a ser vendidos. Inconscientes, de cuando en cuando sufrían convulsiones y comenzaban a evidenciar la metamorfosis con sombras mortecinas en los rasgos de la cara y una negrura espesa que se esparcía en sus cuerpos, arrinconando un tono dorado irreal en el resto de la piel. En breve, serían esbirros hambrientos del instinto de los silachs. Maldijo la crueldad de aquella infección. Se volvió a cubrir la cara con la tela, para amortiguar el hedor.
—¡Hay que actuar rápido Trento, llama a los demás!
Trento se alejó a grandes zancadas espoleado por la urgencia y el asco. Corrió angustiado viéndose retenido por la maldita alfombra de nieve. Mientras tanto, Remo volvió a salir de la cabaña.
—Dime anciano, ¿quién trajo este mal?
—Unosss hombres, militares de Nuralia, han traído essssos, esos monstruos… los traían como perros, encadenados.
Aquello no tenía sentido. ¿Era una emboscada? Imposible después de haber seguido la ruta de Peronio. Remo se percató ahora de que el viejo poseía la mancha negra en la piel del tórax, que estaba a punto de contagiarle la cara. Las venas parecían cordones negros. Remo no tenía tiempo para pensar…
—¿Cuánto hace que estuvieron aquí?
—Nosotros solíamos comerciar con ellos. Venían aquí y pasaban días comprando nuestras mercancías. Esta vez nosssssss robaron, y sssssoltaron a esos perros.
De pronto el viejo colocó sus extremidades como las patas de una araña. Remo escuchó cómo crujieron sus huesos. El anciano huyó hacia el interior de una choza más alejada, arrastrándose con los brazos y piernas a modo de patas de arácnido. Era como si el cuerpo contaminado, donde ya comenzaban a crecer esos pelos gruesos, negros, decidiera procurarse un lugar apartado, alejarse para cuidar de que el anciano completase su transformación. Fue espeluznante contemplar su paseo, mientras el rostro parecía desear seguir conversando con Remo.
Estaba paralizado por el esfuerzo de razonar todo aquello. Pensaba con velocidad. Solo se le ocurrían dos explicaciones. Una: que los hombres que habían secuestrado a Patrio frecuentaban ese paso y se daba la casualidad de que acababan de saquear esa aldea ayudados por los silachs; y otra: que sabían que ellos iban a pasar por allí y habían decidido tenderles una trampa. Supuso que esto último parecía más lógico. Tal vez desde que secuestraron a Patrio vigilaban todos los pasos. Tal vez los habían visto acercarse desde que salieron del bosque, en el duro ascenso, cuando habían encendido fogatas. Contaminar el poblado sería una buena forma de hacerles una emboscada.
Los demás entraron en el poblado dispuestos a escuchar las instrucciones de Remo. Se horrorizaron cuando vieron en el interior de las chozas los cuerpos agonizantes.
—Debemos quemar este lugar. Matarlos a todos. Es la misma maldición que poseía los cuerpos de las niñas de Jortés. No hay otra opción. Debemos acabar con ellos ahora que están débiles.
El campesino, de entre todos los integrantes de la comitiva, fue el más afectado al ver los estragos de la maldición en aquellas gentes. Se mordía el puño derecho cada vez que veía una nueva víctima escondida entre el mobiliario destrozado de las chozas.
—¿Estás loco? Hay mujeres y niños aquí —dijo Sala, que no podía asimilar semejante decisión.
—Cuando la maldición les transforme, en nada se diferenciarán de aquellos que hubierais quemado sin miramientos. No los han contaminado al azar, creo que están vigilando todos los pasos. Cuando sean silachs nos perseguirán y os aseguro que son rápidos. ¡Hay que matarlos!
Rílmor se adelantó, y desenvainó su espada.
—Remo eres tan cruel… ¡Nos han emboscado por tu culpa! Por hacerte caso y seguir los consejos de ese malnacido nural. ¡Peronio nos ha vendido al traernos por este camino! Yo he perdido un hombre valeroso. Ahora asumiré el mando.
De repente llegó un alarido similar al de los gatos en trifulca. Remo ni tan siquiera había prestado atención al desafiante tono de Rílmor.
—Ya es demasiado tarde para discutir entre nosotros. ¡Desenvainad vuestras espadas! ¡Tendremos que matarlos o nos mataran a nosotros!
De una de las chozas salió una criatura silach. Muy despacio, a cuatro patas. Remo dedujo que era el anciano que había completado su transformación. Era enorme. Sus ojos tenían un brillo espeluznante, blanco, que contrastaba con el pelaje negro y espeso que cubría su cuerpo. Ahora su piel no era negra y aquel vello hirsuto estaba sembrado en un pellejo pálido sin poros, de textura similar a la de una castaña pelada, con arrugas negras. Provocaba aversión el mero contraste entre la blancura del cuerpo y el pelo negro, obscenamente burdo que cubría el dorso de sus manos, la cara externa de sus brazos, y toda la espalda. Sus manos, deformadas en zarpas, eran demasiado grandes para las proporciones humanas. Tenía las uñas negras como el caparazón de un escarabajo, pero tan largas como los propios dedos.
—¡Que no os muerda ni os arañen sus uñas! ¡Ahí es donde está su ponzoña! —gritó Remo.
La bestia los observaba y de repente dio un salto como de cigarrón hacia el tejado de otra choza. ¡Qué rapidez! Era un anciano hacía solo unos instantes y ahora era capaz de semejante prodigio. Sala disparó una flecha, pero no acertó a la criatura. Remo sabía que no debía permitir la transformación de individuos más jóvenes y fuertes. Si el viejo era temible ¿qué no podrían hacer hombres y mujeres adultos? Viendo cómo los demás estaban paralizados, se internó en la choza donde había más cuerpos agonizantes. Respiró hondo aquel hedor y comenzó a dar matarile a todos los infelices que estaban dentro de la choza. Su prioridad era reducir al máximo el número de enemigos silach. Fue duro clavar la espada en cuerpos indefensos que, en ocasiones, proferían alaridos semejantes a los de cualquier animal que muere agónicamente. Se concentró en matar con brevedad. Asestaba golpes letales para minimizar el sufrimiento. «Se puede matar de muchas formas, ejecuta siempre como te gustarían que te matasen a ti, rápido y sin ensañamiento, provocar sufrimiento innecesario es para los tiranos y pudre el alma», recordó aquella lección del capitán Arkane mientras ejercía su terrible labor.
—¡Por los dioses Remo, están indefensos! —gritaba Góler, llevándose las manos a los oídos cuando escuchaba los sonidos de la muerte.
La criatura del tejado percibía la tarea de Remo y chillaba enfurecido. Sin embargo no se decidía a atacarlos.
—Está esperando más compañeros para darnos caza —susurró Trento—. Este es solo un anciano.
Con velocidad, el maestre cuchillero lanzó uno de sus filos que brilló cortando algún rayo de sol. Acertó en un hombro a la criatura, que intensificó sus chillidos. Entonces atacó.
Saltó hacia ellos con agilidad de fiera salvaje. Derribó a Trento, pero Jortés se lo sacó de encima de inmediato, dándole una patada por la espalda. El silach trató de arañar al cuchillero caído, pero Trento tuvo suerte y logró zafarse gracias a las protecciones de su armadura y el sinfín de telas y pieles con que se protegía del frío. Las zarpas solo airearon jirones de ropa. Sala ensartó su cuello con una flecha y la criatura vomitó sangre oscura sobre la nieve. Mercal hundió su espada en el pecho del animal y a punto estuvo de sentir el filo cortante de sus garras que destrozaron buena parte del cuero de su peto cuando agonizaba preso en su acero.
Remo salió de la choza manchado de sangre. Miró la empuñadura de su espada. La joya mantenía viva una débil luz roja. No había buscado energía. Había matado con prisa. Sentía suciedad en la idea de acumular luz roja con esas ejecuciones. Pero el misterio de la joya, pese a todo, albergaba algo de luz por las muertes. Prefirió no consumir esa energía todavía, hasta evaluar mejor la situación. En un apuro esa luz podría salvarle la vida a alguno de sus compañeros, no debía derrocharla. Observó que el silach estaba inmóvil y esto le dio confianza para acercarse. Le cortó la cabeza de un tajo.
—Es mejor asegurarse —afirmó.
Sala lo miró allí plantado, con las salpicaduras de sangre y la cabeza del silach a sus pies. Pensó que estaba hecho de otra pasta, que era frío y capaz de atrocidades, un guerrero sin escrúpulos. Ella había matado por dinero durante años y siempre había sufrido en los días después de cada uno de sus crímenes, por muy limpios que fuesen, un remordimiento, por muy deleznables que hubieran sido sus víctimas. Cuando sabía que su flecha volaba certera, no se recreaba mirando la agonía. En la distancia la sangre pocas veces se apreciaba escandalosa como a mano y espada. No encontraba en Remo resquicios de humanidad después de haber matado sin vacilar a mujeres y niños en aquella choza. Lo miraba horrorizada, igual que Góler y Mercal, incluso el propio Trento padecía de semblante sombrío.
Pensaron que el peligro había pasado hasta que, de debajo de la choza donde Remo había matado a los cuerpos febriles, salió otra criatura silach. Esta era muy pequeña.
—Es… un niño —susurró Sala con la boca abierta por el terror.
Sus ojos brillantes eran más amenazadores que los de su pariente de mayor tamaño. Remo fue hacia él para intentar matarlo. Pero el silach se escondió bajo la casa por donde había salido. Remo comenzó a abrirse paso a espadazos destrozando la choza.
—¡En el tejado! —gritó Góler a su espalda.
En efecto, la criatura había sido rápida. Remo se protegió por si el silach caía sobre él, con un trozo de la puerta destrozada de la choza, pero la pequeña criatura negra de ojos brillantes saltó más allá.
Rílmor retrocedió cuando el silach aterrizó a su lado. Lo amenazó con la espada pero sin mucha consistencia. El monstruito se hizo un ovillo y saltó hacia el peto del soldado con mucha fuerza. El golpe lo derribó. En ese momento todos esperaban que el silach aprovechase su ventaja y decidiera atacar a Rílmor, de hecho, todos corrían a socorrerlo pero no, la criatura silach hizo algo inesperado. Saltó hacia Góler que, precisamente venía para ayudar al jefe de la guardia de los Véleron. Esta vez el niño silach no se conformó con golpear. Todos pudieron ver el enorme mordisco que propinó a Góler cerca del cuello; vieron sus dientes como clavos blancos precipitarse como aguijones en un mordisco salvaje. Después otro y otro. El silach mordía y mordía preso de una ferocidad sarnosa, inhumana.
—¡Quitádmelo! ¡Quitádmelo! —chillaba Góler desesperado que no acertaba a reunir fuerzas suficientes para apartarlo él mismo.
Trento lo ensartó con uno de sus cuchillos. Pero la criatura se revolvió y logró sacarse la daga voladora de Trento, para volver a inocular más veneno en Góler devorándole parte de la mano derecha con la que el noble intentaba sacárselo de encima. Trento pisó al bicho, pero no conseguía hacerlo desistir en su tarea agonizante de morder a Góler. Lo atravesó con su espada y, aun así, seguía mordiendo y mordiendo. Por fin se estuvo quieto y pudo separarlo del muchacho. El niño silach murió exhalando aire como una cría de oso.
—¡Entrad en las demás chozas! ¡Registrad bien, que no quede ninguno! —gritó Remo.
No necesitó insistir. Después de contemplar lo que un niño presa de la maldición era capaz de hacer, los demás reaccionaron rápido. La misma Sala se adentró en una de las chozas con su espada desenvainada y apretó las mandíbulas mientras ensartaba cuerpos turbados por temblores, febriles, y pensó que estaba bien. Cuando volvió a mirar a Remo se arrepintió por haberlo juzgado así, a la ligera. No tuvieron otra opción.