CAPÍTULO 22

El calor y el odio

Remo la encontró inmóvil sobre un lecho nevado. Su cuerpo estaba blanco, decorados sus cabellos ondulados por pequeñas motas nevadas. Exhausto hizo un último esfuerzo para llegar a su lado gritando su nombre. El ímpetu le hizo marearse. Le quemaban los pulmones.

—¡Sala! —gritó jadeante.

La mujer permanecía quieta. Sus manos estaban heladas; tan frías que daban fe de las penalidades que había sufrido. Remo aplicó saliva en sus dedos y repasó sus ojos: los tenía cerca de la congelación, perlados de nieve. Siguió aplicando saliva para tratar de limpiar.

—Sala. ¿Puedes abrir los ojos? ¿Me escuchas?

Sala se movió y comenzó a temblar. Uno de sus ojos se entreabrió y lo miró con dificultad. Mantenía un continuo estertor más allá de una titiritera convencional.

—¡Sala por todos los dioses! ¿Qué ha pasado? ¿Estás loca?

Remo se acercó a la mujer y presa de un impulso la abrazó y la irguió despegándola literalmente de la roca. El grado de su culpabilidad se mezclaba con un enfado irracional que sentía. Parecía un padre que tenía ganas de reprender a un hijo perdido después de haberlo encontrado.

—Mal…mal…maldito seas, Rem…remo.

La voz de ella era un quejido. Sala se irguió como para comprobarlo, pero no lo miraba a la cara, miraba al suelo como si deseara que él la abandonase allí.

—Deja… dejam… déjame.

—Calla, Sala, si te quedas aquí te morirás congelada.

—¿T…t…te… import?

Cuando los demás lo vieron portando en brazos a la mujer, se detuvieron y comenzaron a desandar el camino hacia el campamento. Remo apretó contra su cuerpo a Sala intentando calentarla más. De cuando en cuando ella lograba coordinar bien su cuerpo para pegarle un codazo o intentaba una bofetada.

Remo caminó soportando el peso de la mujer hasta que sintió que los brazos le dolían. Ella seguía delirando con el deseo firme de que la dejase en el piso nevado. Remo siguió caminando y, cuando por fin divisó la hoguera del campamento gritó con desesperación.

—¡Preparadle agua caliente!

Si hubiese tardado más podía haber muerto. Lo que parecía ser un empecinamiento irracional a no volver a la hoguera, provocado por la pelea con Remo, podía haberle costado la vida. Este razonamiento deseaba apartarlo de su cabeza, pero era cierto. Él no había calculado la reacción de la mujer. De hecho mientras cavaba el agujero y escondía los cofres, visualizaba a Sala regresando al campamento y calentándose en la hoguera. ¿Cómo iba a pensar que ella se quedaría acostada en una roca en plena nevada? Aquella estupidez sería propia de alguien como él, no de ella.

Cuando se acercó, todos andaban en pleno revuelo. Registraban las alforjas con urgencia. Peronio era el único que intentaba preparar agua caliente.

—¡Remo, alguien nos ha robado!

Remo acercó a Sala al fuego. Ella se dejó hacer, pero en su mirada se destilaba odio cuando pasaba por los ojos del hombre.

—Remo, ¿estás escuchando? —preguntó Mercal.

Recopiló pieles calientes y comenzó a frotar el cuerpo de Sala por doquier. Poco a poco ella fue recobrando una movilidad temblorosa. Despreció la ayuda de Remo apenas tuvo oportunidad de valerse por sí misma.

—Déja…déjame a mí —logró balbucear, pero Remo hizo caso omiso viendo que ella no podía coordinar bien sus movimientos, todavía presa del frío intenso.

—¡Todos los cofres se han evaporado! ¡Nos han robado! —gritó Mercal.

—¡Venid conmigo! Los ladrones no deben andar lejos —dijo Rílmor que comenzaba a pertrecharse.

—Nadie ha robado nada —dijo Remo, mientras continuaba tratando de avivar la circulación del calor en el cuerpo de la chica.

—¡No están los cofres!

—Yo los he escondido.

De pronto se hizo el silencio en el campamento. Silencio roto por la hoguera que crujía al ritmo vacilante de la respiración de Sala.

Rílmor desenvainó su espada y se dirigió hacia Remo. Entonces él, dejando cuidadosamente a Sala sobre una manta de pieles junto al fuego, se irguió esperando encararse con él.

—¡Maldito seas! Dinos en qué lugar has escondido los cofres —exigía Rílmor componiéndose en posición para luchar con su espada brillando a la luz de la hoguera.

Lo que siguió dejó a Mercal con la boca abierta. Rílmor amenazó con su espada a Remo exigiéndole una vez más que dijese el paradero del rescate de Patrio Véleron. Remo no dijo nada, se echó encima de Rílmor en un salto prodigioso mientras él terminaba otra de sus amenazas rimbombantes y le descargó un puñetazo brutal después de apartar la espada con la mano abierta. Fue tan rápido que Rílmor no lo vio venir y acabó sentado aturdido. Romlos desenvainó sus espadas. Remo alcanzó la suya y se puso en guardia.

—Remo, te has equivocado otra vez —amenazó Romlos que, rápido estrelló una de sus espadas en la de Remo con mucha fuerza. Parecía querer que él se desprotegiese obligándolo a prestar atención a uno de sus costados, para atacarlo con la otra espada por el otro flanco. Pero Remo apartó la espada como si fuese un juguete y antes de recibir la otra, acertó de lleno con su puño en la nariz de Romlos. Después le clavó la tibia de su pierna en el medio muslo. Romlos aulló de dolor. Remo hundió un puño en la boca del estómago y su adversario se postró sobre las rodillas. Después le pegó un puñetazo seco en la mandíbula y Romlos quedó noqueado.

—¡Escuchadme todos! Explicaré mis motivos cuando Sala esté bien. Mientras tanto… ¡Os juro por los dioses que mataré al primero que ose cuestionar mi decisión!

De nuevo llegó el silencio. Mercal y el mismo Webs se habían quedado paralizados ante la aparente facilidad con la que Remo se había hecho con el control del campamento. Les inspiraba temor observar a Romlos derrotado con sus dos famosas espadas rendidas en la nieve. Remo podría haberlo matado a placer. En lugar de eso le tendió una mano para ayudarlo a levantarse. Al principio el soldado no parecía querer aceptarla, pero finalmente se agarró en él para incorporarse.

—No siempre se gana, amigo… —comentó Remo ahora con un tono de voz amistoso, que incluso llegó a dibujar una sonrisa en la cara de Romlos, como si aceptase la lección.

Remo fue junto a Sala para seguir con los frotamientos y darle calor, pero ella no estaba dispuesta.

—Ríl… Rílmor, por… por favor, ayúdame tú… ¡No quiero nada de ti, Remo! —gritó ella a trompicones.

El tipo, después de la humillación de su pelea con Remo, se acercó a Sala desafiándolo con la mirada. Se inclinó y comenzó a ayudarla.

—Espero que tus explicaciones sean buenas —decía con odio en la voz, mientras abrazaba a Sala para darle calor—. Acabas de esconder un tesoro demasiado grande incluso para ti Remo hijo de Reco. Te juro que si esto dificulta el rescate de Patrio acabarás ahorcado o sin cabeza.

Remo tomó asiento junto a la hoguera, aposentándose sobre sus piernas cruzadas y colocando la espada desenvainada sobre sus rodillas, como un mantel metálico. Brillaba con la luz de la fogata y confería al guerrero una pose desafiante.

Apartó su mirada del abrazo de Sala y Rílmor. Por primera vez echó de menos la ayuda de Lorkun y Trento. Ellos jamás habrían cuestionado su liderazgo, ni sus decisiones. Agradecía a los dioses haber recuperado a Sala, pero sentía que ella jamás le perdonaría lo sucedido.

Al cabo de un rato, quedando cercano el alba, Sala ya parecía más recuperada. Se acurrucaba más cómoda entre los brazos de Rílmor. El hombre parecía dormido, pero Remo desconfiaba.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Sala ahora sin tembleque en la mandíbula.

Remo le hizo un gesto a ella, como queriéndole decir que no hablaría cerca de Rílmor. Ella se separó del abrazo del hombre de confianza de los Véleron y se sentó cerca de Remo, que se colocó al otro lado de la hoguera. Deseaba escucharlo. Ahora que había pasado un rato, deseaba escuchar las razones de Remo. No significaba en absoluto que estuviera cerca de perdonarlo o siquiera entenderlo, pero después de recibir la noticia de que Remo había escondido los cofres en su ausencia, comenzaba a vislumbrar el sentido de aquella pelea.

—¿Por qué me has hecho daño, Remo? —preguntó ella que de pronto parecía al borde del llanto—. No merezco el trato que me das…

Remo extendió su mano para acariciar su cara. Serio, confiscados sus pensamientos en el hermetismo de siempre, pero aquella caricia, Sala apartó la mano de Remo de un manotazo. No quería distraerse.

—Responde, ¿por qué lo hiciste?

—Quería que te marcharas del campamento… así podría llevarme los cofres y enterrarlos.

Sala asintió. Había acertado, pero no se creía capaz de olvidar aquellas frases que la habían acuchillado…

—¿Piensas en serio que me quiero casar por dinero? ¿Te sientes utilizado? —preguntó con la voz fría, mirando a los ojos del hombre directamente.

—Sala, ódiame si quieres… Estás en tu derecho de hacerlo… ¡Jamás pensé que te irías para no volver! ¿En qué demonios pensabas? Pensé que te enfadarías y te marcharías, pero que, después de un rato estarías de vuelta. ¿Querías morir congelada?

—¿Ahora vas a decirme que es culpa mía? —Sala recuperaba en su rostro aquella desesperación—. Podrías al menos pedirme perdón, ¿eres orgulloso como para no ver tu error?

—Sala… —dijo Remo que apartó la mirada.

—Me siento mal —decía ella sin dejar de mirarlo, al borde de desmoronarse—, me insultaste de una forma… Querías hacerme daño y lo conseguiste, pero ahora me duele otra cosa. Me duele comprobar la poca confianza que te inspiro Remo. ¿No podías haberme contado tu plan? ¡Demonios, te habría ayudado a enterrar los malditos cofres y jamás les habría contado a estos nada de nada…! Pero tú nunca compartes conmigo lo que anida en tu cabeza.

—Esa responsabilidad debía ser solo mía… Sala, tú no lo entiendes… —Remo estuvo tentado a confesarle lo de su contaminación, decirle que estaba ya sentenciado, pero no lo hizo.

—Explícamelo, dices que no entiendo. Pues explícamelo.

—No, no hay nada que explicar. Conseguiré que Patrio vuelva a tu lado. Lo juro. Eso es lo realmente importante ¿no?

Sala sentía una angustia tremenda de ver a Remo así. Inaccesible. Tenía rabia por dentro.

—Remo… —estuvo a punto de decirle muchas cosas, pero copiándolo, teniendo todavía ganas de hacerle daño, acabó diciendo—: Lania desapareció de tu vida hace más de once años. Es hora de que lo asumas. Es hora de que aprendas que las personas que te rodean merecen respeto, porque no somos los culpables de tu amargura. Lo más probable es que acabes tus días solo, sin nadie a tu lado, piénsalo, porque es un final triste.

Por primera vez en mucho tiempo fue Sala quien se levantó para dejarlo con la palabra en la boca. Le había producido cierta satisfacción dañar a Remo. Pensar que podía dañarlo acaso, era pensar que para él ella significaba algo… Sala despertó a Rílmor y se tendió junto a él para dormir, mientras Remo la miraba desde detrás de la hoguera. En sus ojos había dolor, el dolor de siempre, vestido de orgullo.

Remo esa noche comenzó a sentir extraños temblores en su cuerpo. Un sudor frío le perlaba la frente. Cuando se aseguró de que la mujer dormía y que los que hacían guardia no estaban atentos, deslió las telas con las que había envuelto su mano. Vio con horror cómo su palma se había vuelto negra, como si sus dedos dorados nacieran de un ascua carbonizada. No sentía el tacto allí. La cicatriz verde ahora era una delgada línea de pus. La maldición avanzaba lentamente, pero no se detenía.