CAPÍTULO 2

Un mendigo peligroso

Una carreta tirada por dos mulas atravesaba llanuras arenosas en la meseta de Meslán acercándose a la ciudad de Venteria, capital de Vestigia, desde el oeste, como vuela una mota de polvo en una gran mesa de madera.

Dos mercaderes guiaban a las mulas con una vara, ansiosos por descargar sus mercaderías en la gran ciudad y, sobre todo, por deshacerse del misterioso viajero que habían recogido en la ciudad portuaria de Nurín. En un acto de misericordia atendieron sus plegarias para llevarlo junto a la carga hasta Venteria. Ahora estaban al borde del arrepentimiento, pues el pobre hombre apestaba tanto a pescado podrido, que temían que contagiase su olor a los muebles. Sus ronquidos no cesaban pese a la incomodidad del transporte. No tenían la más mínima idea de lo que estaba a punto de suceder y la fortuna que tuvieron al aceptar a tan extraño mendigo…

El carro paró en seco y el andrajoso que dormía en un rincón del tenderete que albergaba la carga de los mercaderes se despertó con un bostezo exagerado.

—¡Malnacidos, bajad del carro! —se escuchó un grito de una voz áspera. Una de esas voces de cantina, pintada de malas intenciones.

Remo, que era el mendigo que había dormido a pierna suelta hasta aquella interrupción, sentía simpatía por aquellos comerciantes de muebles. Eran gente humilde que aceptaron llevarlo a Venteria. Lo alimentaban con un mendrugo diario de pan mojado en leche de cabra recién ordeñada. Odiaba la maldita leche de cabra, pero no tenían otra cosa.

—¡Decidme, qué transportáis! —gritaba otra vez aquella voz ronca.

—Muebles, señor…

Débil por el hambre, estaba molido por el viaje. Los de fuera gritaban mientras él volvía a estirarse. Le dolían los músculos de la espalda. Por entre la loneta polvorienta, por uno de los innumerables agujeros que poseía, vio el padecimiento de sus benefactores. Uno de los intrusos que habían detenido el carro, pegó un puñetazo brutal a uno de los mercaderes.

Más allá de la escena triste del atraco, vio la capital de Vestigia: ¡por fin se divisaba Venteria! Después de días y días en aquel maldito amasijo de maderos afilados contra sus carnes, en la lejanía, se podían contemplar las altas murallas blancas, desde donde crecía la ciudad como una montaña de piedra. Sintió sus energías renovarse.

Remo, con parsimonia, descendió del carro.

—¿Qué sucede? —preguntó plantándose delante de los atracadores. Pero no obtuvo respuesta.

Eran cuatro malhechores acechando a los mercaderes. Uno de los bandidos detenía el avance de las mulas y los otros tres amenazaban con cachiporras de aspecto terrorífico, ataviados con chalecos de cuero atados con cuerdas de esparto, con temibles botas de madera y correas jalonadas con cuchillos.

—¿Eres tú el que guarda el dinero? —preguntó uno de aquellos con la cara llena de mala sangre, con un ojo más abierto que el otro. Era un tipo enorme y sostenía en su mano derecha una garrota con pinchos largos como dedos de esqueleto. Su rostro era de los que asustan, feo como para no poder ejercer otra cosa que no fuera el pillaje. Sus cicatrices presagiaban que conocía el combate y lo presentaban como un enemigo aún más aterrador. Cualquier persona de bien se habría apartado de su camino de habérselo cruzado en una calle.

—No le hagan daño… Este hombre es un mendigo que nos pidió ayuda para llegar a la ciudad. El camino es muy transitado, la guardia los detendrá.

El comerciante hablaba con un tono muy conciliador, tratando de no alterar a los bandidos. Sin embargo Remo veía en la cara de los cuatro claramente que no se detendrían. Planteó su estrategia muy rápidamente. Con mucha lentitud, apartando la tela de saco en la que se envolvía para dormir, agarró el pomo de su espada, disimulada por la cuantía de sus harapos, atada a la cintura.

—Dejad paso al carro —sentenció cuando ya estaba a dos metros del tipo. Agachó su cabeza mirando el suelo.

—Nos quedaremos con la mercancía y con las mulas —comenzó a dictaminar el grandullón gesticulando mucho con las manos sin preocuparse de que Remo, paso a paso, se estaba posicionando demasiado cerca—. Si tenéis dinero escondido será mejor que no tengamos que… ¡Agh!

Remo había estirado rápidamente su brazo y clavó su espada en el pecho del ladrón con mucha velocidad, sin dejarlo terminar la frase. Como un relámpago. Ni siquiera pudo protegerse con el garrote. Había desenvainado a tal velocidad que incluso se permitió sonreír mientras profundizaba en las entrañas del grandullón.

—¡Odio a la basura como vosotros! —gritó Remo llegando casi a tocar con la cruceta de la espada el cuerpo del bandido. La dejó allí clavada mientras se desplomaba el corpachón sobre la arena del camino. Miró la gema negra de su empuñadura deseando apreciar un cambio de color.

Los demás, alarmados por la inesperada conducta violenta del mendigo andrajoso, no tardaron mucho en plantarle cara, sorprendidos por la rapidez y la impotencia de ver a su compañero debatiéndose entre la vida y la muerte tras la estocada mortal. Los mercaderes, inmóviles por el miedo, gritaban pidiendo ayuda. Pero en plena llanura no se observaba movimiento en muchas millas de distancia. Y la ciudad parecía un gigante dormido en la lejanía del que poca ayuda cabía esperar.

Sin mediar palabra, un tipo bajito, con un garrote decorado con cuchillas negras trató de sacudir la cabeza de Remo, pero falló… y él pudo patearle un costado con facilidad, derribándolo. Se hizo con el garrote que resbaló de la mano de su dueño tras el golpe. Era muy pesado y tenía la empuñadura caliente por haber sido aferrada durante mucho tiempo. Remo apretó la mano con furia para dominar el peso de la cachiporra. Se la estampó en la cabeza a su propietario sin miramientos, como se aplasta un melón maduro con un martillo.

Los otros dos rodearon a Remo, pero dudaban después de ver la destreza y la aparente facilidad con que el harapiento se había deshecho de sus amigos. La piedra de la empuñadura seguía negra como la noche. Los dos tipos se miraron y su ataque fue conjunto. Remo no pudo esquivarlos y sintió una cuchillada de dolor en el costado derecho, donde uno clavó su instrumento punzante y, en el hombro, donde fue a parar la embestida del otro. Gritó de dolor. Aprovecharon para tratar de hacerlo caer, pero Remo se zafó como pudo. Tropezó y cayó de bruces junto al cuerpo del grandullón que tenía clavada su espada. La empuñadura ya se había coloreado tímidamente de rojo, así que el tipo estaba ya muerto. Soportando golpes cortantes en la espalda que podían lisiarlo, Remo enfocó todo su esfuerzo en llegar a su espada a rastras. Se izó ayudándose de sus manos sobre el cadáver y miró la piedra dejándose hipnotizar por esa luz roja que habitaba la negrura…

Se levantó al poco tiempo, de un salto, como nuevo. Extrajo su espada de un tirón y se dispuso a despachar a los dos infelices. Los mercaderes dejaron de pedir auxilio y ahora padecían un pánico místico estirando sus caras. El asombro había contagiado también a los malhechores. Aquella pena de hombre haraposo, Remo, se movía sin incomodarse por sus heridas, con la faz pacífica de quien no padece dolor.

—¡No eres un mendigo… Eres un demonio!… —gritó uno de aquellos desgraciados contemplando la curación milagrosa. Pese a todo, trató de acertarle la cabeza de un garrotazo. Remo no lo detuvo, no hizo ademán de esquivarlo siquiera. Se dejó golpear y el garrote escapó de las manos de su dueño como si hubiese rebotado contra el muro de un castillo. El bandido trató de recuperarlo y comprobó que estaba partido, hecho astillas. Remo no tenía ni un rasguño en la cara. Se acercó al tipo incrédulo y le cortó la cabeza con su espada, con tal velocidad que, en el suelo, la testa aún parpadeó incrédula. El otro ladrón echó a correr, pero él, repleto de energía, no tardó en darle alcance y muerte. Simplemente lo agarró por detrás y en un ademán rápido giró su cabeza hasta que los huesos de su cuello crujieron. Los mercaderes no dejaban de mirar a los muertos que Remo había dejado en el camino.

—¿Eres un enviado de los dioses? —preguntó dubitativo uno de los comerciantes, arrodillado—. Nosotros hemos sido buenos contigo, por favor no nos hagas daño…

—Nada tenéis que temer de mí, os agradezco el haberme acercado hasta aquí. No me envían los dioses, pues se olvidaron de mí hace ya tiempo. Continuaré hasta la ciudad a pie. Cobraos mi transporte como es debido de los bolsillos de estos ladrones y no gastéis tiempo ni fuerzas en sepultarlos. Las aves de carroña se merecen carne podrida.

Se alejó caminando hacia la puerta sur de la ciudad.