CAPÍTULO 34

El circo

Remo podía escuchar un murmullo creciente, mientras lo arrastraban tirando de sus cadenas, forzándolo a caminar impíamente. Habían descendido desde las mazmorras hacia una vertiente distinta de Sumetra. Las galerías allí eran más bastas, peor iluminadas y más angostas. Él retenía en su cabeza, como si fuese la visión de un tesoro refulgente, el rostro de Sala, diáfano en el momento en que la había visto en la celda, pese a los rastros de magulladuras. Tenía miedo a lo que pudieran hacerle a la chica, teniendo en cuenta que le habían encomendado la misión de sonsacarle información, y no había tenido éxito. Todo habría sido más fácil sin ella. La paciencia de Blecsáder estaba agotada. Sabía que caminaba hacia un matadero.

El murmullo lo formaban cánticos, risotadas, aplausos y el eco del albedrío resultante de escucharlo todo a la vez. El corredor acababa en una cancela negra típica de mazmorras, y más allá se abría la cámara más grande que había visto en Sumetra sin contar con la enorme caverna del río y las columnas.

Era rectangular, con el techo lleno de estalactitas doradas por la luz de cientos de antorchas que pendían en las paredes. En los planos rocosos donde se alojaban las antorchas había grandes relieves, representaciones escultóricas de dos mugrones enfrentados entre sí. Sus cuernos se tocaban en un abrazo de combate.

Remo apareció abajo. En una explanada con suelo de baldosas de piedra basta y plana, encajada entre paredes lisas. Las paredes eran altas y muy bien pulidas. Era imposible trepar hacia las gradas donde se agolpaba la multitud. Había otras tres cancelas como las que se habían abierto para Remo, repartidas en las demás paredes. Tras las verjas, la oscuridad tenía un componente intimidatorio a propósito de los misterios que podían albergar. En definitiva, se reconoció dentro de una arena para espectáculos, un circo subterráneo.

Los hombres que lo habían arrastrado hasta allí, le soltaron las cadenas. Remo escuchó cómo, poco a poco, se hacía un silencio corrupto en el que flotaba un deseo febril de verlo muerto. Se acarició las muñecas heridas, por fin libres, y sintió sus brazos ligeros sin el peso de los grilletes. Dolores extraños le venían de los hombros y, como pinchazos, las magulladuras y cortes que se repartían por toda su anatomía palpitaban haciéndole difícil la simple tarea de permanecer erguido.

La fiesta era en honor de otros, pero él constituía el divertimento principal. Localizó entre la grada un palco especial, donde gente mejor vestida que el resto lo miraban como se contempla a un buen caballo.

—¡Mirad sus tatuajes! —escuchó desde varios ángulos diferentes.

Le tiraron comida, desperdicios, la mayoría sin mucho acierto. Sus acompañantes desaparecieron por la cancela pesada que cerraba el corredor por el que lo habían conducido hasta allí.

—¡Queridos amigos! —se escuchó en lo alto, hacia la derecha de donde estaba Remo—. ¡Tenemos el privilegio de tener esta noche con nosotros nada más y nada menos que al maestre Remo, de la temible división de los cuchilleros de La Horda del Diablo!

La voz de Blecsáder retumbó majestuosa gracias a la excelente acústica. Estaba sentado en un trono de madera, en otro palco gemelo al de antes, junto a sus secuaces y a otros desconocidos para Remo que, a juzgar por cómo iban vestidos, serían nobles o militares de alto rango de Nuralia. Supuso que no era la primera velada macabra que organizaba Blecsáder, a todas vistas capaz de ofrecer un espectáculo de sangre inigualable en aquel recinto apartado de las juiciosas miradas de las ciudades grandes. Lejos de las mansiones fastuosas y de los valores morales que siempre presiden las apariencias de las casas nobiliarias. El resto de la grada estaba repleta de hombres y mujeres afines a la ciudad subterránea y alguna esclava estrujada entre la muchedumbre. Nadie deseaba perder detalle de su ejecución. Muchos eran soldados a las órdenes de Blecsáder, que vivían en cuevas accesorias con sus familias, en su idea de formar una ciudad, un reino particular. Olía a vino, a herrumbre y sudor.

—¡Sacad la verja! —gritó Blecsáder.

Varios hombres junto al caudillo fueron a mover unas ruletas de aspecto pesado. Se escucharon goznes metálicos y el traqueteo de engranajes. De uno de los flancos del agujero, justo por debajo de las gradas apareció una reja oscura, forjada de hierro. Una cuadrícula que terminó por ser el techo de la estancia para Remo. Por los numerosos huecos seguían lloviendo insultos y podía contemplar al público enaltecido. Cuando pararon de girar las ruletas, la reja pareció encajar en otros resortes metálicos. Remo miró a su alrededor. A las cancelas negras a pie de agujero.

—¡Ese hombre va a ser comida para nuestros perros! —gritó Blecsáder.

Remo comprendió la funcionalidad de la reja. Así impediría que los silachs trepasen y atacaran a alguien del público. Algunos centinelas, desde arriba, tiraron de cadenas para izar las verjas que rodeaban a Remo en el agujero. Detrás de ellas, en los túneles negros, escuchó ruidos, tintineo de cadenas, y pronto vio lucecitas entre la oscuridad. Sabía lo que eran. La luz de los ojos de los silachs que se aproximaban.

Remo se sentó en el centro del agujero, entrelazando sus piernas. Se masajeó un poco el cuello. Respiró profundamente. Su posición centrada en la placeta parecía mostrar valentía.

—Mirad, parece que no teme a los silachs.

Aparecieron varios silachs enormes. Cuerpos nervudos blancos y negros, plagados de basto pelaje oscuro en la espalda y en las extremidades; a dos patas o a cuatro, de hombros anchos y escuálida cintura, con brazos largos y vigorosos acabados en temibles zarpas envenenadas, traían rugidos en sus gargantas rotas. Sus fauces, como nido de alfileres, como agujas mal ubicadas en terribles hileras, prometían desgarros y dolor, ferocidad y muerte. Los rostros, con la iluminación macabra de sus ojos brillantes, con la nariz retraída como de calavera y sus bocas deformes a veces aguijoneadas por el tropel de dientes, configuraban sin lugar a dudas, las máscaras más horripilantes que Remo recordase. Tenían cadenas que los frenaron a pocos metros de salir a la vista del público. Rugieron encolerizados al verlo, al sentir al gentío sobre sus cabezas. Arañaban con sus uñas las paredes de los túneles por los que estaban apareciendo.

Remo no deseaba mostrar debilidad. Sabía que Blecsáder anhelaba el paradero de la recompensa de Patrio. Debía centrarse y confiar en la fuerza que podía ejercer desde su posición.

—¡Silencio!

La jauría enmudeció, salvo por los rugidos de las fieras, deseosas de que soltasen sus ataduras. La forma en que sus cuerpos recibían y expulsaban el aire con ese jadeo constante los hacía parecer hambrientos.

—Si no me dices dónde está la recompensa, dejaremos que te muerdan y te transformarás en uno de ellos, si no los frenamos, puede que te coman vivo —dijo Blecsáder con un tono más sosegado, frío.

Remo ni lo miró siquiera.

—Si me has traído estas bestias para asustarme, para temer una muerte horrible, es que olvidas que estuve en la Gran Guerra. —La voz de Remo enmudeció a la multitud con aquella referencia al conflicto entre Vestigia y Nuralia—. Olvidas que fuimos enemigos y que yo sobreviví aplastando a tus hermanos en batallas y emboscadas, en asedios y escaramuzas. Cuando uno da muerte en el campo de batalla, deja de temerla. Para mi alma, no existe salvación posible. ¡No tengo miedo a la muerte!

El recuerdo de la contienda parecía poblar las cabezas de los que lo miraban con odio. Los insultos no se hicieron esperar. Hubo quien lanzó cuencos, incluso algún cuchillo, pero la reja que debía proteger al público de los silachs sirvió de paraguas a Remo para no temer el impacto directo de las bravatas de los asistentes. Blecsáder decidió que no esperaría más.

—Al infierno la recompensa, pediremos otra… Estos silachs son salvajes. No los hemos podido «domesticar» por su ferocidad. Te van a destrozar. ¡Dadle cadena a uno! —gritó Blecsáder.

El silach más aterrador, con medio cuerpo manchado de blanco y el otro medio de negro como el lodo pútrido, notó que la tensión de su cadena se relajaba y salió disparado hacia Remo. Él se puso en pie y alzó la guardia. Se preparó para recibir la embestida cruzando los brazos delante de su rostro…

Ocurrió algo inesperado para los habitantes de la ciudad de Sumetra. Inesperado para el propio Remo, pero mucho más para sus captores. El silach no lo atacó. A pocos metros de él, se detuvo y comenzó a mirar a su alrededor. Saltó hacia arriba con prodigiosa agilidad tratando de alcanzar la verja. Era demasiada altura incluso para un silach. Al caer, se revolvió en un sonoro estruendo con la cadena y se lazó hacia una de las paredes. Por allí, pese a lo pulimentado de la roca, sí que pudo trepar hasta la verja, ayudándose en sus zarpas poderosas. Se quedó colgado bregando por escurrirse entre el enrejado para darse un festín con el público atónito que lo miraba con pavor.

—¿Qué sucede? ¿Habéis visto? ¡No lo ataca!

—¡Cadena para los demás! —gritó Blecsáder con una mueca de indignación impropia en la habitual crueldad fría de su rostro.

La muchedumbre miraba expectante. Los silachs no reparaban en el prisionero, como si fuera invisible. Parecían estar preocupados en calcular estrategias para conseguir atacar a los de las gradas. Remo descubrió algo nuevo en esas extrañas criaturas. Reconocían, quizá por el olor, que él estaba contaminado y por eso no lo habían atacado. No se le ocurría otra explicación. Sabían que pronto sería uno de ellos y se sentían más atraídos por la posibilidad de atacar a los otros.

—¿Qué sucede? —preguntó Blecsáder a uno de sus esbirros, que miraba tan sorprendido como él la actitud de los monstruos.

—No lo sé. No tiene ningún sentido.

—Estos silachs son de los antiguos. Indomesticables, rabiosos y muy destructivos… —dijo Blecsáder pensando en voz alta—. ¿Cómo es posible que lo ignoren?

Los silach estaban demasiado ocupados en la orgía de olores humanos que desprendían las gradas. Se les notaba el hambre en la luz temblorosa y aterradora que despedían sus ojos brillantes.

Blecsáder andaba fastidiado con aquel contratiempo. Viendo que no atacaban a Remo, ordenó que se los llevasen y Remo volvió a sentarse sobre sus piernas a la espera de nuevos acontecimientos, desafiándolo con sus ojos impertinentes. Retiraron la verja protectora y una lluvia de vasos, cuencos y demás trató de llegar hasta Remo, que se tuvo que mover para esquivar. Blecsáder estaba loco de ira.

—Traedme a los demás prisioneros —susurró a uno de sus lugartenientes.

—Mi señor, ¿también a Sala y Rílmor?

—No, ella está en otros menesteres —dijo Blecsáder. Con cierta diversión en su gesto, se volvió hacia Remo para asegurarse de que él lo escuchaba—. Sala está sufriendo por tu tozudez, no llegará virgen al matrimonio… jajajajaja… ¡traed a ese Mercal y al campesino!

Remo apretó sus manos. Sabía que Blecsáder podía estar mintiendo, pero intuía que esta vez no fanfarroneaba. Se preguntó dónde estaría la chica. Miró entre las gradas, las posibles puertas. La única que sí se podía contemplar era la que daba acceso al palco privilegiado del caudillo y sus invitados importantes.

El público se impacientaba. Jortés y Mercal fueron traídos al circo subterráneo, pero no compartieron el agujero con Remo. A ellos, encadenados aún, los llevaron junto a Blecsáder.

—Remo… te doy la última oportunidad para salvar a tus amigos. Dime dónde guardaste la recompensa y podréis marcharos de Sumetra. Testigos hay de que no miento. Aquí, en presencia de mis amigos prometo por mi honor que así será. Secuestramos a Patrio para obtener dinero y tú no puedes privarnos de eso. Mis hombres capitaneados por Liprón entraron en Vestigia y saquearon a uno de los nobles más poderosos. Corrimos un riesgo altísimo en esa misión… no creas ni por un momento que te dejaré con vida a ti o a tus amigos sin oro. Esta es tu última oportunidad.

Remo miró a Mercal y a Jortés. Sintió dolor, sabía que estaban perdidos. Él mismo lo estaba. Si confesaba dónde se encontraba el tesoro morirían todos. Si no decía nada, los matarían igualmente. Ese era su convencimiento y la base de no torcer su postura férrea, así que gastaría hasta el último aliento para perjudicar a Blecsáder, pero verlos allí, le hacía dudar de su convicción. El dolor que cocía sus entrañas se vio perturbado de repente, porque Jortés hizo algo totalmente inesperado.

El campesino sorprendió a los guardianes e inició una carrera desesperada sin que sus cadenas fuesen obstáculo. Aprovechó la relajación de su escolta. Embistió al lugarteniente llamado Liprón, con la cabeza. Al tipo le trastabillaron los pies y estuvo a punto de caerse por el balcón, al suelo profundo, desde donde Remo los contemplaba. La altura podía matarlo. El guerrero sacó un cuchillo y lo clavó en el pecho de Jortés, entonces él, volvió a embestir barriéndolo de la terraza. Fue un suicidio. Jortés asumió que él también caería. Era la única manera de poder arrastrarlo hasta la muerte. Liprón trató de aferrarse en el aire, pero los dos cayeron por el borde. Remo admiró la determinación de Jortés. Blecsáder en su discurso había encendido la llama de la venganza en el campesino al confesar que fue Liprón quien había invadido Vestigia para el secuestro de Patrio y, por tanto, el responsable directo de la muerte de sus hijas. Se lo habían brindado en bandeja. Liprón temblaba en el suelo. Estaba muriendo. Jortés comenzó a reír mientras todos los espectadores gritaban horrorizados. Blecsáder se acercó al borde del balcón y miró con terror la risa de Jortés mientras veía un medallón oscuro rodear la cabeza reventada de su fiel lugarteniente Liprón.

Remo se acercó y acarició el rostro de Jortés, que estaba herido de gravedad por la puñalada y la caída. Debía de haberse partido las piernas.

—Ha sido uno de los actos más valientes que he visto en un hombre, Jortés.

—He vengado a mis hijas. Moriré en paz.

—¡Degollad a ese infame!

En la arena, por una verja, entraron tres guardianes de Blecsáder. Remo luchó con ellos tratando de alejarlos de Jortés. Cuatro guardias más lograron reducir al guerrero y acabaron silenciando la risa delirante de Jortés rebanándole el cuello.

El señor de Sumetra no lo dudó.

—¡Traed una soga!

Mercal lloraba cuando rodearon su cuello con la aspereza de la cuerda. Marcado por los golpes que había sufrido en el cautiverio, Remo sintió pena por él, por la desgracia pintada en su cara.

—¡Remo, háblale a mi padre de mí, dile cómo he muerto y que se sienta orgulloso! ¡Dile que morí sin doblegarme, y que si había lágrimas en mis ojos fue por recordar su gran amor!

Remo asintió sin dejar de mirar sus ojos. No le negaría nada a un hombre a punto de morir, aunque no tuviese oportunidad de cumplir su promesa, pues Remo sabía que el final de su vida estaba cerca. Si no lo mataban en aquel circo macabro, la maldición lo transformaría en un animal y todo lo que él era dejaría de existir.

Empujaron a Mercal precisamente por la misma terraza por donde había saltado Jortés. El ahorcamiento fue fulminante. Bien mirado, tuvo suerte de morir en el acto. Así pues, de los once valientes que habían aceptado la misión del rescate de Patrio Véleron en la fortaleza del valle de Lavinia ya solo quedaban tres, si es que Sala y Rílmor habían sobrevivido. Remo se preguntó qué habría sido de ellos.

Satisfecho por la ejecución de Mercal, Blecsáder volvió a centrarse en Remo. En sus ojos, tras la caída de Liprón, podía leerse fácilmente que su interés por la recompensa había pasado a un segundo plano. Ahora deseaba ejecutarlo a cualquier precio.