CAPÍTULO 31

 

 

 

 

 

Dana entró en el campamento con la cabeza bien alta, intentando aparentar el valor que apenas sentía. La pelea con los neófitos la había hecho pensar mucho. Sabía que la lucha sería cruenta y no estaba segura de que ella o sus hombres, salieran con vida de ahí.

Pero ella era una guerrera y lucharía con fuerza hasta su último aliento.

Los recibió el Gobernador.

Bienvenidos seáis, guerreros de las tribus de los bosques. Toda ayuda será poca en esta empresa.

Dana le miró de arriba abajo.

—No estamos aquí para ayudarte, venimos a saldar una deuda que tenemos pendiente con el Oscuro Kaesios. Vuestras guerras, no son las nuestras.

El Gobernador se quedó pasmado durante unos segundos, luego inclinó la cabeza y dijo:

—Aun así sois bienvenidos, la carpa verde del norte es la vuestra, cualquier cosa que necesitéis, no dudéis en pedirla.

Dana no pronunció palabra y se dirigió hacia el lugar indicado.

Mientras caminaba, miraba con atención todo lo que la rodeaba. Miles de hombres estaban ahí reunidos, sentados alrededor de hogueras, afilando sus armas o practicando entre ellos. Todos parecían muy capaces. Sin embargo ella sintió miedo, y dudas, muchos de ellos, después de la batalla, no volverían a ver un nuevo amanecer.

 

 

Cornelius asomó la cabeza por la abertura de su tienda al oír tanto jolgorio fuera. Lo que vio le dejó sin palabras. Una mujer, vestía un traje tan pegado a su cuerpo que parecía su propia piel. Su pelo negro iba suelto y ondeando al viento. Su cuerpo era escultural. Era una guerrera, no cabía duda, sus músculos lo dejaban bien claro, pero a Cornelius le pareció la mujer más hermosa que había visto.

Ella pasó frente a él sin mirarle siquiera, iba seguida por un ejército de fieros hombres, vestidos como si fueran salvajes.

Son de las tribus de los bosques. —Le susurró Ario— Vienen en nombre de Kaesios. Solo luchan por él...

Cornelius sonrió.

—No sé qué diablos tiene ese oscuro, pero todos acabamos luchando por él...

 

 

 

Lyris dejó caer las manos que tenía extendidas sobre el agua sagrada. Las lágrimas de sus ojos le impedían ver. Se derramaron por su hermosa piel, de manera lenta, como si tocarla fuera un sacrilegio. Su corazón se contrajo de dolor. Ella ya lo sabía, desde el mismo momento en el que los poderes ocuparon su cuerpo, tuvo la sensación de que Cornelius encontraría una mujer que le hiciera feliz, pero eso no lo hacía más fácil y menos ahora que tenía la certeza. Sus pies descalzos sintieron la corriente de la energía que pasaba del suelo y se catalizaba a través de su cuerpo. Las visiones eran parte de sus poderes, pero esta en especial, había sido tremendamente dolorosa. Se secó las lágrimas de la cara y procuró serenarse. Ella era la intermediaria entre la Diosa y los mortales. Todos los sentimientos que la ataran a su cuerpo y a su vida, estaban prohibidos. Suspiró una vez más.

Había perdido, lo sabía, Cornelius siempre la amararía, eso también lo sabía, pero ahora no volvería a su lado, jamás. El hombre que había formado parte de su vida desde su más tierna infancia, aquél que se había apoderado de su cuerpo, de su mente y de su alma, hoy estaba más lejos de ella que nunca. El dolor la atravesó como si fuera una flecha envenenada, tanto que se dobló en dos.

Lo había perdido y con él toda esperanza de volver algún día a ser una mujer.

Respiró con fuerza y se concentró en los latidos de su corazón, tenía que serenarse. Su destino estaba escrito, no había marcha atrás, pudo haberlo cambiado a su debido tiempo, y su vida habría sido otra, más humana, más mortal, más feliz... ahora no había otro camino distinto.

Cornelius se enamoraría de Dana, ése era el regalo que le daba la Diosa por haberle arrebatado a Lyris, ahora él tendría que hacer el resto.

Se giró muy despacio, alejándose del lugar donde su poder era más fuerte y se retiró a su habitación. Una vez allí, acurrucada en la cama, lloró desconsolada la pérdida de su amor...

 

 

 

Todo estaba más que preparado para la partida. Katherina tenía miedo, su cuerpo temblaba y un nudo le oprimía el pecho. No sabía a dónde iban ni que haría allí, solo que la batalla iba a dar comienzo y Kaesios debía estar en el campo como todo los demás.

Aidan salió de la casa molesto, no le agradaba la decisión del antiguo, ¿qué iba a hacer una pobre mujer en medio de una batalla campal? Y con oscuros, ni más ni menos. Pero el antiguo no le había pedido su opinión, aunque él se encargó de hacérsela saber.

El coche de caballos estaba listo, pero él prefería ir a su ritmo, no pensaba ocupar el mismo espacio que Kaesios, podrían pelearse y no era el momento.

Os veré allí...—Dijo enfurruñado.

Kaesios le miró pero no contestó. Si Aidan estaba disgustado, ya descargaría su frustración en la pelea, a él le daba lo mismo. La sacerdotisa le había comunicado y es más, le había hecho prometer que estarían juntos, y eso es lo que haría.

Ayudó a Katherina a subir al coche y después lo hizo él. Vio por el rabillo del ojo como Aidan iniciaba una loca carrera que le llevaría al lugar convenido en muy poco tiempo. A él no le gustaba la forma convencional de viajar, disfrutaba corriendo, sintiendo el aire en su rostro, la velocidad, sin embargo no podía dejar sola a la muchacha, así que a pesar de las inmensas ganas que tenía de llegar al campamento, compuso su ya típica, facción en el rostro de indiferencia y se preparó para estar durante horas en un cubículo diminuto con la mujer que hacía que le hirviera la sangre. Sería un viaje interesante.

Los oscuros se reunían en una tienda solo para ellos, no eran tantos como deseaban, la mayoría optó por no participar hasta que sus vidas no estuvieran en un peligro real, no era de extrañar, eran criaturas caprichosas, egoístas y volubles. Sin embargo, Angus conversaba con todos aquellos que habían accedido a luchar.

Aidan estaba en el extremo del lugar, solo y sumido en sus pensamientos, mientras que Onuris no dejaba de mirarle.

Entonces por la puerta entró Kaesios, impresionante como siempre. La raza le temía y a la vez le respetaban... pero no venía solo.

Onuris se acercó a hablar con él. Detrás una pequeña humana lo miraba todo aterrorizada. Hersir se acercó hasta ellos.

¿Por qué, Kaesios? Esto no es lugar para una mujer.

No tengo alternativa.

Él le miró extrañado.

—Hijo, no es buena idea, ella es débil y será presa fácil. Baldur está a punto de descubrir que Cornelius le ha traicionado, su furia no tendrá límites. Este lugar no es seguro.

Onuris, hice una promesa a la Suma Sacerdotisa, no puedo echarme atrás ahora.

¿Y qué piensas hacer con ella? ¿Dónde la esconderás? Aquí solo hay guerreros, tiendas y una gran explanada vacía. No hay lugar para mantenerla con vida.

Ya lo sé, pero no puedo hacer otra cosa, Lyris dijo que era imperioso que ella se mantuviera a mi lado.

¿Y qué piensas hacer, darla una espada y ponerla a luchar?

Kaesios suspiró, se estaba comenzando a enfadar.

—No sé lo que voy a hacer, pero no es asunto tuyo, solo mío.

No te equivoques Kaesios —continuó Hersir— si no estás al cien por cien en la batalla, no nos servirás de mucho. Es crucial que ganemos y derrotemos a Katherina.

El oscuros, exasperado le gritó.

— ¿Y crees que no lo sé? Te he dicho que es mi problema, tú preocúpate por ti, mantente con vida, de Katherina me ocupo yo.

Hersir le miró con los ojos llameantes.

—Eso sería genial, sino tuviera que proteger tu trasero o el de ella.

Y se dio media vuelta enfadado.

Onuris miró con intensidad a Kaesios. Era el único que conseguía que él se encogiera, no le gustaba que su padre se disgustara con él, lo respetaba demasiado.

No tengo alternativa, Onuris, me ata un juramento.

Solo tú sabes por qué demonios prometes algo así, pero espero que no te arrepientas.

Katherina, que había oído todo desde el momento en el que entraron, sintió unas terribles ganas de llorar. Ése no era su lugar, ella no tenía que estar ahí, nadie la quería y encima no tenía ni idea de luchar. Se acercó más al antiguo.

—Creo que tienen razón, yo no debería estar aquí.

Eso no lo podemos cambiar, Katherina, el destino está escrito y no sé por qué razón, tú eres una pieza clave, tu lugar es aquí, junto a mí.

 

 

 

Baldur, decidió salir de su habitación y procurar llevar una vida normal, no quería que los suyos se dieran cuenta de cuánto le había afectado la destrucción de sus neófitos, pero siempre hay tiempo para llevar sus deseos a cabo y si un plan no funciona, se piensa en otro y ya está.

Miró por los arcos que daban a la calle, el día estaba amaneciendo, el sol comenzaba a salir y pintaba todo de esos colores pintorescos que solo se ven a primera hora del día.

Su genio se apaciguó un poco. Le encantaban los amaneceres, era uno de esos placeres secretos que tenía. Desde que le convirtieron no se perdía ni un amanecer. No sabía nada de Irina desde hacía varios días, sonrió para sí, ella también le temía y eso le gustaba. Debía darla un buen uso, no sabía muy bien para qué, pero para meterla en su cama tenía un montón de mujeres más y no le daban ningún problema. Ella odiaba a Kaesios y utilizaría ese odio en su beneficio. Se acercó con paso enérgico al salón principal. Estaba prácticamente vacío. Cuando él tenía esos arrebatos de ira, la mayoría de sus vampiros huían para conservar la vida. En cuanto corriera la voz de que estaba más tranquilo, volverían a abarrotar su casa.

Miró si ver el horizonte y a su memoria apareció la imagen de su hijo. Baldur tenía muchos años y siglos, tantos que ya no los recordaba, desde que eliminó a su creadora, jamás tuvo la necesitad afectiva que sienten algunos congéneres, él estaba muy bien solo. Su familia iba creciendo a medida que él se iba haciendo más poderoso.

Un día, mientras avanzaba por el mundo, con lo puesto y un par de dagas y una espada, se encontró de frente con un joven guerrero, estaba herido, su futuro no era otro que la muerte. Sus compañeros lo habían abandonado a su suerte, convirtiéndose en un lastre para el avance del grupo. Baldur se puso frente a él y lo miró con curiosidad. La sangre del muchacho llamaba su atención, no es que estuviera hambriento, pero el olor de la sangre no lo puede resistir cualquiera. Sin embargo, algo le impidió beber de él y acabar así con su agonía.

El muchacho respiraba con dificultad, mientras se tapaba con la mano la herida que más sangraba en su cuerpo, que no era la única. Sin duda la batalla había sido cruel y sangrienta.

Alzó el rostro y lo miró. Baldur debía tener una pinto horrible. Llevaba años dando vueltas por los bosques, tenía el pelo largo y enredado y la barba cortada a navaja y mirando su reflejo en el rio. Pero el muchacho simplemente le dijo:

¿Quién eres?

¿Quién crees que soy? —Le respondió a su vez.

El muchacho suspiró, le costaba respirar.

—Tienes pinta de ser la muerte, o el demonio.

Tal vez ambas cosas...

Con las escasas fuerzas que le quedaban, cogió su espada y se incorporó. No se podía poner de pie, pero se sentó y se irguió.

—Seas quién seas, no te temo.

Baldur parpadeó asombrado. Admiraba el valor de ese humano.

—Puede que no seas lo suficientemente prudente para temerme, pero eso no evita que te quite la vida igualmente.

Inténtalo, ser del inframundo. Lucharé mientras tenga un hálito de aliento en mi cuerpo.

Baldur se carcajeó. Se estaba divirtiendo a costa del humano. Le volvió a mirar y se fijó más en el chico. Parecía joven, pero las heridas de batallas pasadas cubrían casi todo su maltrecho cuerpo. Aunque jamás pensó que fuera posible, se apiadó del muchacho.

Dime tu nombre, humano.

¿Acaso descuidas tu trabajo, Muerte?

Baldur parpadeó un par de veces sin saber a qué se refería el chico.

— ¿Eh? —Preguntó extrañado.

Si eres la muerte, como afirmas, supongo que tu deber es saber a quién debes llevarte contigo al inframundo. Si no sabes mi nombre, tal vez es que aún no ha llegado mi hora...

Baldur soltó una carcajada ante ese humano, que aunque moribundo, no le faltaba valor y sentido del humor.

—Pues deberías temerme, humano. Aunque me caes bien, tal vez pueda hacerte una concesión.

¿Un concesión? ¿Cuál?

Tengo el poder de quitar la vida, pero también el de conceder la inmortalidad, tal vez te guste más esa faceta mía...

Los ojos del muchacho se abrieron desmesuradamente. Apenas le quedaba sangre en el cuerpo, y las fuerzas le fallaban. Su cabeza comenzó a dar vueltas.

—Dime el precio que he de pagar.

¿Cuál es tu nombre, mortal?

Brandon.

Bien, Brandon, solo pide que te otorgue ese don y será tuyo.

No tenía tiempo para pensar, tampoco lo necesitaba, si de algo estaba seguro es de que no deseaba morir y menos allí, solo y abandonado por los suyos, como un desperdicio humano. Tal vez si lo hubiera pensado, si se hubiera fijado bien en la maldad que desprendían los ojos de ese grotesco ser, su respuesta hubiese sido distinta. Pero su vida llegaba a su fin, apenas le quedaba aliento con el que responder y él no deseaba morir.

—Cónce...de...me... ese... don...—Suspiró.

La sonrisa malvada que apareció en el rostro de Baldur lo asustó, pero el pacto estaba sellado.

El oscuro se acercó hasta él, tanto que pudo oler con claridad el terrible aroma que desprendían las ropas.

Notó como se acercaba y le tocaba el cuello con los labios, después la oscuridad se apoderó del mortal, para abrir los ojos días después y renacer a una nueva y larga vida.

“No tan larga como yo hubiese deseado”, pensó Baldur. Su hijo se había convertido en su mejor aliado. Durante años le enseñó el sutil arte de la tortura y la muerte. Lo convirtió en un fiel reflejo de sí mismo, ambos eran uno solo. No necesitaban comunicarse para saber lo que estaban pensando. Era una unión más allá de la simple sangre.

Pero lo había perdido, hacía veinte años... lo había perdido. Y todo por culpa de esos malditos humanos, que no estaban satisfechos con sus miserables vidas... pero pagarían por ello. La pérdida de su hijo se vengaría con la tierra manchada por la sangre de los humanos, y si alguno quedaba con vida, lo sometería.

Cuando sintió como la vida se escapaba del cuerpo de su hijo, el dolor que se apoderó de su ser fue tan intenso, que pensó que estallaría en mil pedazos. Su hijo, su sangre, yacía sin vida en un charco de barro y bañado en su propia sangre, la de él.

La ira lo poseyó y su único anhelo fue, desde ese mismo instante,  hacérselo pagar a todo aquél que hubiera tomado parte en la muerte de su hijo, tanto directa como indirectamente. Pasó las horas, los días, las semanas, los meses y los años, tramando un plan.

Primero destruiría a los humanos. Los verdaderos culpables, por emprender una guerra de lo más estúpida, por anisar un poder que no les corresponde. Segundo, contra la raza, por no haberse levantado en armas contra esos malditos, y simplemente haber evitado la muerte de los culpables.

Baldur, sé de tu dolor, pero aniquilarlos no te devolverá a tu hijo. —Le dijo Kaesios.

No, pero me proporcionará venganza y paz.

No mataremos a los humanos, ya lo hemos decidido

Baldur, los hemos convencido por la fuerza, les enseñamos todo nuestro poder y ellos mismos se rindieron, no habrá más muertes. —Le informó el Gran Maestro.

¿No habrá más muertes? ¡Y la de mi hijo! ¿Esa no cuenta?

Les gritó Baldur, poseído, fuera de sí, mientras hablaba de su boca salía espuma disparada con cada sílaba. Se tiraba del pelo y se doblaba sobre sí mismo, mientras andaba lentamente por el centro del consejo.

—Tu hijo no es la única baja, Baldur. —Le informó Kaesios.

El antiguo, se incorporó muy despacio y calvó sus ojos hinchados y rojos en él.

—Pero es la única que a mí me importa. —Le escupió con odio.

Sabía que desde que Kaesios era uno de los justicieros del juez, ambos habían entablado una gran amistad, que perduró después de que Angus fuera nombrado Gran Maestro y Kaesios abandonara su antiguo puesto. Sabía, con toda certeza, que Angus se plegaría a los deseos de Kaesios, y Baldur era muy consciente del amor de éste por los mortales. Si la lucha se daba por finalizada y no había represalias, la culpa era enteramente de Kaesios. Y lo pagaría... caro.

—Ya hemos tomado una decisión. La guerra ha terminado. Todos debemos volver a nuestras casas y reponernos de nuestras pérdidas y superar el dolor. —Ordenó Angus.

 

 

 

Pero eso no quedó así. Baldur se marchó, y se recuperó de la pérdida, pero no superó el dolor. Solo lo haría cuando su venganza llegara a su fin. Él estaba preparado. Sus hombres también. En cuanto Cornelius propague el caos y la muerte, comenzaría su turno.

Se relamió los labios, ya empezaba a saborear la sangre de los caídos.

El sol ya estaba alto, los colores violetas del amanecer, ahora eran oro líquido. Suspiró para sus adentros. Se sentía intranquilo, el duro golpe que había sufrido por la pérdida de los neófitos lo estaba afectando más de lo que creía.

Cuando se presentó allí y solo vio cenizas, su furia lo invadió, pero se contuvo. Buscó en el aire alguna muestra, algún rastro, algo que lo llevase hasta el culpable de aquella masacre.

Kaesios...

El sutil olor único y peculiar de su cuerpo, se podía notar en algunos lugares.

Kaesios...

Su tiempo estaba por llegar, lo sabía, lo sentía, cada vez está más cerca el momento en el que los dos se encontraran cara a cara y saldaran sus cuentas. Solo esperaba salir victorioso de ese encuentro...

 

 

 

El dolor la despertó y la dobló en dos. Se puso en pie como pudo y bajó las escaleras de piedra, que la llevarían al salón. Sus pies descalzos sentían el frío que desprendía el suelo. Las paredes susurraban y ella sentía que algo estaba por llegar. Subió despacio al altar y se acercó a la pila de agua mágica. Extendió sus manos y la visión la atravesó como una espada. No supo el tiempo que estuvo así, solo que cuando recuperó la consciencia, estaba arrodillada en el suelo y se sujetaba con las manos. Le sangraba la nariz y cada gota que caía al suelo, era absorbida por éste como si se tratara de un cáliz sagrado que concedía vida. Las gotas desaparecían en el acto.

Intentó ponerse de pie, pero estaba demasiado débil, uno de sus ayudantes corrió a ayudarla, pero la energía que

aún corría por su cuerpo lo lanzó disparado hacia atrás, dándose de espaladas contra la pared y cayendo al suelo con un ruido sordo y un pequeño gemido.

Lyris pensó que se volvería  a desmayar, pues el dolor que ahora sentía en la cabeza era tremendamente fuerte. Pero se concentró en respirar. Respirar. Respirar...

Poco a poco el dolor fue desapareciendo, sus sacerdotes, temerosos la rodeaban, pero se cuidaban de tocarla.

—Estoy bien... —susurró agotada.

Se le nubló la vista al recordar lo que había visto. Las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos y caían al suelo, pues ella seguía doblada y de rodillas.

Todo estaba escrito. Su final estaba por llegar y ella tenía que cumplir con una misión.

¿Tenía miedo?

Estaba aterrada. Pero cuando aceptó sus poderes sabía que ellos traerían este tipo de cosas. No había marcha atrás, cada uno haría lo que tenía que hacer y ella no sería distinta.

Se incorporó apoyando su trasero en sus piernas y se estiró. Sintió un poco de mareo, pero el dolor estaba desapareciendo. La sangre ya no corría por su cara. Uno de los hombres le ofreció un pañuelo y con él se limpió la cara. Volvió a respirar profundamente.

No había tiempo ni de lloros ni de lamentaciones. Tenía que cumplir con su parte en la enredada telaraña del porvenir.

Su cuerpo, ya vacío de energía extraña, volvía a la vida y levantó una mano para que la ayudaran. Inmediatamente todos la socorrieron. Tenía que recuperarse. Pronto haría un viaje del que no habría regreso.

La deuda
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