La violencia urbana

Estas ciudades podían en ocasiones ser lugares muy tumultuosos. Ya hemos visto los alborotos que se produjeron en el contexto de las disensiones religiosas, sobre todo en centros urbanos especialmente violentos como Alejandría. Cuando se daba la orden de destruir un templo o de convertirlo en iglesia, los obispos solían ser los encargados de allanar el camino azuzando los sentimientos de las masas; por otra parte, vemos cómo las autoridades imperiales intentan calmar los ánimos. En el año 400 el emperador Arcadio escribía una carta al entusiasta obispo de Gaza, Porfirio, recordándole que la ciudad estaba tan llena de contribuyentes como de estatuas paganas.[375] Los motines eran moneda corriente en la Constantinopla de los siglos V y VI, y en el episodio más grave de los acontecidos, la denominada rebelión de Nika del año 532 (véase el capítulo 5), el propio emperador estuvo a punto de salir huyendo, y los disturbios sólo pudieron ser sofocados a costa de numerosas vidas humanas, tras la intervención de las tropas imperiales al mando de Belisario. El desencadenante del suceso fue, al parecer, la ejecución de unos criminales pertenecientes a las facciones del circo, los Verdes y los Azules, pero las iras se volvieron inmediatamente contra los ministros más impopulares de Justiniano, especialmente contra el prefecto del pretorio, Juan de Capadocia, que no tardó en ser sustituido por el emperador. Durante la revuelta, el centro de la ciudad fue en buena parte destruido por los incendios, incluida la iglesia de Santa Sofía erigida por Constantino, circunstancia que dio a Justiniano la oportunidad de recuperar su prestigio desarrollando una intensa labor de reconstrucciones. Debemos señalar que no se trataba de sublevaciones de carácter revolucionario, sino de breves explosiones de violencia en un trasfondo de extrema inestabilidad. Aunque lo más probable es que el desencadenamiento de la violencia hiciera que saltaran a primer plano cuestiones de índole religiosa o política, por más que éstas no fueran en realidad el detonante, en este período no cabe hablar de movimientos prolongados en defensa de la reforma política o religiosa. Las protestas contra determinadas medidas adoptadas por el emperador, sobre todo si tenían que ver con el pago de tributos o con un ministro impopular, eran muy habituales en Constantinopla, y manifestaciones semejantes imitaban en otros lugares a las que se producían en la capital; en cualquier caso, por corriente que fuera durante este período, la violencia urbana no se convirtió nunca en revolución.[376]

Y del mismo modo, por mucho que a Procopio le gustara pensar que eran obra de «la chusma», por lo general no constituían la expresión inequívoca de los sentimientos de los pobres o de las masas populares. Sólo en una ocasión se atribuye el estallido de un motín explícitamente a los «pobres» (en 553, a raíz de una devaluación de la moneda de bronce; una vez más el emperador cedió inmediatamente), y las revueltas en demanda de pan o grano fueron relativamente infrecuentes, pues las autoridades tenían buen cuidado de asegurar el aprovisionamiento y de mantener a este respecto tranquila a la población.[377] Aparte de los prejuicios de los que hacen gala algunos autores como Procopio, no hay razones para pensar que las gentes acomodadas o los sectores medios de la población urbana fueran menos proclives a la sublevación que los verdaderamente pobres; muchos episodios de ese estilo fueron provocados por el apasionamiento que suscitaban las carreras de carros en todas las clases sociales, y sobre todo por las propias «facciones» de los Verdes y los Azules, esto es, grupos organizados —en realidad gremios— de aurigas, actores, músicos y forofos que acudían a los espectáculos públicos de las ciudades del Bajo Imperio, y por sus seguidores en general. La violencia urbana relacionada con estos «partidos» se volvió cada vez más habitual en todo Oriente a lo largo del siglo VI, alcanzando sus cotas más altas en las manifestaciones organizadas en muchas ciudades durante los últimos años del reinado del tirano Focas, a comienzos del siglo VII (véase el capítulo 1). La mayoría de los historiadores han pensado que este hecho sólo puede explicarse apelando a la idea de que los Verdes y los Azules estaban vinculados con determinadas actitudes religiosas o ideológicas, pero la falta de testimonios que demuestren de forma coherente ese tipo de vinculaciones ha sido puesta de manifiesto de manera concluyente por Alan Cameron (Circus Factions, Oxford, 1976), y además toda la idea se basa en una interpretación equivocada de la dinámica propia de la ciudad antigua. Los Verdes y los Azules no eran partidos políticos, y no seguían una política coherente. El nivel y la frecuencia de la violencia urbana, sin embargo, parece que se incrementaron al final de nuestro período, y en este fenómeno debió de desempeñar un papel importante el incremento de la población urbana.

La explicación de todo este fenómeno, sin embargo, se sitúa también a un nivel más estructural, y estaría en la ceremonia y en el teatro público, que constituyen las señas de identidad de la vida urbana en la Antigüedad tardía, y cuyas raíces se remontan a los inicios del Principado. Al final de la Antigüedad tardía, el emperador no era el único que se enfrentaba directamente al pueblo (y viceversa) en el Hipódromo de Constantinopla; también los gobernadores provinciales actuaban de modo parecido en sus correspondientes capitales. Las grandes basílicas eran el escenario de manifestaciones semejantes; también aquí solían congregarse las multitudes cuando concurrían circunstancias especiales en las que era muy fácil caldear los ánimos. Cuando estallaba una sublevación, los símbolos de la autoridad, ya fueran representaciones imperiales o institucionales, o las estatuas de patriarcas y obispos, solían ser derribadas o mutiladas. Por extraño que parezca, el pueblo, o mejor dicho, algunas gentes del pueblo, tenían una oportunidad de expresar sus opiniones en público, cosa que solían hacer aclamando a las autoridades con canciones, en las que se mezclaban consignas de carácter político. Las carreras de carros y los certámenes del Hipódromo proporcionaban un excelente marco para este tipo de actividades, y por eso muchos motines daban comienzo en el circo, pero los teatros eran también a menudo escenario de episodios de estas características. En ambos lugares podía ponerse en juego otro factor, cual eran los festivales y espectáculos perfectamente estructurados de las ciudades griegas de la Antigüedad tardía, en los cuales cada grupo social y profesional tenía un sitio asignado, como sucedía en el teatro de Afrodisias.[378] Un curioso ejemplo de control bien organizado de las muchedumbres nos lo proporciona la claque del teatro, de cuya existencia tenemos noticia en Antioquía a finales del siglo IV, aunque seguramente esta ciudad no fuera un caso único. Se trataba de animadores profesionales, capaces de manipular al público hasta extremos insospechados; como los gobernadores provinciales acudían también habitualmente al teatro, a menudo se encontraban a merced de estas claques.[379] Por otra parte, el entusiasmo despertado por las grandes estrellas, especialmente por los conductores de carros, constituía otro factor primordial: muchos epigramas de la época celebran las hazañas de los aurigas más famosos, entre los cuales destaca uno, Porfirio, en cuyo honor sabemos de la existencia de treinta y dos poemillas. Se nos han conservado también dos pedestales de estatua en los que aparecen inscritos sendos epigramas; fueron erigidas, junto con otros muchos monumentos, en la spina del Hipódromo de Constantinopla, alrededor de la cual se desarrollaban las carreras de carros.[380] En conmemoración de sus hazañas, Porfirio y sus rivales podían ser honrados con la erección de estatuas de plata, oro, plata y bronce, u oro y bronce, sufragadas por sus admiradores más leales, los Verdes y los Azules.[381] Por desgracia, las estatuas se han perdido, pero, a juzgar por los testimonios conservados, el momento cumbre de ese tipo de conmemoraciones se alcanzó en tiempos de Justiniano. El teatro de Afrodisias seguía todavía en uso en el siglo VI, como queda de manifiesto por las inscripciones de las facciones, pero a comienzos del VII se hundió el edificio que albergaba la escena y no fue reparado; en cualquier caso, un mural en el que aparece representado el arcángel san Miguel viene a demostrar que cuando menos a una parte del edificio se le daba ya un uso muy distinto.[382] Alan Cameron sugiere la tesis de que el aumento de las dificultades financieras probablemente dificultara el mantenimiento de las carreras de carros. Como es habitual, Procopio se lamenta de que Justiniano cerró definitivamente los teatros, hipódromos y circos con el pretexto de ahorrar dinero (Historia arcana, XXVI, 8-9).[383] Pero, aunque hay otros indicios que parecen confirmar la idea, como el hecho de que el teatro de Cartago cayera en desuso durante el siglo VI, lo más probable es que la explicación de los hechos sea mucho más compleja.

La ciudad protobizantina era, pues, un centro de enfrentamientos públicos continuos, y las frecuentes alusiones a los motines que hacen nuestras fuentes dan a entender que existía en ella una gran inestabilidad. Pero acaso debamos incluir los alborotos urbanos en la misma categoría historiográfica que los terremotos: se trata de fenómenos recogidos habitualmente por las fuentes, pero sólo podemos juzgar con exactitud su intensidad cuando disponemos de una información especialmente detallada. Las ciudades de la Antigüedad tardía no entraron en decadencia ni se hundieron debido a la violencia urbana, y los disturbios no tuvieron un carácter plenamente revolucionario, ni siquiera en los últimos años del reinado de Focas. Por regla general, se mantenían a un nivel bastante aceptable, y Evelyne Patlagean ha expuesto la teoría de que todas esas manifestaciones públicas, entre las cuales se incluirían no sólo las aclamaciones pacíficas, sino también la violencia urbana propiamente dicha, desempeñaban de hecho un papel estructural en el consenso general existente entre gobernantes y gobernados, parte integrante de un equilibrio incómodo, pero aceptado por todos, en virtud del cual las autoridades, por una parte, proporcionaban al pueblo los elementos fundamentales para vivir y un marco en el que poder expresar sus opiniones, y, por otra, actuaban con mano de hierro, cuando era necesario; ante este conflicto de intereses la Iglesia adoptaría a veces un papel independiente, aunque lo más normal es que asumiera el de colaborador.[384]

Debemos poner de relieve un último factor, que sería el papel desempeñado por el gobierno en el suministro de alimentos a las grandes ciudades, especialmente a Roma y a Constantinopla (véase el capítulo 4), fenómeno que habría venido a reforzar la dependencia de la población respecto de las autoridades, al tiempo que habría dado pábulo y amparo a grandes cantidades de ciudadanos, que, llegado el caso, podían resultar sumamente peligrosos. El sistema estaba muy bien organizado y dejaba poco espacio a los comerciantes privados. Los costes que para el gobierno suponía el mantenimiento de la annona eran enormes. Además, de esta forma se conseguía que los factores determinantes de la estabilidad de las grandes ciudades fueran de orden político y no económico, y el gobierno y la población de la capital quedaban en una posición artificial, unas veces de enfrentamiento y otras de dependencia, que a menudo desembocaba en alborotos callejeros. Además, hacía que la capital resultara sumamente vulnerable ante la menor interrupción de los aprovisionamientos. En último término eran las circunstancias externas las causantes de estas interrupciones, que a su vez traían consigo una notable reducción de la población, tanto en Roma como en Constantinopla. En Roma, la annona fue mantenida incluso después de 476 por la Iglesia, aunque no a la misma escala que hasta entonces, mientras que en Constantinopla, su definitiva supresión se produjo a raíz de la pérdida de Egipto, que era el principal proveedor de grano, a manos de los persas a comienzos del siglo VII, fecha tras la cual fue desapareciendo rápidamente. Al estudiar los cambios introducidos en la vida urbana durante este período disponemos de un correctivo muy útil, pues sólo hace falta recordar el nivel artificialmente elevado de las inversiones públicas en determinados aspectos de la vida urbana —ya fuera en la annona o en los programas de construcción de obras públicas— para darnos cuenta de que la prosperidad urbana no constituye en sí un buen indicador de la prosperidad general ni de la del imperio.[385]