Los principales problemas de este período

Una de las preocupaciones fundamentales de la época era el problema planteado por la unidad y la diversidad. Mientras que en Occidente encontramos autores, como Sidonio Apolinar, que nos hacen pensar que en la Galia del siglo V se produjo una fuerte interacción entre bárbaros y romanos, la epigrafía griega da pruebas de los cambios producidos en la composición social y en el gobierno de las ciudades de Oriente, y también del impacto que tuvo el cristianismo sobre las familias acomodadas de ciertas ciudades, como, por ejemplo, Afrodisias de Caria. Nos enfrentamos ante todo a una serie de cambios culturales y a una yuxtaposición de ideas y estilos de vida contrapuestos. Entre los principales problemas que debemos abordar se cuenta, pues, el proceso de cristianización; y ello es así, entre otras razones, porque la práctica del paganismo no fue declarada ilegal hasta el reinado de Teodosio I. Esta medida, pese a provocar algunas reacciones violentas (véase el capítulo 3), no alcanzó ni mucho menos sus objetivos. Los grandes concilios de la Iglesia y los intentos casi siempre vanos de los emperadores por llegar a un compromiso en materia doctrinal constituyen también un indicio de los graves problemas que planteaba la consecución de una unidad, fuera cual fuese, de la Iglesia en una zona geográfica tan vasta y tan poco articulada, y más si tenemos en cuenta la rapidez con la que se produjeron los cambios. Otro problema importante es el de la defensa. Diversificado, localizado y fragmentado, el ejército romano —o mejor dicho los ejércitos romanos de los siglos V y VI— era muy diferente en su composición y equipamiento del de tiempos pretéritos, aunque no probadamente inferior, como a menudo se ha afirmado. Si el ejército era capaz o no de mantener a raya a los bárbaros y, en caso de no serlo, por qué no lo era, constituye un problema tan debatido por los historiadores de la época como por los contemporáneos; la naturaleza del ejército tardorromano y toda la problemática relativa a la defensa y las fronteras deben, por tanto, ser estudiadas con detalle (véanse los capítulos 2, 5 y 8). En tercer lugar, ¿la economía del Bajo Imperio estaba realmente «en decadencia» (véase el capítulo 4)? ¿Hasta qué punto siguieron vivos los intercambios comerciales a larga distancia, y, caso de existir, en manos de quién se hallaban? Estrechamente relacionada con estos temas se encuentra la ardua cuestión de determinar cuál era el lugar ocupado por los esclavos en el panorama laboral general, y sobre todo en relación con los coloni, con los campesinos vinculados a la tierra, a los que a menudo, aunque casi con toda seguridad erróneamente, se ha considerado prototipo de los siervos de la gleba medievales. Por último, aunque no sea un problema menos significativo, intentaremos comprender los reajustes en la esfera educativa e ideológica que acompañaron a todos esos cambios. En términos generales, la cultura clásica se veía ahora cada vez más expuesta a los desafíos lanzados por otras mentalidades alternativas, situación que para el hombre de la época podía resultar sumamente incómoda. Las contradicciones que ello comportaba quedan de manifiesto en el caso del emperador Justiniano, que intentó llevar a cabo la «restauración» y la reconquista de Occidente, al tiempo que atacaba a los intelectuales tildándolos de elementos subversivos paganos agazapados dentro del estado cristiano. Aunque no es seguro que esos cambios ideológicos se produjeran con anterioridad en Occidente, en particular gracias a los asentamientos bárbaros del siglo V, Oriente tardó más en ver cómo se llevaba a efecto ese mismo proceso, que no tuvo lugar hasta las invasiones persa y árabe del siglo VII; e incluso entonces aún existían numerosas reminiscencias clásicas. Nuestra obra concluye, en cualquier caso, antes de dichas invasiones, que merecen un tratamiento más exhaustivo en otro lugar.