La pervivencia de las estructuras tradicionales
En primer lugar, no obstante, debemos preguntarnos hasta qué punto sobrevivió la cultura tradicional.
Hasta finales de la época que nos ocupa, buena parte del territorio que circunda el Mediterráneo oriental —cuando menos— se hallaba sujeta a un mismo sistema administrativo y de gobierno, al cual pagaba sus impuestos y del cual esperaba que lo defendiera mediante obras de defensa y el empleo de su poderío militar. En muchas regiones la cultura seguía siendo en gran medida urbana, como había sido siempre. Para Procopio, lo mismo que para Justiniano, la idea de civilización acompañaba necesariamente a la de ciudad; en los territorios reconquistados se fundaron nuevos centros urbanos —y otros fueron restaurados—, y mientras pervivieron las ciudades, todo el aparato que acompañaba la cultura —termas, educación, instituciones municipales, etc— tuvo también ocasión de sobrevivir. Sería la decadencia de esas ciudades —que se vio precedida o, mejor dicho, halló su prístina manifestación en el decaimiento de dichas instituciones— la que realmente vendría a marcar la transición de la Antigüedad a la Edad Media (véase el capítulo 7). Incluso en los reinos bárbaros de Occidente, títulos e instituciones apelaban a los modelos del imperio, y los reyes mostraban una actitud deferente ante el emperador; Amalasunta, hija única y heredera de Teodorico, rey de los ostrogodos, mujer que había recibido una buena formación, deseaba dar también a su hijo una educación romana (cf. Proa, BG, 1, 2), y para defender ante el senado romano la candidatura de Teodahado para convertirse en su esposo —elección que luego se revelaría sumamente desafortunada—, apelaba a su buena educación:
A estas buenas prendas se añade su envidiable erudición literaria, que confiere nuevo brillo a una naturaleza ya de por sí loable. En ella halla el hombre sabio medios para hacerse más sabio; el guerrero descubre con qué fortalecer su valor; el príncipe aprende a administrar a su pueblo con equidad; y no hay situación en la vida que no mejore gracias al glorioso conocimiento de las letras (Casiodoro, Var ., X, 3, según la trad. ingl. de S. Barnish, Cassiodorus: Variae , Liverpool, 1992).
La otra institución que daba cierta sensación de unidad de costumbres, ya que no de creencias, era la Iglesia. Tanto en Oriente como en Occidente los obispos gozaban de una autoridad y un prestigio local que eran a la vez de orden temporal y espiritual, y así sus sermones trataban indistintamente temas de uno y otro tipo; por otra parte, los santos varones y las santas mujeres, tanto si vivían en monasterios como si lo hacían por su cuenta, ocupaban una parte importante de la escena social. Además, si las manifestaciones más elevadas de la cultura pertenecían a las ciudades, muchas fuentes de este período, sobre todo las de carácter hagiográfico, nos permiten descubrir cuál era la vida en las aldeas, que probablemente no fuera muy distinta en la parte oriental y en la parte occidental del imperio. A pesar del nuevo sistema jurídico más centralizado, y de las amenazas de castigos más severos, el gobierno del Bajo Imperio probablemente no fuera más totalitario, ni la vida cotidiana más brutal de lo que lo fuera a comienzos de la época imperial. Las estructuras estatales características de los primeros tiempos del imperio siguieron hasta cierto punto vivas, y la Iglesia, principal rival del estado en la lucha por el control de la sociedad, siguió compartiendo el protagonismo con los poderes temporales. Las comunicaciones y el comercio con lugares distantes siguieron su curso, incluso tras la pérdida de las provincias de Occidente a finales del siglo V. Se trataba de una sociedad premoderna y preindustrial, como siempre, pero en Oriente —y también en muchas regiones de Occidente— seguía siendo claramente una sociedad romana; todavía no había empezado la Edad Media.