A diferencia de san Ambrosio y de san Juan Crisóstomo, san Agustín, el más grande de sus contemporáneos, cuya conversión se debió en gran parte a la influencia de san Ambrosio, permaneció casi siempre en su diócesis de la oscura ciudad norteafricana de Hipona, escribiendo su voluminosa obra, predicando y llevando una vida casi monástica. Los obispos cristianos eran perfectamente conscientes de la importancia que tenía la comunicación, y san Agustín fue todo un maestro en el arte de la oratoria y la docencia; escribió diversos tratados sobre la mejor forma de ganar para la comunidad a individuos de toda especie, desde el personaje más culto hasta el más ignorante. Por desgracia no podemos evaluar el impacto que pudiera tener en su comunidad este modo tan increíblemente actual de entender la psicología del público, y casi no tenemos más remedio que concluir que su genio se malgastó en una diócesis tan pequeña. A pesar de todo, el nivel alcanzado en el terreno de los desplazamientos y de la actividad epistolar por determinados círculos eclesiásticos y por sus seguidores de la clase superior fue tan alto, que ideas e influencias llegaron a propagarse con suma rapidez; no es extraño, por tanto, que san Agustín se mantuviera en comunicación no sólo con personajes como san Ambrosio o san Jerónimo, sino también con algunos aristócratas de Roma, algunos de los cuales se refugiaron en su territorio a raíz del saco de Roma de 410.[97] Personaje totalmente distinto fue Teodoreto, obispo a mediados del siglo V de Cirro, ciudad de la Siria septentrional, autor también sumamente prolífico, teólogo y polemista, que llevó una vida igualmente agitada, esta vez debido a los problemas prácticos suscitados en su diócesis por una mayoría de predicadores sirios y unos cuantos ascetas sumamente exóticos.[98] La postura teológica de Teodoreto fue condenada posteriormente en un concilio (553), convirtiéndose en su propia época en un personaje muy controvertido, al que el propio emperador prohibió salir de su sede episcopal en 448, so pretexto de que perturbaba la paz. No obstante, por mucha energía que demostrara en la defensa de sus creencias doctrinales, sus epístolas ponen de manifiesto la atención y el cuidado que prestaba asimismo a la labor pastoral.
Con el transcurso del tiempo, la importancia de los obispos, lejos de disminuir, fue aumentando más y más. Por lo general procedían de las clases altas más cultas y a menudo habían recibido una esmerada educación en el terreno de la retórica clásica, que seguía constituyendo el núcleo esencial de la enseñanza superior. Dada la confusa situación reinante en Occidente durante el siglo V, los obispos se vieron a menudo desempeñando el papel de defensores de los valores de la civilización; de ese modo, algunos de ellos, como san Martín de Tours, se convirtieron en objeto de culto poco tiempo después de su muerte.[99] A lo largo del siglo VI fueron adaptándose perfectamente a las necesidades impuestas por los nuevos amos de la situación; tal fue el caso de Venancio Fortunato, panegirista de la dinastía merovingia y amigo personal de la reina Radegunda, posteriormente elevada a los altares, que se había retirado a un convento de Poitiers, y a la que Venancio dedicó diversos poemas corteses, como el que transcribimos a continuación, escrito al regreso de un viaje realizado por la egregia señora:
¿Cómo es que ha vuelto a mí ese rostro con su radiante luz? ¿Qué te retuvo lejos y ausente tanto tiempo? Contigo te llevaste mi felicidad, mas con tu regreso me la devuelves, haciendo que el día de la Resurrección sea una fecha digna de doble celebración. Aunque ahora la simiente empieza apenas a brotar en los surcos, al contemplar mis ojos este día, ya empiezo yo a recoger la cosecha... (Venancio Fortunato, 8. 10, según la trad. ingl. de George, Venantius Fortunatus , p. 197).
Paulino de Nola constituye otro ejemplo de personaje del siglo V que, procedente de un ambiente acomodado, renunció en buena parte a sus riquezas para establecerse en Nola, ciudad de Campania, donde desarrolló una gran labor de patrocinio en la esfera religiosa, construyendo un complejo de iglesias en honor de su propio patrono, san Félix, del mismo modo que su amigo Sulpicio Severo lo hiciera en honor de san Martín en la ciudad gala de Primuliacum.[100]
La importancia cada vez mayor del papado, comentada ya al referirnos al pontificado de Gregorio Magno (590-604), fue asimismo fruto no sólo de la situación política de la época, sino también de la habilidad y la energía personal de la que hicieron gala muchos otros obispos. Era natural a todas luces que la diócesis de Roma ocupara una posición eminente, tanto en el ámbito de la autoridad secular como en el del prestigio religioso; igualmente el patriarca de Constantinopla, si bien no era técnicamente superior a los otros patriarcas de Oriente (el de Antioquía, el de Alejandría, y el de Jerusalén), tenía siempre la posibilidad de intervenir de un modo más personal en la política estatal, como haría san Juan Crisóstomo, y de mantener una relación más estrecha con el emperador, que a su vez intervendría a menudo en el nombramiento o la destitución del patriarca. En el año 553, fecha en que falleció el que venía ocupando la sede episcopal de Constantinopla, justo cuando daba comienzo el V concilio ecuménico, convocado por Justiniano, el emperador se encargó de promover a un candidato que, según su opinión —y no se equivocaba—, había de contribuir a imponer las tesis imperiales. No obstante, en 565, el propio Justiniano, tras cambiar sus opiniones en materia doctrinal, no tuvo empacho alguno en destituir al mismo individuo, que en esta ocasión se negaba a apoyarlas. Las relaciones entre la Iglesia y el estado no eran, sin embargo, tan simples como este ejemplo podría dar a entender: las actuaciones despóticas y expeditivas como las que acabamos de ver no constituían en la práctica la tónica general, y las teorías del llamado «cesaro-papismo», esto es, el supuesto control de la Iglesia ejercido por el gobierno, irían mucho más lejos.