Las clases sociales en la Antigüedad tardía
La clase senatorial típica de Occidente había sido uno de los principales beneficiarios de los disturbios ocurridos durante el siglo III, y además, en parte al menos, fue producto del patronazgo de Constantino y sus sucesores. Uno de los principales rasgos de las primeras décadas del siglo V en Occidente es la gigantesca riqueza —y con ello nos referimos a sus enormes latifundios— de la clase senatorial. Debido acaso a la inestabilidad reinante en muchas regiones, se pusieron a la venta fincas grandísimas, muchas de ellas, según las fuentes, del tamaño de una ciudad. Es de suponer además que cualquier terrateniente poseería cuando menos una casa en la ciudad en la cual viviría rodeado de lujos, como sabemos por el famoso (y mordaz) pasaje de Amiano en que nos habla de las «piscinas» y las exquisiteces culinarias con que se deleitaba la nobleza romana de finales del siglo IV (XIV, 6; XXVIII, 4). Sólo la posesión de tan grandiosas fincas era ya todo un negocio, aunque su propietario no las pisara nunca. Según Amiano, «emprender un viaje no demasiado largo para visitar sus posesiones o asistir a una cacería en la que todo el trabajo corre a cargo de terceros les parece a algunos una hazaña semejante a las campañas de Alejandro o César» (XX-VIII, 6). Por otra parte, el mantenimiento de esas fincas exigía verdaderos ejércitos de subalternos y un complicado sistema de producción y suministro de bienes. A los propietarios les interesaban, por supuesto, los beneficios, y por fuerza habían de dedicar buena parte de su tiempo a dejar que las cosas siguieran simplemente su curso. La mayor parte de ese tiempo, sin embargo, lo dedicaban no —como ocurriría hoy día— a organizar la venta de los excedentes de la producción, o a estudiar la mejor forma de invertir en sus propiedades, sino al trato en busca del mutuo beneficio con otros individuos de su misma posición, y a efectuar transacciones que reforzaban la dadivosidad y la importancia concedida a la ostentación, que constituían los rasgos típicos de la economía del Bajo Imperio. Sulpicio Severo y Paulino de Nola nos ofrecen en sus escritos buenos testimonios de los típicos regalos que se hacían los terratenientes, y que solían consistir en aceite o aves de corral, práctica continuada por Sidonio Apolinar, y desde luego también por los obispos y los reyes del período merovingio; el papa san Gregorio Magno no se diferenciaba mucho en este sentido de cualquier terrateniente laico de tiempos pretéritos.[155] Así pues, aunque un terrateniente tenía siempre la posibilidad de dedicarse a atender su producción y a supervisar los envíos a larga distancia, ambas actividades podían llevarse a cabo perfectamente en el marco de un sistema de intercambios comerciales que no tenía por qué exceder los límites de sus latifundios o los de sus amigos; y desde luego esto no supone tanto una actividad económica cuanto una relación de tipo patronal. Incluso la difusión en Europa durante este período de cerámica de origen africano puede ser en parte fruto de este tipo de trueques, y no el resultado de nuevos sistemas mercantiles o de producción.[156] Los emperadores y la Iglesia —cosa que no tiene nada de escandaloso— actuaban esencialmente del mismo modo. Así pues, si bien es cierto que el volumen de tierras que poseían los grandes propietarios —los potentes— aumentó considerablemente, es también muy posible que los mercados en general —que, dicho sea de paso, nunca conocieron un desarrollo muy grande— se vieran consiguientemente perjudicados debido al incremento de esos trueques entre los distintos latifundios del potentado.
Durante este mismo período, el aumento y la transformación de la clase senatorial, el número de cuyos integrantes se incrementó en gran medida a partir de Constantino, entre otras cosas debido a la creación de un segundo senado en Constantinopla, además del de Roma, hicieron que resultara ociosa la existencia del viejo orden ecuestre; esta clase acabó en efecto por desaparecer cuando sus antiguas funciones sufrieron un cambio de denominación y se les adjudicó rango senatorial. Además tampoco bastaba ya el simple calificativo de vir clarissimus (título habitual para los individuos de la clase senatorial en los primeros tiempos del imperio). En el año 372 Valentiniano I estableció una jerarquía de los clarissimi, a la cabeza de los cuales estaban los spectabiles y —por encima de todos— los illustres; estos títulos comportaban el desempeño de determinados cargos, privilegio al que pronto siguieron otros, como por ejemplo los asientos reservados en el Coliseo de Roma. El senado de Constantinopla, por su parte, era bastante distinto del de Roma, entre otras cosas porque era una creación artificial; si el senado romano incluía entre sus miembros a familias inmensamente ricas y además con pretensiones de pertenecer a los linajes aristocráticos (aunque en muchos casos su prosapia no se remontara más allá del siglo III), el de Constantinopla estaba lleno de homines novi. A la larga, sin embargo, esta circunstancia contribuyó a su ulterior mantenimiento; al basarse únicamente en la población de Constantinopla y carecer sus miembros de los inmensos latifundios de sus colegas de Roma, el senado de Oriente pudo así verosímilmente librarse de las tensiones que se produjeron entre el senado romano y el gobierno imperial.[157] Pero también los senadores de Oriente gozaban de sustanciosos privilegios, y su calidad de miembros de la tradicional clase de los terratenientes, supuestamente arruinada por la rapacidad del emperador, es puesta de relieve por Procopio, que se identifica personalmente con sus intereses, en su Historia arcana.[158] Al igual que sus colegas de Occidente, los senadores orientales no sólo gozaban de exenciones fiscales, sino que además se hallaban indudablemente en una situación inmejorable para evadir el impuesto especial (la collatio glebalis o follis) con el que a última hora los gravó Constantino. En el caso de la clase senatorial podemos ver, en efecto, cómo se conjugan tradición e innovación, fenómeno absolutamente típico del Bajo Imperio; pues si, por una parte, el senado tardorromano constituía fundamentalmente una aristocracia funcionarial bastante diferente del senado de los primeros tiempos del imperio, a nadie se le habría pasado por la mente no seguir manteniendo los modelos sociales existentes, de suerte que muchos de los signos externos y de los privilegios del estatus senatorial fueron conservados o incluso realzados. Dadas las circunstancias, pues, la conversión al cristianismo, y en particular la dedicación al ascetismo de muchos miembros de las principales familias senatoriales, fenómeno que empezó a darse en Roma a finales del siglo IV, pudo ser interpretada como una amenaza al estatus, a la riqueza y a la tradición, y por consiguiente topar con una oposición considerable.[159]
El Bajo Imperio se caracterizó por el alto grado de competitividad de los ciudadanos por alcanzar un buen estatus y acceder a la riqueza y los privilegios, actitud que podemos ver también en el terreno de la burocracia centralizada. Como los cargos oficiales del funcionariado solían resultar muy lucrativos y libraban a quienes los desempeñaban de muchas obligaciones onerosas, la burocracia imperial actuaba como un imán para los mejores talentos que había entre los curiales de los municipios, al tiempo que los emperadores, conscientes de sus necesidades económicas y administrativas, promulgaban leyes mediante las cuales pretendían obligarlos a permanecer en sus cargos. Uno de los mitos más persistentes que se han forjado en torno al Bajo Imperio es el de la rígida y desequilibrada burocracia que guiaba la férrea mano de la represión, aun cuando sus dimensiones hicieran que su mantenimiento resultara insostenible con los recursos de que disponía el estado. Lo cierto es que el imperio se vio obligado a hacer constantes malabarismos en su intento por compaginar las necesidades hipotéticas con las posibilidades reales. Paradójicamente, en la práctica se daba un alto grado de movilidad social, y los cargos oficiales y cortesanos mostraban una tendencia natural a multiplicarse en vista de lo atractivos que resultaban para todos. La nomenclatura y los emolumentos de los funcionarios imperiales eran análogos a los del ejército; los altos dignatarios de la corte ostentaban títulos equivalentes a los militares y recibían sueldos de ese mismo nivel. Todo ello tiene muy poco que ver con el moderno concepto de eficacia, aunque, eso sí, el gobierno tenía cuando menos gran interés en incluir en la administración al personal que consideraba más idóneo; al mismo tiempo, sin embargo, tenía que mantener el número de los curiales de las distintas ciudades —que eran, por otra parte, los lógicos candidatos a las vacantes que se producían en la administración imperial—, pues sobre ellos recaían las responsabilidades financieras y las obligaciones fiscales a nivel local.[160] Jones subraya justamente la gran cantidad de cargos (dignitates) que debían ser ocupados regularmente, y los códigos de justicia ponen de manifiesto que los curiales intentaban a toda costa librarse de su destino y prosperar ingresando en la administración, en la Iglesia o en el ejército. Toda esta clase fue la destinataria de lo que Jones denomina «una masa enorme y enmarañada de leyes», por medio de las cuales el estado intentó infructuosamente evitar las infiltraciones y mantener intactos los consejos municipales, que eran el verdadero sostén de las ciudades.[161] Los primeros intentos de hacer volver a sus ciudades a los curiales que hubieran logrado hacerse con alguna plaza en la administración fracasaron, y así, en principio, a partir de 423 los ciudadanos no pudieron seguir librándose de sus obligaciones por esta vía. De igual modo, los emperadores del siglo V intentaron por todos los medios tapar la rendija abierta por Constantino al liberar al clero del cumplimiento de sus obligaciones curiales; así vemos cómo en 531 Justiniano promulga una constitución permitiendo únicamente la ordenación sacerdotal de los curiales que previamente hubieran pasado quince años en un monasterio y se mostraran dispuestos a entregar una parte considerable de sus bienes (CJ, 1, 3, 52). La doble dificultad en la que se veía el gobierno se complicaría ulteriormente cuando la gente empezó a mostrarse dispuesta a pagar por tener acceso a la administración, y el propio estado decidió poner los cargos a la venta; el incentivo que éstos tenían para el comprador eran los emolumentos que comportaban, y las posibilidades de favores y socaliñas que solían llevar aparejadas. Es probable que al observador moderno no le parezca una forma de funcionamiento muy aceptable, pero debemos recordar que por impresionante que resulte el aparato estatal, el Bajo Imperio seguía siendo una sociedad muy tradicional. El «gobierno» carecía de medios más sofisticados para hacer frente a todos estos problemas, y además tampoco tenía capacidad de comprender, como lo haría un hombre actual, dónde radicaba el problema.
Esa práctica de vender los cargos de la administración imperial constituye un ejemplo especialmente delicado; por una parte, los gobiernos tardorromano y bizantino deseaban poner coto a los abusos que se producían en ese sentido, mientras que por otra tanto uno como otro utilizaban dicha costumbre como instrumento financiero y como mecanismo de selección. En 439 se obligó a todos los gobernadores de provincia recién nombrados a jurar que no habían pagado por la obtención del cargo:
Ordenamos que los varones designados para el gobierno de una provincia no obtengan su ascenso mediante soborno ni pago alguno, sino por propio merecimiento debidamente probado y por recomendación tuya [esto es, del prefecto]; declaren bajo juramento que para la obtención de sus responsabilidades no han efectuado ningún pago ni lo efectuarán en el futuro (CJ, IX, 27, 6 pr.).
No obstante, los emperadores sucesivos siguieron vendiendo los cargos públicos: Zenón, por ejemplo, elevó el precio del gobierno de Egipto de 50 libras de oro a cerca de 500 (Maleo, fr. 16, Blockley). Justiniano intentó una vez más poner coto a dicha costumbre, repitiendo la mencionada obligación de prestar juramento que tenían los funcionarios en el instante de recibir su nombramiento; de nuevo, sin embargo, vemos cómo Procopio se lamenta de que el propio Justiniano siguiera vendiendo los cargos ese mismo año (Just., Nov., 8; Procopio, Historia arcana, XXI, 9 ss.).[162] Este ejemplo ilustra a un tiempo la debilidad del gobierno y la ausencia de remedios efectivos a su alcance. La consecuencia y el fundamento de la venta de los oficios era naturalmente la corrupción de los propios funcionarios, que, para recuperar el dinero invertido, recurrían al cohecho, práctica que por lo demás constituía uno de los principales alicientes de la compra del cargo. La corrupción, tanto por lo que se refiere a la compra más o menos descarada de favores, como a la rapacidad de los dignatarios, afectaba a todos los niveles, como suele ocurrir en toda sociedad que carece de unos procedimientos transparentes. No debemos concluir, sin embargo, como algunos han pretendido, que la corrupción fue en sí misma uno de los principales factores de la decadencia y ulterior hundimiento del imperio romano, y tener mucho cuidado en no introducir criterios modernistas (y moralistas) en el estudio de un sistema tradicional.
Uno de los rasgos característicos del sistema administrativo del Bajo Imperio era el patronazgo. Recientemente se ha subrayado la importancia del patronazgo a la hora de explicar el funcionamiento de la sociedad antigua en su conjunto, especialmente en el contexto del imperio romano,[163] y ello debería ayudarnos a comprender mejor el desesperante enigma que constituye la época bajoimperial. El patronazgo, en el sentido de protección más o menos sistematizada del pobre por parte del rico, ha existido y de hecho existe todavía en muchas sociedades —si no en todas—, pero su aparición es típica allí donde es más débil la protección que brinda el estado —como en el caso que nos ocupa—, donde los vínculos sociales son más laxos, o donde se produce un cambio de la situación y se da una fuerte rivalidad por ocupar un puesto en ese nuevo ordenamiento de las cosas. En la Antigüedad tardía, «los patronos tradicionales se vieron suplantados en su papel de patronos, además de estorbados en su calidad de terratenientes —y de recaudadores de impuestos—, por una serie de individuos con autoridad local, de carácter unas veces secular y otras religioso. Sus protestas hallaron eco en las leyes que reflejan los intereses fiscales del gobierno central».[164] Pues en efecto, la entrada de nuevos actores —obispos o funcionarios estatales— en un escenario en el que el patronazgo llevaba ya actuando mucho tiempo a todos los niveles, y las discrepancias entre los intereses de los pobres, los de los terratenientes y los del estado, trajeron consigo la ruptura del equilibrio existente. En tales circunstancias, los pobres y los desamparados buscaron protección donde pudieron. El estado por su parte realizó repetidos intentos de declarar ilegal esta forma de protección (patrocinium), en la idea de que representaba —como así era— una evasión de las responsabilidades por parte de sus súbditos, y una apropiación ilegítima de la autoridad por parte de quienes se la arrogaban, por no hablar de las compensaciones extraordinarias que sin duda exigían por ella. Una ley del año 415 permitía a las iglesias de Constantinopla y Alejandría quedarse con las aldeas que se habían puesto bajo su protección, con la condición de que pagaran todas sus contribuciones y cumplieran con todas sus restantes obligaciones (CTh, XI, 24, 6); otros emperadores posteriores, sin embargo, como por ejemplo Marciano y León, intentaron poner fin una vez más a esta práctica; León llegó incluso a prohibir toda clase de contratos de tipo patronal en Tracia a partir de 437 y en Oriente a partir de 441 (CJ, XI, 54, 1, que dataría del año 468). Una vez más, la propia práctica y la incapacidad de hacerle frente demostrada por el gobierno ponen de manifiesto no tanto la corrupción endémica del sistema burocrático cuanto su debilidad, en comparación con la enorme extensión y la fragmentación de la zona sobre la que pretendía imponer su control.