La intervención del imperio en el ámbito eclesiástico

Los emperadores que sucedieron a Constantino fueron todos cristianos, excepto Juliano (361-363), y todos siguieron el ejemplo de su predecesor participando activamente en los asuntos de la Iglesia. Sin embargo, la situación era en realidad mucho menos clara de lo que estas afirmaciones puedan acaso dar a entender. Eusebio de Cesárea desarrolló una teoría política, según la cual Constantino era el representante de Dios en la Tierra, y esa idea se convertiría en la base de toda la teoría política bizantina. Los emperadores podían nombrar y destituir patriarcas a su antojo y convocar concilios ecuménicos, interviniendo además activamente en ellos. Podían asimismo tomar parte personalmente en los debates teológicos, y publicar obras de materia doctrinal, como haría, por ejemplo, Justiniano. Durante todo este período los emperadores emitieron leyes relacionadas con asuntos eclesiásticos, intentando incluso controlar, por ejemplo, el acceso a la ordenación sacerdotal (que comportaba importantes privilegios fiscales) y regular el poder de los obispos.[105] Ahora bien, por mucho que los emperadores salieran solemnemente a recibir en procesión las reliquias sagradas y participaran en los ritos litúrgicos cada vez más elaborados de Santa Sofía, habiéndoseles concedido en ellos privilegios especiales e incluso el acceso al sagrario, no eran coronados ni ungidos como soberanos imperiales en el transcurso de una ceremonia religiosa. Según hemos visto, los obispos podían llegar incluso en ocasiones a humillar al emperador, y a menudo la Iglesia se resistió a acatar la voluntad del soberano. El enfrentamiento directo entre el emperador y el patriarca estaba llamado a convertirse en un rasgo constante de la vida de Bizancio durante los siglos venideros. En la práctica, el emperador y la Iglesia —o mejor dicho, las iglesias— mantuvieron unas relaciones incómodas, guardando un equilibrio que se haría todavía más delicado cuando se viniera abajo el poder imperial en Occidente.

En cualquier caso, la intervención de los diversos miembros de la familia imperial en asuntos de índole religiosa no se limitaba sólo a la esfera política. La madre de Constantino, santa Elena, había sentado un precedente al visitar los Santos Lugares y fundar en ellos diversas iglesias (Euseb., Vita Const, III, 41-46). Este gesto suyo contribuyó en gran medida a afianzar entre los cristianos la idea de la peregrinación, y así a finales del siglo IV empezaron a viajar a Jerusalén y Tierra Santa gentes de todas clases. Algunas cristianas ricas fundaron centros religiosos que ellas mismas dirigían siguiendo el modelo de sus aristocráticas mansiones.[106] Las santas Paula, Fabiola, Marcela y Melania realizaron el correspondiente viaje piadoso a Jerusalén y Belén. Posteriormente, ya en pleno siglo V, su ejemplo fue seguido por Eudocia, la joven ateniense con la que había contraído matrimonio Teodosio II; atendiendo a las exhortaciones de santa Melania (Sócrates, HE, VII, 47; Clark, Life of Melania, p. 56), la emperatriz partió en 438 para Tierra Santa, pronunciando en el transcurso de su viaje un elegante discurso en Antioquía, que concluyó con una erudita cita de Homero (Evagrio, HE, 1, 20). La esposa del monarca se hizo acompañar de Cirilo de Alejandría, siendo recibida en Sidón por la propia Melania, a la que llegó a llamar madre espiritual (Clark, Life of Melania, p. 58). Eudocia, sin embargo, fue un personaje nefasto, como no tardaría en poner de manifiesto su rivalidad con su cuñada Pulquería, mujer de profunda religiosidad, al poco tiempo de regresar de su viaje. Algunos años después volvería a los Santos Lugares, en esta ocasión prácticamente desterrada y, una vez allí, se vio obligada por su esposo a reducir la magnificencia de su tren de vida. A pesar de todo, el patrocinio ejercido por Eudocia en Tierra Santa tuvo en general una gran importancia, y a él se debió la construcción de diversas iglesias, monasterios y hospicios; ella misma se encargó de recordar alguna de sus obras en los epigramas que compuso.[107] Posteriormente otra emperatriz, Teodora, la esposa de Justiniano (muerta en 548), sería recordada por los monofisitas orientales por haber protegido paradójicamente en Constantinopla a los clérigos y monjes monofisitas que se habían visto obligados a buscar refugio en la capital debido a las disposiciones tomadas por el emperador. Según se afirma, Justiniano y Teodora tenían por costumbre visitar a los monofisitas en el palacio de Hormisdas, conversar con ellos, y pedirles su bendición, actitud que adoptarían igualmente sus sucesores, Justino II y su esposa, la emperatriz Sofía, quien, al parecer, tambien tenía tendencias monofisitas.[108] Por sorprendente que pueda parecer, Teodora había sido en su juventud actriz de espectáculos de dudosa moralidad y, tras ser elevada al piadoso y respetable rango de emperatriz, entre sus obras de caridad se cuenta la fundación de un convento destinado a acoger a prostitutas arrepentidas, llamado la «Penitencia» (Procopio, Historia arcana, XVII, 5; cf. De Aedif., 1, 9, 2); su ejemplo hizo de ella un personaje sumamente venerado por toda la Iglesia oriental.