Interpretación de las transformaciones urbanas

Como sugeríamos anteriormente, los testimonios arqueológicos son a nenudo difíciles de interpretar y, en particular, resulta muy complicado relacionarlos directamente con los acontecimientos históricos concretos. En algunos casos, sin embargo, como en el de la construcción de calles en Cesárea, en Palestina, los trabajos realizados a finales del siglo VI eran todavía muy importantes, y es indudable que el programa de edificaciones públicas llevado a cabo por Justiniano trajo consigo la ejecución de unas cuantas obras espectaculares, como por ejemplo la erección de la Néa, la gran basílica de Jerusalén, que aparece en un plano de la ciudad sobre mosaico confeccionado en el siglo VI y hallado en Madaba, en Jordania. En este caso, las excavaciones han venido a corroborar de forma espectacular e inesperada la exactitud de la descripción de Procopio (De aedificiis, V, 6, l).[351] También en otras muchas ciudades del Oriente Próximo se llevó a cabo desde mediados del siglo VI una gran labor constructora, entre ellas, por ejemplo, Gerasa (Jerash), en Transjordania; y algunos magníficos pavimentos de mosaico procedentes de las iglesias de esta zona pueden datarse incluso en los siglos VII y VIII.[352]

Desde luego no resulta fácil compaginar unos argumentos con otros, todo depende en parte de los indicadores que se utilicen: Whittow, por ejemplo, defiende la prosperidad de Edesa (la moderna Urfa, en la Turquía sudoriental) durante el siglo VI basándose en las enormes cantidades de dinero pagadas a Cosroes I en 540 y 544 (véase el capítulo 5), y en la abundancia de plata que había en la ciudad cuando fue capturada por los persas en 609.[353] Pero un estudio de los modelos de asentamiento de colonos en la región nos proporciona un excelente medio de verificación, gracias al cual podemos constatar que así como entre los siglos IV y VI la densidad de los asentamientos alcanzó unas cotas sin precedentes, a partir del siglo VII se produjo un dramático descenso en la ocupación de la zona.[354] Este hecho debería prevenirnos no sólo contra la tentación de separar la historia de las ciudades de la de los asentamientos de colonos, sino también contra la tendencia a fiarnos demasiado en un solo tipo de testimonio. Edesa siguió siendo, en efecto, un centro urbano de importancia durante el período musulmán, hasta la restauración bizantina del siglo X, pero la cantidad de plata que poseía en el siglo VI no nos dice gran cosa ni sobre la distribución de la riqueza en general ni sobre el urbanismo en cuanto tal; además, los testimonios que parecen insinuar cierto estado de «decadencia» a menudo pueden ser en realidad un indicio de movimientos de población debidos a motivos muy distintos. Según parece, se produjeron reajustes bastante complejos en numerosas regiones, que afectaron tanto a los establecimientos rurales como a los urbanos, y a las relaciones existentes entre unos y otros. Además existen numerosas lagunas en nuestros conocimientos, fruto no sólo de los contratiempos ocurridos durante las excavaciones, sino también de la falta de determinados tipos de testimonio. Debido a factores locales específicos de algunos asentamientos, es posible que apenas hayan quedado vestigios de una determinada fase de una ciudad de cuya prosperidad tenemos por otro lado constancia. Tal es el caso del asentamiento romano del tell central de Pella (Fihl), en Jordania, destruido en gran parte por las numerosas construcciones romanas de época posterior.[355] A veces ciertas informaciones de carácter incidental suministradas por algunas fuentes literarias especialmente buenas, como, por ejemplo, la Vidade Simeón el Loco (acerca de Emesa/Homs durante el siglo VII, aunque haga referencia al VI),[356] los Milagros de san Demetrio (comienzos del siglo VII, acerca de Tesalónica),[357] o la Viday milagros de Teodoro Tirón (siglo VIII, sobre Eucaita, en el Helesponto),[358] vienen a desmentir toda una teoría general de la decadencia de las ciudades. Pero en ningún momento debemos olvidar el hecho de que el panorama está cambiando literalmente en todo momento a medida que salen a la luz nuevos testimonios, por lo que las teorías deben ser sometidas a constante revisión. Todavía siguen realizándose excavaciones en muchos yacimientos importantes, y a menudo los trabajos más recientes vienen a subvertir los resultados de los anteriores; en este sentido es muy ilustrativo el caso del yacimiento de Pella. Por último, hasta hace muy poco no han empezado a ponerse de acuerdo los especialistas para establecer una tipología fiable de la cerámica del Oriente Próximo. Pero también a este respecto da la sensación de que hay muchas más diferencias regionales de las que se creía, sobre todo en las provincias orientales.

Aun dentro de estas limitaciones, cualquier generalización que pueda hacerse será siempre desde luego muy cuestionable, y mucho más si afecta a todo el ámbito del Mediterráneo. No obstante, podemos apuntar algunas de las causas de esos cambios. Una de ellas sería la peste que asoló Constantinopla y Asia Menor a mediados del siglo VI y que en sucesivas oleadas siguió cebándose en la población de Siria durante todo el siglo VII. Sus efectos son muy difíciles de cuantificar (véase el capítulo 5), pero cuesta trabajo no creer que la peste constituyera un factor determinante en la decadencia de las ciudades del Oriente Próximo, que conocieron una época de opulencia en la primera mitad del siglo VI. Como no disponemos de documentación epigráfica o papirológica que nos suministre un testimonio fiable de las cotas alcanzadas por la mortalidad de la población, y sólo cabe establecer una relación muy general entre el declive de los asentamientos tanto urbanos como rurales y la peste, resulta bastante peligroso utilizar, a falta de otros testimonios, la peste de 542 como fecha de referencia. Por otra parte, debemos asimismo andar con pies de plomo al juzgar los argumentos que intentan atenuar sus efectos por lo que se refiere a determinados lugares.[359] El valor que los historiadores están dispuestos a conceder a las pestes de los siglos VI y VII varía mucho de un erudito a otro. Lo cierto es que, según parece, es esta la primera aparición de la peste bubónica en Europa; por consiguiente, sus efectos debieron de ser a todas luces mucho mayores que los de las enfermedades que habitualmente asolaban las ciudades antiguas. Las fuentes literarias ofrecen un solo ejemplo, aparte de las tres grandes descripciones de la epidemia que se nos han conservado, en el cual vemos que los monjes del monasterio de Caritón, en Judea, al ver su cenobio afectado por la peste, acudieron en masa a pedir ayuda al anciano anacoreta Ciríaco, santo varón que residía en Sousakim, y se lo llevaron a vivir a una gruta vecina.[360] Según las fuentes literarias, el siglo VI conoció asimismo un alto número de movimientos sísmicos, con los cuales cabe poner en relación de manera bastante plausible en algunos casos los restos materiales conservados.[361] Pero esta circunstancia puede atribuirse también al número cada vez mayor de terremotos citados por los autores cristianos, más interesados en ponerlos de relieve como señal de la ira de Dios que en registrar su número real. Podrían aducirse asimismo otros factores externos que explicaran la disminución de la prosperidad de determinadas zonas, como la retirada a comienzos del siglo VI de las fuerzas militares acantonadas en el sureste de Palestina y en Arabia, que trajo como consecuencia la dependencia de las tribus árabes aliadas; la retirada de las guarniciones supondría en el futuro un descenso de la demanda económica en la región, así como un empobrecimiento de las vías de comunicación y de las comunicaciones mismas.[362]

Por último, ¿qué papel desempeñó la cristianización —si es que desempeñó alguno— en el rechazo de la vida civil propia de la Antigüedad clásica, con sus termas, sus templos y sus diversiones públicas? Una vez más la solución al dilema no es simple. Los obispos lanzaban invectivas contra los juegos y el teatro, y había incluso algunos que se oponían a la existencia de baños públicos aduciendo criterios morales. Los grandes templos fueron paulatinamente cayendo en desuso —aunque no en todas partes y no siempre sin las protestas de la población—, convirtiéndose a menudo en iglesias. Muchas ciudades de tamaño medio llegaron en el siglo VI a contar con iglesias mucho más grandes de lo que su población habría necesitado, que a menudo seguían siendo ampliadas y reformadas cuando ya habían dejado de realizarse otro tipo de edificaciones públicas, fenómeno que queda aparatosamente de manifiesto en las grandes basílicas de Sbeitla, en el Norte de África. La Iglesia y algunos obispos en particular fueron asumiendo gradualmente mayor responsabilidad en lo concerniente al bienestar social de sus comunidades, no sólo mediante la distribución de limosnas y el mantenimiento de los asilos, sino también almacenando alimentos y repartiéndolos en épocas de hambruna, rasgo que había sido característico de la vida urbana durante toda la Antigüedad. Eutiquio, patriarca de Constantinopla del siglo VI, realizó este servicio en beneficio de la población de Amasea durante los años que pasó en el exilio, y a comienzos del siglo VII, un patriarca de Alejandría llamado Juan el Limosnero se ganó este epíteto por su munificencia y filantropía para con la ciudad. También algunos monjes y santos varones desempeñaron un papel semejante: según una anécdota que se cuenta de san Nicolás de Sión, cerca de Mira, en Licia, cuando en el siglo VI la peste asoló la metrópoli de Mira, se sospechó que Nicolás había avisado a los labradores de las inmediaciones que no acudieran a la ciudad a vender sus mercancías por miedo al contagio. El gobernador y los magistrados de la ciudad mandaron al santo salir de su monasterio; por el camino, Nicolás pasó por diversas aldeas, donde mató varios bueyes y se llevó consigo pan y vino para dar de comer a los habitantes de la ciudad.[363] Pero si la cristianización trajo consigo un cambio muy significativo de los fundamentos de la vida en el campo y en las ciudades, no fue directamente el cristianismo quien provocó la transformación de la vida urbana. Lo cierto es que, al estimular la construcción de iglesias por un lado y al influir en los usos sociales por otro, fue uno —entre otros muchos— de los factores que contribuyeron a socavar y transformar la topografía urbana heredada del Alto Imperio.[364] Sin embargo, la cuestión puede plantearse también de un modo más tajante, aludiendo al papel económico desempeñado por la Iglesia, y en particular a la versátil relación económica existente entre las autoridades civiles y las eclesiásticas, que trajo consigo, más o menos a finales del siglo VI, el paso de muchas riquezas a manos de la Iglesia. Como consecuencia de todo ello, los agentes de ésta, en especial los obispos, asumieron el papel de proveedores y distribuidores de la riqueza, que anteriormente habían desempeñado las autoridades civiles. Y como el papel de las ciudades dentro del imperio se había identificado siempre con el mundo de las finanzas —actividad cambiaria, circulación de dinero, recaudación de impuestos—, este cambio habría de tener necesariamente unas consecuencias muy importantes para el futuro de las ciudades.[365]