El ejército tardorromano
Junto con la debilidad interna, la invasión de los bárbaros constituye una de las causas que tradicionalmente se aducen para explicar la caída del imperio romano. Pero este hecho presupone además la incapacidad del ejército romano del Bajo Imperio para poner coto a la situación.[76] Una primera cuestión es la de su tamaño: ¿cómo era de grande el ejército del que disponía el estado tardorromano? Aunque resulta bastante arduo realizar un cálculo sobre la base de la Notitia Dignitatum, que recoge el ordenamiento del ejército de Oriente aproximadamente en el año 394 y el del ejército de Occidente en c. 420, parece verosímil postular unos contingentes de cuatrocientos mil hombres o más, según la interpretación que se haga.[77] Juan Lido, autor bizantino de mediados del siglo VI, da una cifra que asciende a los cuatrocientos treinta y cinco mil hombres (De mens., 1, 27), y poco después, otro escritor, Agatías, nos habla de seiscientos cuarenta y cinco mil (Hist., V, 13), pero probablemente estas últimas estimaciones sean exageradas, incluso si las tomamos como mero cálculo sobre el papel. Resulta sencillamente increíble que el imperio hubiera podido sostener un ejército tan grande, por lo que se hace imprescindible tratar dichas cifras con suma cautela. Como hemos visto, la Notitia tampoco tiene en cuenta la enorme proporción de tropas bárbaras federadas que realmente llegaban a entrar en combate. Agatías reconoce que en su época los efectivos del ejército habían quedado reducios en realidad a ciento cincuenta mil hombres: «Aunque el total de las fuerzas armadas debía ascender a los seiscientos cuarenta y cinco mil hombres, esa cifra había ido disminuyendo durante esta época hasta los ciento cincuenta mil escasos» (Hist, V, 13). En cualquier caso, los ejércitos desplegados en Italia por Justiniano durante las guerras de reconquista fueron, según parece, muy pequeños, y, por otra parte, determinados hechos del siglo V, como la retirada de Britania, la pérdida del Norte de África prácticamente sin resistencia, o el alcance de la penetración de los bárbaros en general, ponen de manifiesto que ya no era posible realizar una movilización de tropas demasiado significativa.[78] Lo cierto es que, a partir del siglo V, cuando menos, el gobierno de Occidente no estaba sencillamente en condiciones de controlar el imperio por medios militares. Debemos concluir, por tanto, que las cifras demasiado elevadas nos dicen muy poco o nada respecto a lo que eran en realidad los efectivos disponibles.[79] Cuesta bastante creer que el ejército de Diocleciano constara de cuatrocientos mil hombres; incluso esta cantidad habría supuesto una carga enorme, y es evidente que enseguida resultó difícil, cuando no imposible, mantenerla. El motivo de todo ello tiene que ver con factores políticos y económicos, pero también, por lo que a Occidente se refiere, con la riqueza y el poder cada vez mayores de los grandes terratenientes, y con la incapacidad del gobierno central de Occidente de retener en sus manos unos recursos suficientes (véase el capítulo 4).
Del mismo modo, los cambios producidos en el sistema de fronteras o, como suelen decir los autores latinos, su progresivo deterioro, deberían contemplarse también en el contexto de las transformaciones a largo plazo que se produjeron en los diversos tipos de asentamiento a nivel local, y en el marco de los cambios económicos y sociales en general. Para los hombres de aquella época el concepto de frontera se había convertido en una cuestión puramente emocional; se equiparaba automáticamente cualquier fallo en el mantenimiento de las defensas fronterizas con el hecho de «dejar pasar a los bárbaros». Las fuentes afirman que Diocleciano reforzó las fronteras construyendo y restaurando las plazas fuertes situadas en el limes, mientras que de Constantino dicen que las «debilitó» al retirar de ellas a las tropas para convertirlas en un ejército móvil:
También con esta salvaguarda [es decir, el supuesto reforzamiento de las defensas fronterizas llevado a cabo por Diocleciano] acabó Constantino cuando quitó de las fronteras la mayor parte de las tropas para establecerlas en las ciudades, que no necesitaban protección; con ello privó de amparo a quienes se veían agobiados por la presión de los bárbaros, [y] cargó aquellas ciudades que vivían tranquilas con los perjuicios que acarrea la presencia de los soldados, por lo cual la mayor parte de ellas ha quedado desierta (Zós., 11, 34).
En realidad la situación era mucho más compleja. Pese a la insuficiencia de las fuentes literarias y lo difícil que resulta evaluar los testimonios arqueológicos en general, éstos ponen claramente de manifiesto el desarrollo constante de lo que suele denominarse defensas en profundidad, situadas por detrás de la zona fronteriza propiamente dicha; con ese término se alude a toda una vasta serie de instalaciones, como torres de vigilancia o bases de provisionamiento fortificadas, entre cuyas funciones se contaba la de asegurar el sistema de suministros a las tropas de primera línea que quedaran, o vigilar y, en la medida de lo posible, controlar a los bárbaros instalados en el territorio romano. En aquellos momentos resultaba imposible conservar unas líneas defensivas capaces de mantener a los bárbaros fuera del imperio, y así lo ponen de manifiesto una serie de importantes medidas adoptadas a nivel local.[80] Dichas medidas diferían mucho de una parte del imperio a otra, dependiendo del tipo de terreno y de la naturaleza del peligro; en la Galia septentrional fueron apareciendo gradualmente una serie de fortalezas costeras a lo largo de un dilatado período de tiempo; en el Norte de África, el denominado fossatum Africae construido al sur no sirvió de nada frente a los vándalos que cruzaron el estrecho de Gibraltar; en Oriente, donde nunca había habido una línea de fortificaciones propiamente dicha, las zonas desérticas por un lado y, por otro, la poderosa organización militar y la política agresiva de los sasánidas ofrecen un panorama muy distinto. Las últimas investigaciones dan a entender que las numerosas instalaciones defensivas descubiertas en las regiones fronterizas de Oriente a finales del imperio tenían por objeto no sólo la defensa del territorio frente a los invasores llegados de fuera del imperio, sino también el mantenimiento de la seguridad interna del mismo. El éxito aparente del sistema defensivo de los inicios de la época imperial se debió en gran parte a que en la mayoría de las regiones no existía ningún peligro serio; por el contrario, en cuanto la práctica totalidad de las primitivas fronteras se vieron amenazadas, se hizo patente que no había la menor oportunidad de mantenerlas como estaban, y no hubo más remedio que recurrir a toda clase de expedientes, fueran los que fuesen, en la medida en que lo permitieran las condiciones locales. El caso que mejor nos permite observar el cambio acontecido es el de las provincias del norte, donde puede comprobarse que las antiguas concentraciones de fuerzas situadas a orillas del Rin y el Danubio fueron sustituidas por una mezcla sumamente fragmentada y compleja de defensas ad hoc, a menudo inútiles.[81] Dado lo confuso de las condiciones reinantes en el siglo V, a menudo debió de resultar difícil saber exactamente no sólo quién era el que se defendía y quién el que atacaba, sino también quién amenazaba a quién. Los factores políticos venían a agravar los de carácter local. Ya en el siglo III, cuando la Galia se convirtió en escenario de la aventura separatista protagonizada por el denominado «imperio galo», había resultado sumamente difícil distinguir la línea divisoria entre gobernantes legítimos y usurpadores;[82] en el siglo V, en cambio, cuando el poder real pasó, como hemos visto, en muchas ocasiones a manos de los jefes militares germánicos, el abandono oficial de Britania decretado por Honorio se vio precedido por el derrocamiento de Constantino III, proclamado emperador por los soldados de Britania; más tarde se produjo en Maguncia la proclamación de otro antiemperador, Jovino, al parecer debido al apoyo que le prestaron burgundios, alanos y francos. En medio de la confusión producida por todos estos acontecimientos, la subida al trono en 421 de Constancio, tras derrotar a Constantino III y casarse con Gala Placidia, no supuso más que un episodio pasajero dentro de una situación en la que casi siempre debió de resultar sumamente difícil distinguir quién era cada cual.[83]
Teniendo en cuenta que en determinados períodos no podemos considerar al ejército romano —al menos en Occidente— más que una mera conjunción de elementos diversos sin estructura y sin control unitarios, no es de extrañar que resultaran tan difíciles la organización, el aprovisionamiento y el mando de los diversos cuerpos que constituían el ejército durante el Bajo Imperio. Aun quedándonos con unas estimaciones más razonables del verdadero número de tropas existentes de lo que ha venido siendo habitual, cabe pensar que el simple mantenimiento del ejército plantearía en el siglo V una enorme cantidad de problemas, uno de los cuales sería sencillamente el de su elevado coste. Desde el momento en que se permitió y se fomentó el asentamiento de los bárbaros en territorio romano, las fronteras dejaron de tener por objeto constituir un freno razonable para ellos, mientras que la presencia cada vez más numerosa de bárbaros dentro del imperio, junto con las actividades de determinados caudillos germánicos, como Alarico o Gainas, ponen de manifiesto que las mismísimas fuerzas armadas corrían el riesgo de convertirse en un ejército de bárbaros. Las dificultades planteadas por el reclutamiento de los soldados, debido al poder cada vez mayor de los terratenientes y a su nula disposición a permitir que los obreros abandonaran el trabajo, y los problemas de aprovisionamiento y el debilitamiento de las estructuras gubernamentales, sobre todo en Occidente, fueron los factores que vinieron a incrementar las dificultades del ejército romano del Bajo Imperio, y los responsables de que en Occidente resultara imposible su control y en definitiva su mantenimiento. Así nos lo demuestran la perspectiva de que disponemos hoy día y los testimonios arqueológicos, por muy difícil que sea su interpretación. Por lo demás, basta reflexionar un instante sobre las ideas políticas expresadas en nuestra sociedad para comprender que no debemos tomar al pie de la letra las quejas contra el ejército que tanto abundan en nuestras fuentes, muchas de las cuales se dedican a cantar las alabanzas de unos tiempos pasados supuestamente mejores y, por desgracia, ya desaparecidos para siempre. Las fuentes literarias poseen una retórica muy peculiar, que no podemos perder de vista en ningún momento. Una cosa es que Sinesio de Cirenaica, que conoció personalmente la cruda realidad de la vida de provincias, afirme con fatigada resignación: « La Pentápolis ha muerto»;[84] pero cuando ciertos historiadores conservadores, como Zósimo o Procopio, amigos también de adoptar tonos lastimeros a las primeras de cambio, no son capaces de entender la profundidad de los cambios estructurales acontecidos y prefieren echar la culpa de los hechos a una serie de factores morales o individuales, deberíamos calibrar hasta qué punto se hallaban condicionados esos juicios por el tipo de educación y por el bagaje cultural de quienes los emiten.
Resulta difícil no llegar a la conclusión de que el factor más importante de la denominada «decadencia» del Bajo Imperio y de su incapacidad para mantener el control político de Occidente fue un fenómeno tan inopinado como el de las migraciones bárbaras. No obstante, pensar que éstas fueron meras invasiones supone no entender el meollo del asunto; no se trató tanto de un conflicto militar con objetivos concretos como de un proceso gradual e inexorable de infiltración de pueblos bárbaros en los antiguos territorios del imperio y en todos los niveles de la sociedad romana. Como se ha comprobado últimamente, no es que fueran grandes contingentes de invasores que venían a arrollar a la población anterior. Dado que todavía siguen siendo muy oscuras las causas que provocaron esa migración constante de pueblos procedentes del norte, casi nos vemos obligados a concluir que la voluminosa historiografía en torno a la «decadencia y hundimiento» del imperio romano fracasó en realidad en su intento de justificar el final del imperio romano de Occidente. Claro que las explicaciones demasiado sencillas nunca valen para los cambios históricos complejos. La actitud negativa de los romanos ante los bárbaros y su propensión a plantearse el problema a muy grandes rasgos, en términos de buenos y malos, contribuyeron en gran medida a agravar el conflicto e hicieron que la integración y aculturación de los bárbaros resultaran más difíciles. Al mismo tiempo, el proceso de asentamiento de los bárbaros en las provincias de Occidente, ya fuera ad hoc o promovido por las autoridades, y el empleo de contingentes de bárbaros en el ejército romano trajeron consigo en las estructuras sociales, económicas y militares, ya en muchos casos sumamente precarias, unos cambios muy profundos cuya naturaleza no fueron capaces de entender sus contemporáneos, quienes además tenían pocos medios para controlarlos. Nosotros podemos comprobar —cosa que ellos acaso no pudieran hacer— que el estado iba desmilitarizándose a pasos agigantados; los soldados eran utilizados con mucha frecuencia en tareas esencialmente civiles, al tiempo que la seguridad del estado dependía cada vez más de los mercenarios bárbaros, a quienes no siempre estaba en condiciones de controlar con eficacia.[85] Recordemos, sin embargo, que, pese a soportar unos procesos parecidos y enfrentarse a unos peligros similares, Oriente conoció durante el siglo V un fortalecimiento del gobierno civil y una creciente prosperidad económica, manteniendo sus estructuras administrativa y militar lo bastante intactas como para poder permitirse emprender una serie de guerras a gran escala en Occidente durante el reinado de Justiniano; sólo este hecho debería bastar para recordarnos la importancia decisiva de las diferencias locales a la hora de explicar los cambios históricos.