Las fortificaciones y demás obras públicas

A juzgar por el relato de Procopio, buena parte del grandioso programa de obras públicas de Justiniano en las provincias se dedicó a la defensa. No obstante, resulta sumamente difícil evaluar su envergadura y su impacto por una serie de razones muy diversas. La primera tiene que ver con el hecho de que nuestra principal fuente es el De aedificiis de Procopio, panegírico escrito con la única finalidad de alabar al emperador; el libro contiene afirmaciones extrañísimas que sólo pretenden destacar los logros de Justiniano. Como además la obra constituye una lista incompleta de su labor en el terreno de la arquitectura y a menudo no pueden comprobarse muchas de sus afirmaciones, es un texto que no permite elaborar un juicio imparcial al respecto, y así, sobre todo en los lugares en los que los testimonios arqueológicos o de otro tipo nos permiten contrastar sus datos, podemos comprobar que a menudo contiene serias deficiencias.[212] Para colmo, sobre todo en el caso de los fortines y las plazas fuertes de las provincias septentrionales, ni siquiera han empezado a realizarse las excavaciones o, si se ha hecho, los restos materiales hallados —inscripciones o monedas— no permiten en modo alguno su datación. Es muy posible que buena parte del programa de construcciones que Procopio adjudica a Justiniano empezara en realidad en tiempos de Anastasio; en cuanto al De aedificiis, entra de lleno en la naturaleza del panegírico insinuar, al hablar de una obra, que se trata de una construcción completamente nueva cuando de hecho es una restauración.[213] Pero incluso en el caso de que Justiniano hubiera sido más un restaurador que un promotor de nuevas construcciones, la simple cantidad de obras mencionadas por Procopio es enorme, lo cual implicaría una «enorme inversión de capital en las instalaciones militares».[214] Otra cuestión muy distinta es lo efectiva que pudiera ser dicha inversión en términos puramente defensivos. En algunas zonas, las obras adoptaron la forma de grandes murallas, como en las Termopilas o en el Istmo; en otros casos se construyeron refugios fortificados o —cosa menos frecuente— verdaderas fortalezas. Cuando menos algunas de esas instalaciones tenían que ser debidamente guarnecidas de soldados para resultar eficaces, pero, según hemos visto, eran pocos los hombres disponibles y muchas de ellas quedaron en manos de la población local.

Excesivamente ambicioso o no, lo cierto es que el proyecto no fue capaz de contener la embestida de los hunos en 558-559. Pero, aun admitiendo que hubiera en él mucho de exageración, constituyó un extraordinario despliegue de recursos, incluso en los años de la reconquista. Además las obras no se redujeron al campo de la defensa: se realizaron también otras de carácter social, y así Procopio repite una y otra vez que las obras de Justiniano perseguían por igual objetivos militares y religiosos. Se construyeron tanto iglesias como fortines, sobre todo en los territorios recién reconquistados, pues de hecho servían como demostración del poderío romano. La posición del monasterio-fortaleza edificado en la falda del monte Sinaí —y aún en pie—, donde Dios se apareció a Moisés, justamente en el sitio donde, según la tradición, se hallaba la zarza ardiente, lugar frecuentado ya por muchos monjes y eremitas, demuestra claramente esa función diplomática y religiosa a un tiempo, en contradicción con las afirmaciones de Procopio, quien pretende que fue construido para impedir a los invasores sarracenos entrar en la provincia de Palestina (De aedificiis, V, 8, 9). Difícilmente habría podido tener esa finalidad, situado como está en un collado que se abre entre los picos de dos montes; por otra parte, las murallas de Justiniano que rodeaban el monasterio propiamente dicho constituyen todavía una de sus características más chocantes.[215] Y ello suscita la cuestión de cuál fue la naturaleza de la propia reconquista. ¿Tuvo de hecho un carácter militar o diplomático? Y es que la política militar iba acompañada de una actividad misionera muy concreta. Este rasgo podemos verlo en múltiples regiones, por ejemplo en Nubia o en el caso del rey Tzath de Lázica, cuya conversión fue el precio de su clientela; en cuanto a los gasaníes, el grupo tribal árabe tan estrechamente afín a los bizantinos y enemigo acérrimo de los lajmíes, aliados por su parte de los persas, fueron siempre cristianos monofisitas.[216] Justiniano desde luego no tuvo inconveniente alguno en confiar la conversión de los paganos de Asia Menor a un monofisita, y en permitir la ordenación de sacerdotes monofisitas en las provincias orientales. Incluso en el caso de las provincias que eran víctimas de ofensivas militares, las guerras adoptaban la apariencia de cruzadas emprendidas con el fin de restablecer la ortodoxia religiosa, aunque la situación real a menudo resultaba muy distinta cuando la población se veía obligada a elegir entre los gobernantes arrianos a los que había acabado por acostumbrarse y la cruda realidad de la intervención bizantina.[217]