Los enfoques anteriores y el estado actual de las investigaciones

El «paso» de la Antigüedad clásica al mundo medieval era el tema de la grandiosa obra de Edward Gibbon Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano (1787) y, desde luego, ha habido pocos asuntos en la historia que hayan sido objeto de una controversia tan encarnizada o que hayan sustentado unos sentimientos tan encontrados. Para Marx y la mayoría de los historiadores que se inscriben en la tradición marxista, el final de la primacía de Roma constituía la prueba definitiva de que los estados basados en unas formas de desigualdad y explotación tan exageradas como el esclavismo antiguo se hallaban irremisiblemente condenados al fracaso. Por otro lado, numerosos historiadores, entre ellos el propio Gibbon o el ruso M. I. Rostovtzeff, que emigró a Occidente en 1917, pensaban también que el imperio romano representaba una versión tristemente degenerada de su forma primitiva, civilizada y próspera, que, según ellos, habría alcanzado su apogeo en tiempos de los Antoninos, esto es, en el siglo II. La tesis de Rostovtzeff, aunque hasta cierto punto desvirtuada, sigue siendo la más defendida hoy día, y en cualquier caso podemos considerarla la «opinión estándar». Nuestra obra pretende, en cambio, que se desechen de una vez por todas criterios valorativos como los conceptos de «decadencia» o «degeneración».

La teoría de la decadencia ha sido siempre muy tentadora. Como racionalista que era, Gibbon atribuía la decadencia moral e intelectual que, a su juicio, había echado raíces a finales de la época imperial, a los efectos perniciosos del cristianismo, mientras que Rostovtzeff veía en el estado romano de los últimos tiempos una forma de totalitarismo brutal. Uno y otro localizaban el siglo «de oro» en los inicios de la época imperial, viendo en él un reflejo de la sociedad que ellos habían conocido, a saber, respectivamente la de la Ilustración del siglo XVIII y la de la burguesía de finales del siglo XIX. En la actualidad, la caída de los imperios ha vuelto a convertirse en noticia, y la reciente teoría del «colapso de los sistemas» (véase la Conclusión) nos muestra en esencia una versión moderna de la idea de decadencia y hundimiento.

En el mundo anglosajón, el período del que se ocupa nuestro libro se ha visto dominado a lo largo de toda una generación por la exhaustiva obra de A. H.M. Jones, The Later Roman Empire 284-602. A Social, Economic and Administrative Survey (Oxford, 1964), publicada más tarde en una versión abreviada con el título de The Decline of the Ancient World (Londres, 1966). Jones se hallaba influido en buena parte por la importancia que había concedido Rostovtzeff a los factores económicos y sociales, y el tema de casi todos los capítulos de su monumental obra es por lo general algún aspecto concreto de la sociedad tardorromana, y no un relato de los acontecimientos políticos. Jones había viajado por casi todo el territorio del antiguo imperio romano, participando incluso en diversas excavaciones arqueológicas, pero escribió su obra antes de que se produjera el estallido del interés por la arqueología tardorromana y, por consiguiente, hizo poco uso de los testimonios materiales; a pesar de todo, su obra sigue constituyendo la guía fundamental a la que por fuerza deben recurrir los estudiosos de habla inglesa. Asimismo Jones fue quien delimitó cronológicamente este período, que, según él, iría desde la subida al trono de Diocleciano (284) hasta la muerte de Mauricio (602), interpretación discutible, aunque justificable, que en definitiva seguimos también nosotros.

Los planteamientos de Jones eran pragmáticos y concretos; no le interesaban demasiado las cuestiones relativas a la historia de la religión, que hoy día muchos estudiosos consideran factores primordiales e interesantísimos a la hora de analizar la Antigüedad tardía. Para él, estudiar el desarrollo y la influencia de la Iglesia cristiana en dicho período significaba hacer un seguimiento de su crecimiento institucional y económico, y no de los sentimientos íntimos de los cristianos en cuanto tales. Curiosamente incluía a los monjes, monjas y, en general, a todo el clero cristiano en la categoría de «bocas ociosas», que debían ser sostenidas por la clase, cada vez menos numerosa, de los productores agrícolas, y que, en opinión de Jones, contribuyeron a agravar las dificultades a las que hubo de hacer frente el gobierno tardorromano, hasta provocar su definitivo hundimiento.

Cuando Jones publicó su obra, a comienzos de los años sesenta, la fase final del imperio romano era un tema que apenas aparecía en los programas de estudio de las universidades, y la mayoría de los especialistas en historia antigua aún lo consideraban un asunto ajeno a su competencia. No era este el caso de investigadores como Moses Finley, interesados por la historia económica y conocedores del marxismo y de otras interpretaciones sociales y económicas de la historia, ni el de otros especialistas familiarizados con la tradición continental en sentido lato. La obra de Jones, en cualquier caso, abrió las puertas a una nueva generación de estudiosos, que se vieron asimismo estimulados por el planteamiento absolutamente distinto del tema que ofrecía Peter Brown, según quedaba patente en su breve manual titulado The World of Late Antiquity (Londres, 1971), aparecido pocos años después de que se publicara The Later Roman Empire de Jones. Brown es en general mucho más entusiasta, por no decir más emotivo, a la hora de destacar los conceptos; y es muy posible, en efecto, que por su causa « la Antigüedad tardía» se haya convertido en un terreno exótico, poblado de monjes salvajes y vírgenes excitadas, y dominado por el choque de religiones, mentalidades y modos de vida. En semejante escenario, la Persia sasánida por el este y los pueblos germánicos por el norte y por el oeste delimitaban un área vastísima dentro de la cual iban trazándose nuevas líneas de batalla, por ejemplo entre los miembros de una misma familia que, en cuanto individuos, libraban en su interior un encarnizado combate con las conflictivas exigencias de la Iglesia, por una parte, y con el ambiente social al que pertenecían, por otra. Las grandes construcciones recién erigidas, iglesias y monasterios, constituían los nuevos centros de poder e influencia; los desiertos de Egipto y Siria se transformaron en morada de miles y miles de monjes de toda laya, y las provincias de Oriente se convirtieron en un crisol de culturas, abierto a todo tipo de cambios sociales.

Este otro enfoque tan distinto se basa, por su parte, en los testimonios que hablan de los desarrollos acontecidos en la esfera religiosa y cultural; lo que aún está por ver es si esa evolución puede extenderse también a los terrenos de la historia económica y administrativa. En cualquier caso, ha tenido un valor incalculable como incentivo para continuar en esa línea de trabajo y para establecer el concepto de «Antigüedad tardía» como tema de estudio autónomo. De hecho, uno de los aspectos más importantes y curiosos de los últimos años en este terreno ha sido el enorme interés que han mostrado los arqueólogos hacia esta época, sobre todo tras la meritoria labor pionera realizada durante los años setenta, que ha permitido datar e identificar la cerámica tardorromana y, en consecuencia, establecer una cronología minuciosa de los yacimientos tardorromanos. Las excavaciones internacionales llevadas a cabo en Cartago bajo el patrocinio de la UNESCO durante los años setenta fueron también importantísimas en este sentido, pues pusieron al alcance del público una enorme cantidad de datos que pudieron más tarde ser comparados con los de otros yacimientos. Cabe mencionar asimismo el grandísimo interés demostrado actualmente por la historia del urbanismo, especialmente relevante en este período, habida cuenta de que fue testigo de una transformación fundamental de la vida urbana y llegó incluso a conocer la desaparición efectiva de muchas ciudades clásicas del Mediterráneo oriental (véase el capítulo 7). No obstante, aún no se ha realizado una síntesis completa del material arqueológico sacado recientemente a la luz, que en muchos casos sigue siendo objeto de debate. Un tema mucho más controvertido en la actualidad es el de la naturaleza y el alcance que tenían las actividades mercantiles en el Bajo Imperio (véase el capítulo 4), que supondría volver a examinar, desde un punto de partida totalmente distinto, los problemas planteados por Pirenne.