Sociedad en transformación
Dejando a un lado la filosofía, ¿quién leía las obras literarias de estilo elevado? Pues bien, si hay algún rasgo que defina la cultura literaria de la Antigüedad tardía es su carácter clasista, más acusado incluso entonces que en épocas anteriores. Dicha literatura requería una formación muy especializada, no sólo por parte de los autores, sino también por parte de su público, y desde luego hacia el siglo VI el griego hablado por la población se diferenciaba notablemente de esta lengua literaria culta.[261] En tiempos de Heraclio (610-641), la cultura literaria tradicional estaba aún al alcance del público, al menos en Constantinopla, pero cuando las ciudades entraron en su proceso de decadencia, empezó a resultar mucho menos accesible para la mayoría de la gente, y empezó también a hacerse perceptible una seria disminución de los libros disponibles y del conocimiento de los autores clásicos, conocimiento que el imperio bizantino no volvería a recuperar hasta los siglos IX y X.[262] Ahora bien, mientras el sistema educativo se mantuvo en pie, siguieron produciéndose obras escritas a la manera clásica, como las mencionadas anteriormente. Se necesitaban maestros que perpetuaran el sistema, y, por otra parte, se consideraba que una buena formación en el campo de la retórica clásica constituía un requisito indispensable para acceder a la burocracia imperial y desde luego para obtener cualquier cargo público. Esta situación se puso claramente de manifiesto a mediados del siglo IV, cuando la nueva clase gobernante de Constantino se vio en la necesidad de recibir unas cuantas clases particulares de historia de Roma,[263] y lo mismo ocurriría una generación o dos más tarde, cuando un rétor de provincias como Ausonio alcanzó cierta notoriedad en su calidad de prefecto del pretorio y de cónsul; del mismo modo, el poeta egipcio Claudiano se convirtió en el principal panegirista de Estilicón y Honorio. Entre las figuras literarias que alcanzaron cierta relevancia durante el siglo V destaca el historiador Olimpiodoro, originario de la Tebas de Egipto, que se califica a sí mismo «poeta de profesión» (fr. 1, Blockley); era pagano y había recibido una excelente formación en todo lo relacionado con la tradición clásica; además había viajado mucho, diferenciándose en este punto de la mayoría de sus colegas. Prisco, otro historiador griego del siglo V, caracterizado por un estilo clásico más depurado que el de Olimpiodoro, se inspiró para escribir sus obras en Heródoto y Tucídides. En 449 fue enviado en una misión diplomática a entrevistarse con Atila, rey de los hunos, y en su historia pone de manifiesto su admiración por este personaje, al tiempo que critica a Teodosio II por intentar comprarlo.[264] Otro personaje curioso es Ciro de Panópolis, poeta oriundo también de Egipto, que alcanzó los cargos de prefecto de la ciudad, prefecto del pretorio y cónsul en tiempos de Teodosio II, para luego, víctima de las intrigas cortesanas, ser acusado de paganismo y enviado al destierro como obispo de la pequeña ciudad frigia de Cotieo.[265] No obstante, la preponderancia del clasicismo y el predicamento del que gozaba en el terreno de la literatura habrían de causar sin duda alguna bastantes quebraderos de cabeza cuando se intentó adaptarlo a las condiciones de la época.[266] Dicho sistema venía a perpetuar —y ese era efectivamente su objetivo— unas actitudes absolutamente tradicionales; en la misma medida, imponía unas categorías fijas de pensamiento, y en particular imposibilitaba una percepción realista de las relaciones mantenidas con los pueblos bárbaros, a los que por definición se atribuía una absoluta falta de cultura.
Ahora bien, el propio sistema cultural que había creado y mantenido este tipo de literatura tan elitista empezó a cambiar rápidamente. Las consecuencias inmediatas de todo esto pueden interpretarse en sentido vertical, en términos de literatura «superior» y de literatura «popular», o en sentido horizontal, en términos de filiación religiosa. Pero ambas distinciones pueden en ocasiones resultar equívocas: de ese modo, las hagiografías cristianas unas veces son «populares», y otras comportan rasgos propios de la literatura más elevada;[267] análogamente, por crédulas y simples que a menudo puedan parecer las crónicas universales cristianas, que abarcan desde los tiempos de Adán a la época en que viviera su autor, debido a su aparente falta de juicio crítico, lo cierto es que como género nacieron con el gran erudito cristiano Eusebio de Cesárea, y los ejemplos de las mismas que se nos han conservado tienen más rasgos en común con la historiografía «clásica» de lo que suele pensarse.[268] Por último, muchísimas obras cristianas poseen un carácter marcadamente retórico, y utilizan toda la parafernalia que proporcionaba la formación clásica. El propio san Agustín, quizá el más grande autor cristiano de esta época, fue maestro de retórica, y no dudó en utilizar sus habilidades al máximo cuando se dedicó a escribir obras religiosas. Pero, como hemos visto (véase el capítulo 3), a diferencia de la mayoría de los autores clásicos, era también absolutamente consciente de cuáles eran las técnicas necesarias para dirigirse a un público inculto, y una y otra vez insiste en los problemas que plantea la conciliación de los objetivos intelectuales y retóricos con la fe religiosa. Su mayor obra, La ciudad de Dios, escrita poco después del saco de Roma perpetrado por Alarico en 410, constituye una meditación amplificada en torno no tanto a las causas de dicho acontecimiento cuanto al lugar que ocupan el mundo y la cultura clásica en el esquema de la providencia divina.[269] Otros autores cristianos, como Sinesio o Sidonio Apolinar, ambos antiguos terratenientes convertidos después en obispos (véase el capítulo 2), compusieron poemas de corte clasicista que a primera vista no tienen nada de cristianos.[270] Pero el impacto producido por la cristianización modificó también las prácticas de lectura, especialmente desde el punto y hora en que la Biblia se puso al alcance de todo el mundo. Se desarrolló una erudición específicamente cristiana con las primeras comunidades monásticas de Occidente —por ejemplo la de la isla de Lérins—, precursoras a finales del siglo V de los grandes centros monásticos y eruditos de la Edad Media. Obispos y escritores como Paulino de Nola combinaron un saber multisecular con una expresión cristiana, en buena parte a través de la epistolografía, que constituyó un género particularmente floreciente entre los cristianos cultos de comienzos del siglo V; se nos han conservado muchos ejemplos, que ponen de manifiesto la existencia de una densa red de intereses culturales comunes que se extendería desde la Galia e Italia al Norte de África.[271]