La financiación del Estado
Detrás de muchas de las dificultades con las que se encontró el estado y que dieron lugar a todos estos problemas sociales, se ocultaba la necesidad de impuestos y las dificultades inherentes a su recaudación. Muchos especialistas han pensado que los impuestos del período tardorromano eran mucho más altos que los de épocas anteriores, tanto que, según ellos, habrían contribuido sustancialmente al aumento desorbitado de las exacciones fiscales y a la consiguiente decadencia del imperio. Antes de abordar esta cuestión será preciso efectuar una breve digresión en torno al sistema tributario y a la economía antigua en general.
Por fortuna no hay escasez de guías. Efectivamente, la naturaleza de la economía antigua constituyó uno de los temas de estudio más frecuentados por los investigadores de los años setenta y ochenta, y el creciente interés por la arqueología tardorromana ha venido a garantizar que tampoco se descuidara este período final del imperio.[165] Probablemente no nos equivoquemos al afirmar que desde comienzos de los años setenta el modelo de economía antigua asociado con el libro de Finley que lleva precisamente ese título (véase La economía de la Antigüedad ) ha sido modificado, pero en lo esencial no ha sido abandonado. Según este modelo, el mundo antiguo era fundamentalmente una sociedad agraria en la que las ciudades no constituían centros de producción industrial y en las que el mercado y los beneficios estaban relativamente poco o nada desarrollados, al igual que los conceptos de «racionalidad económica» en general. Últimamente algunos estudiosos, incluido el propio Finley, han hecho más hincapié de lo que cabría esperar, si nos atuviéramos estrictamente al modelo citado, en la importancia alcanzada por la monetarización y en los niveles de mercado, mientras que Keith Hopkins en particular ha defendido la lentitud del ritmo seguido por el crecimiento económico, al menos hasta finales del siglo II d.C. Algunos hallazgos arqueológicos recientes relacionados con el período que nos ocupa, sin embargo, sugieren que se dio un grado sorprendentemente alto de prosperidad en Oriente y unos intercambios comerciales más duraderos de lo previsto. No hay más remedio que preguntarse hasta qué punto cabe aplicar —si es que tienen alguna aplicación— al Bajo Imperio los argumentos propuestos en el debate general. Esta sección la centraremos, pues, en toda una serie de temas relacionados con el sistema tributario, la moneda y los ingresos y gastos del estado, mientras que en la siguiente examinaremos las cuestiones relacionadas con la producción, la prosperidad o decadencia del campo, y los intercambios comerciales a larga distancia.
Hay determinadas premisas acerca de la economía antigua que han tenido una aceptación bastante general, y no tenemos por qué dudar que puedan aplicarse igualmente al Bajo Imperio. La primera de esas premisas —por lo que al imperio romano se refiere— dice que la riqueza del imperio provenía en gran medida de la agricultura, que significaba también la mayor parte de los ingresos del estado; según otra, el ejército, o cuando menos la defensa en general, se llevaba la mayor parte con diferencia de los presupuestos del estado;[166] y la tercera dice que los restantes gastos del estado eran enormemente limitados en comparación con los de los estados contemporáneos. Según este modelo, el nivel de monetarización habría sido muy bajo, y los objetivos perseguidos por el estado con la emisión de moneda habrían tenido un carácter más político o militar que económico o comercial, aunque últimamente esta idea ha encontrado grandes detractores.[167] Hopkins ha confeccionado una lista muy útil de los factores que, en su opinión, pudieran haber propiciado hasta cierto punto el crecimiento económico. Tomándolos como base, podemos preguntarnos cuántos de ellos se daban en el Bajo Imperio y si cabe la posibilidad de que se produjera un crecimiento o una recesión económica, en la hipótesis de que tales conceptos fueran aplicables a esta época.[168] Entre dichos factores cabría mencionar los siguientes: la mayor cantidad de tierras puestas en explotación; el mayor volumen de la población, con una mayor división del trabajo en ella y el consiguiente aumento de la producción no agrícola; y, por último, una productividad per cápita más alta (teniendo en cuenta el aumento achacable al hecho de que muchos de los individuos que en otro momento habrían tenido que participar en las campañas militares habrían pasado en tiempos de paz a incrementar la mano de obra disponible). Por último, hay dos hipótesis que pueden resultar muy importantes para el período bajoimperial: la primera sería que el aumento de las exacciones gubernamentales supuso más un estímulo que una cortapisa a la productividad; y la segunda, que los gastos efectuados por el gobierno con el dinero procedente de los impuestos acabarían a su vez por resultar beneficiosos para la economía.
Si aplicamos estas hipótesis —elaboradas en buena parte con datos relativos al período que va de 200 a.C. a 200 d.C. aproximadamente— a la época que aquí nos ocupa, nos encontramos con ciertos elementos que saltan inmediatamente a la vista. En Occidente, las tierras por las que el estado podía exigir el pago de impuestos disminuyeron en realidad debido a la guerra y al establecimiento de colonias. Además, es posible que la población hubiera sufrido ya una importante disminución durante la crisis del siglo III, y, en todo caso, la población romana de las provincias occidentales se vio en parte desplazada a finales del siglo V por los nuevos colonizadores bárbaros con los que se habría visto obligada a compartir sus tierras en unas condiciones bastante duras, sea cual sea la interpretación de los testimonios disponibles que decidamos adoptar (véase el capítulo 2). La cuestión de la diferenciación entre tiempos de paz y tiempos de guerra suscita además la cuestión de la distinción entre Oriente y Occidente; así pues, Oriente habría conocido una época de prosperidad durante buena parte del siglo V y hasta bien entrado el siglo VI, mientras que las guerras contra los sasánidas habrían supuesto una especie de parón; Occidente, en cambio, hubo de ser testigo, como hemos visto, de una serie casi ininterrumpida de guerras y de la ulterior fragmentación de su territorio, con el consiguiente perjuicio para los campos y los centros urbanos, por no hablar del alto coste de mano de obra que todo ello habría supuesto.
Según algunos de los criterios enumerados por Hopkins, da la sensación de que el imperio de Occidente padeció cierto grado de decadencia económica antes incluso de que empezara la gran época de los asentamientos bárbaros. Otros indicadores apuntan también en la misma dirección. La reducción de las unidades del ejército durante el período tardorromano y su estacionamiento dentro de los confines del propio imperio —práctica que habría venido a sustituir al emplazamiento en las fronteras de grandes contingentes de soldados— debieron contribuir en gran medida a limitar el papel que el ejército había venido desempeñando hasta la fecha en la circulación y redistribución de la moneda por medio del salario de los soldados y los gastos militares, sin contar que buena parte de sus necesidades eran satisfechas ahora en especie. De estar en lo cierto, las mismas consecuencias habría tenido la tendencia que postulábamos anteriormente a que los intercambios comerciales se efectuaran dentro de la red de latifundios y no a través de un mercado abierto. Por último, la destrucción de buena parte de la base agrícola del imperio, unida acaso a otros factores naturales, puede que condujera también a una disminución de las materias primas disponibles.[169]
A estos factores debemos añadir el coste que habría supuesto el mero mantenimiento del ejército (véase el capítulo 2). Si es cierto que Diocleciano dobló los contingentes militares —y no digamos si los cuadruplicó—, además de incrementar la burocracia, los problemas económicos del Bajo Imperio habrían sido realmente insuperables. Jones expone claramente el problema con esa frase suya tan famosa, según la cual en los últimos tiempos del imperio había demasiadas «bocas ociosas», es decir, demasiada gente que no producía, y que por tanto debía de cobrar de los recursos cada vez menores del estado.[170] Hoy día, sin embargo, no habría muchos historiadores tan rotundos en sus afirmaciones como lo era Jones en 1964. Según hemos visto (véase el capítulo 2), lo más probable es que Diocleciano regularizara el statu quo y no que doblara realmente las dimensiones del ejército; deberíamos incluso poner en duda que después del siglo IV fuera posible mantener ni siquiera una cifra semejante. Con unos contingentes de cuatrocientos y pico mil hombres, el ejército romano del Bajo Imperio seguía constituyendo una fuerza importantísima, notablemente mayor que el ejército de Augusto a comienzos del Principado, y unas fuerzas armadas tan imponentes debieron de representar a todas luces una verdadera sangría para las arcas del estado.
Es muy posible, sin embargo, que los historiadores se equivoquen de medio a medio al dar tanta importancia a los gastos militares en el proceso que condujo al hundimiento final del imperio. Lo verdaderamente curioso es que el sistema durara tanto como duró. Cabría aducir también que, si los costes eran indudablemente onerosos, el problema militar más peliagudo del imperio radicaba en las dimensiones de sus fronteras y en la dificultad que entrañaba mantener una defensa de semejante magnitud. Si Occidente no hubiera tenido que soportar tantas décadas de ataques de los bárbaros, la historia quizá hubiera sido muy distinta. En cuanto a Oriente, Justiniano se encontró en realidad, a la hora de llevar a cabo sus guerras, con una serie de graves problemas financieros, que legó a su vez a sus sucesores; pero también en este caso serían un conjunto de factores externos los que provocarían los problemas más serios (véase el capítulo 5). En el siglo VI el estado había encontrado ya una solución parcial a las dificultades del coste del ejército al dejar en manos de sus aliados árabes una buena porción de la defensa de la zona suroriental de sus fronteras, desde Transjordania a Arabia, aparte de que el propio ejército regular venía utilizando habitualmente bárbaros.[171] Por último, los dos términos de la ecuación tendrían la misma validez: la presencia del ejército en una determinada zona, con todo lo que traía aparejado su mantenimiento —no sólo sueldos y suministros para las tropas, sino además un buen sistema viario y de transportes y una buena estructura de apoyos locales—, podía en sí constituir un incentivo muy poderoso de la economía. Este sería sin duda uno de los factores que se ocultaba tras la innegable prosperidad y densidad de los asentamientos de colonos del siglo V en las fronteras surorientales, incluso en lugares áridos y escabrosos como el Hauran y el Néguev, donde, además de las fortalezas más importantes, había muchos otros establecimientos militares de menor importancia.[172]
Por todo ello resulta evidente que cualquier generalización en torno a la economía de la Antigüedad tardía en su conjunto puede inducir a error, y que debemos siempre tener en cuenta las variables regionales y la intervención de los factores externos. La dificultad que plantea calcular los costes del ejército, así como sus dimensiones, es también en parte cuestión de metodología, por cuanto, si bien tenemos en las fuentes gran cantidad de cifras relativas a los ingresos del fisco y a los gastos presupuestarios, no resulta tan claro ni mucho menos si podemos fiarnos de esas cifras o no, ni en qué medida pudieron cambiar a lo largo de los dos siglos objeto de nuestro interés.[173] Al menos en el Bajo Imperio existió un período fiscal regular (la indicción) para el cual se establecieron una serie de cánones fijos, y se cambió el sistema para tener en cuenta la mano de obra y la calidad de la tierra. Constantino gravó con impuestos especiales las posesiones de los senadores y las actividades de los comerciantes, introduciendo cuando menos de ese modo a estos dos sectores de la sociedad en la red tributaria. Básicamente, sin embargo, los impuestos seguían afectando sobre todo a la tierra y a la producción agrícola; el gobierno no tenía muchos recursos para responder a la pérdida de terrenos cultivables y a la escasez de mano de obra, aparte de la tan cacareada legislación mediante la cual intentaba restringir los movimientos de los colonos y ayudar de ese modo a los terratenientes a conservar a sus cultivadores:
Mientras que en otras provincias sometidas al imperio de nuestra serenidad una ley implantada por nuestros antepasados mantiene en su puesto a los arrendatarios en virtud de una especie de derecho eterno, de suerte que no se les permite abandonar los campos con cuyas cosechas se alimentan ni dejar las tierras que un día se pusieron a cultivar, los terratenientes de Palestina no gozan de esta ventaja: ordenamos que tampoco en Palestina haya arrendatario que sea libre de irse donde le plazca, sino que, como en otras provincias, se halle vinculado al propietario de su finca (CJ, XI, 51, 1).
La figura del recaudador de impuestos aparece a menudo en la literatura de la época como un personaje odiado y temido a la vez, y los peligros en que incurrían aquellos que no podían pagar sus tributos no eran ninguna fantasía. Pafnutio, eremita de Heracleópolis, en la Tebaida, conoció en una ocasión a un bandolero que, según le contó, había conocido a una mujer que había tenido una mala experiencia de ese tipo, y, al preguntarle por qué lloraba,
[la mujer] respondió: «No me preguntes, señor; no quieras investigar mi desgracia. Llévame donde sea como criada. Pues en el curso de los dos últimos años mi marido ha sido azotado ya varias veces debido a los atrasos en el pago de los impuestos, que ascienden a trescientas monedas de oro. Lo encarcelaron y mis tres hijos bien amados fueron vendidos como esclavos. En cuanto a mí, soy una fugitiva y me veo obligada a ir de un sitio a otro. Ahora ando errante por el desierto, pero muchas veces me encuentran y me azotan. Llevo ya tres días en el desierto sin probar bocado». «Me dio mucha pena», comentó el bandolero, «y me la llevé a mi cueva. Le di luego las trescientas monedas de oro y la conduje de nuevo a la ciudad, donde conseguí su perdón y el de su marido e hijos» ( Vidas de los Padres del Desierto , según la trad. ingl. de Russell, 95).
La constante reiteración de las leyes demuestra, sin embargo, lo poco que podía hacer el gobierno para asegurar la percepción de los impuestos. El sistema tributario tenía un carácter sumamente regresivo: por idéntica cantidad de terreno los pequeños propietarios agrícolas pagaban lo mismo que los grandes latifundistas. Y pese a las reformas de Constantino, la tradicional preponderancia que siguió otorgándose a los bienes raíces pone de manifiesto que tales medidas no supieron aprovechar la nueva fuente de ingresos que para el estado constituían el comercio y —cosa más importante aún— las fortunas de los senadores. En este último caso, sobre todo, el fracaso de las nuevas disposiciones tuvo que ver en parte con la naturaleza misma de la legislación en materia fiscal, que permitía a los senadores amasar unas fortunas colosales, en tanto que el gobierno andaba siempre escaso de numerario. Los propios emperadores compartían la idea tradicional de que las exenciones fiscales constituían un privilegio al que cualquier individuo podía aspirar legítimamente en razón de su rango y del favor imperial, de suerte que las concesiones que hacían en ese terreno eran la expresión de una actitud tradicional y al mismo tiempo un medio de aumentar su popularidad. La condonación de los impuestos atrasados era otra práctica habitual, ya fuera por la incapacidad manifiesta de hacer cumplir la ley, ya fuera en respuesta a las actitudes tradicionales a las que acabamos de aludir; además, tampoco había la costumbre de elaborar presupuestos con vistas al futuro. Por otra parte, como señala Jones, el gobierno de Oriente por lo menos llegó a recaudar, según parece, cantidades bastante considerables de dinero sobre una base constante;[174] y ello pese a los enormes desembolsos de oro que tuvo que efectuar para subvencionar la paz con Persia o para pagar los «subsidios» a las hordas bárbaras.[175] En cuanto al comercio, el llamado chrysárgyron («[impuesto] de oro y plata», que recibía este nombre porque debía pagarse en oro y plata, aunque a la hora de la verdad se pagara habitualmente sólo en oro) fue siempre muy impopular; finalmente fue abolido por el emperador Anastasio en 499 (CJ, XI, 1, 1), lo mismo que la collatio glebalis (follis), que se cobraba a los senadores, eliminada por el emperador Marciano (CJ, XII, 2, 2). Por aquel entonces, lo mismo que en la actualidad, la política fiscal era una cuestión que comportaba una gran carga ideológica, de suerte que los emperadores que impusieron nuevas contribuciones, aunque, como en el caso de Justiniano, fuera con una finalidad militar, suelen ser objeto de crítica en las fuentes de la época.
El sistema fiscal del Bajo Imperio era, por consiguiente, un asunto sumamente complicado y difícil de manejar, lleno de injusticias y desde luego no muy bien administrado. El apartado más importante de la política fiscal, esto es, el correspondiente a la annona o aprovisionamiento del ejército, era también el más difícil de organizar. Desde finales del siglo III buena parte de esa annona se recaudaba en especie, por medio de un sistema tan engorroso que lo extraño es que funcionara mínimamente; pese a todo, y aunque el método de cálculo variaba de provincia a provincia, de vez en cuando era posible reducir la demanda en una demarcación en concreto, como ocurrió en el siglo V en Acaya, Macedonia, Sicilia, Numidia y Mauritania Sitifense. Sin embargo, no siempre se realizaban los padrones ordinarios, imprescindibles para mantener al día el censo de la propiedad rústica y de la población, por lo cual se suscitaban grandes discrepancias. Al final, una vez recaudados, los productos debían ser enviados a su correspondiente unidad, proceso que, a su vez, exigía un complicado sistema de organización. También otros impuestos tuvieron gran importancia durante toda la época imperial, sobre todo la incautación de grano para asegurar el abastecimiento de Roma, sistema que Constantino amplió también a la ciudad por él fundada, Constantinopla (véase el capítulo 1). Desde los tiempos de la república, el gobierno romano había considerado una de sus prioridades asegurar el suministro de alimentos de la capital, manteniendo con esa finalidad un subsidio destinado a garantizar la gratuidad del pan.[176] El grano procedía en su mayoría, aunque no exclusivamente, del Norte de África y de Egipto, pero su recaudación tenía en ambos sitios un grave impacto sobre la economía local;[177] finalmente también su supresión en Occidente cuando cambió la situación debió de tener unas repercusiones materiales considerables. La conquista del Norte de África por los vándalos supuso para Roma un severo quebranto, pero las distribuciones de pan siguieron efectuándose y al final sería la Iglesia la encargada de efectuarlas. En Oriente, Egipto continuó suministrando trigo a Constantinopla, pero los lazos de esta provincia con la capital fueron cortados bruscamente por la invasión persa de Egipto, acontecida a comienzos del siglo VII. Anteriormente, sin embargo, se habían llegado a vender y a legar en herencia los bonos que daban derecho a las distribuciones de alimentos; el gobierno intentó a veces regular también tales usos, pero con el paso del tiempo, como ocurriría con otros impuestos del período tardorromano, la relación existente entre los que teóricamente podían recibir el subsidio y los que de hecho disfrutaban de él se había ido difuminando progresivamente.
A comienzos de nuestro período los pagos en especie empezaron a ser sustituidos por pagos en oro, sobre todo en Occidente, según unos patrones de cambio bastante inestables que en varias ocasiones el gobierno se vio en la necesidad de reglamentar; en el siglo VI lo normal era ya el pago en moneda de oro (en libras o solidi). Aunque fue Constantino quien introdujo el solidus de oro, que desde entonces se convirtió en el patrón monetario, sus sucesores no fueron capaces, pese a intentarlo repetidamente, de reintroducir una moneda de plata con base estable. La inflación siguió también creciendo, como podemos ver por los precios que aparecen reflejados en los papiros, probablemente porque el gobierno acuñaba demasiada moneda de poco valor; pese a todo, el solidus se mantuvo estable durante todo este período e incluso hasta mucho después. En el siglo V, sin embargo, no existía ya en realidad relación alguna entre el sólido —o sueldo— de oro y la moneda de cobre, cuyo valor, en relación con el sólido, cambiaba constantemente. Los emperadores de finales del siglo V, y en particular Anastasio (491-518), lograron introducir cierta estabilidad; cabe señalar a este respecto que la reforma de Anastasio vino a continuar unas tendencias visibles ya en Occidente en la moneda acuñada por los vándalos y los ostrogodos.[178] Resulta sumamente difícil evaluar las consecuencias económicas de todo este estado de cosas. A priori —pero sólo a priori—, la recaudación y redistribución de los impuestos en especie, práctica que continuó en parte hasta bien entrado el siglo V, y la constante fluctuación de la moneda de cobre o básica (pecunia) con respecto al sólido, sólo pudieron tener unos efectos depresivos de cara al desarrollo de una economía de mercado. Pero la inflación de los siglos III y IV tiene su raíz en la política monetaria del estado y no en el sistema económico propiamente dicho; por otra parte, ya hemos visto que el nivel de los ingresos del fisco se mantuvo, al parecer, durante todo este período, al menos en Oriente. Debemos concluir, por tanto, que por precario que fuera su control, mientras el gobierno del Bajo Imperio siguió funcionando —y así ocurrió en Oriente durante todo el período que nos ocupa—, también siguió funcionando la economía en su conjunto. Para una economía agraria tradicional carente a todas luces de adelantos tecnológicos como aquella, los factores imprevisibles o de carácter local, como por ejemplo la hambruna, la peste, etc., constituían una amenaza constante, sí, pero también formaban parte de las eventualidades previsibles, por lo cual siempre cabía ponerles algún freno; en cambio, ciertos factores externos, como las invasiones, los asentamientos de nueva población y las transformaciones demográficas, eran una cosa muy distinta.