Los efectos de las guerras
Es evidente que en un principio no se tuvieron en cuenta ni la duración ni las repercusiones del proceso de reconquista emprendido por Justiniano, pero desde luego sus efectos calaron muy hondo. El desgaste en oro y recursos humanos y de otro tipo que significó para el imperio de Oriente fue inmenso, sobre todo si añadimos los constantes varapalos que al tesoro imperial infligían las guerras y los tratados firmados con Persia. El desgaste ante la opinión pública fue también considerable: la euforia de los primeros momentos a duras penas pudo mantenerse en las etapas sucesivas, y cuando las cosas empezaron a ponerse feas, independientemente de cuál fuera la causa, el emperador fue perdiendo su popularidad. Tenemos dos obras en las que se reflejan las dudas y las críticas de la última etapa del reinado de Justiniano:[218] la Historiaarcana de Procopio, con sus violentas diatribas contra Justiniano y Teodora (fallecida en 548) y su catálogo de quejas y acusaciones contra los abusos que, según el autor, se estaban llevando a cabo, y el De magistratibus de Juan Lido, donde se intenta preservar la reputación del emperador echando la culpa de todo a sus ministros, sobre todo al prefecto del pretorio Juan de Capadocia:
Nuestro emperador, el más noble de los hombres, no sabía nada de esto pues todo el mundo, aunque fuera víctima de los abusos del Capadocio y de su omnímodo poder, defendía siempre a aquel hombre perverso... Sólo a la esposa y consorte del emperador, que estaba más atenta por su simpatía para con las víctimas de la injusticia, le parecía intolerable hacer la vista gorda ante la destrucción del estado... Es evidente, pues, que el emperador, hombre bueno, aunque lento a la hora de contrarrestar el mal, se hallaba inmerso en una situación muy embarazosa (De mag., 111, 69; según la trad. ingl. de Maas, John Lydus, 95).
También Procopio echa la culpa a los ministros de Justiniano, pero, al relatar la caída de Juan de Capadocia, tampoco se libran de sus críticas ni Justiniano ni Teodora, a la que se tacha de vengativa y manipuladora (BP, 1, 25; Historia arcana, XVII, 38 ss.).[219] Efectivamente, Justiniano fue siempre inconstante, sobre todo en el trato deparado a sus ministros y generales; curiosamente, sin embargo, fue capaz de mantener la marcha del gobierno. Sólo la perspectiva que da el distanciamiento nos permite ver que los cambios que habían empezado a producirse en el mundo mediterráneo habrían de aliarse a las gigantescas dimensiones de su proyecto para impedir que los éxitos militares cosechados fueran duraderos. La paz con Persia se compró a un altísimo precio y no duraría mucho; además no tardarían en entrar en Italia (568) y los Balcanes nuevos invasores: lombardos, hunos, avaros y eslavos. El Norte de África siguió siendo provincia bizantina, y además conoció una gran prosperidad; de Italia, en cambio, se perdería muy pronto una buena parte, que pasaría a manos del reino subromano de los lombardos, y el control de Bizancio quedaría restringido al exarcado de Ravena y al ducado de Roma, que facilitaría el desarrollo del papado sobre una base territorial muy fuerte.[220] Por otra parte, la zona costera ganada a raíz de la expedición enviada a España en 552 al mando del anciano patricio Liberio, con el fin de prestar ayuda a Atanagildo, pretendiente al trono visigodo, se mantuvo en poder de Bizancio hasta 624, encargándose su defensa a un magister militum nombrado por Constantinopla.[221]
Así pues, si exceptuamos el Norte de África, el resultado de la supuesta reconquista de las provincias occidentales fue en último término que el imperio de Oriente volvió a ganar y retuvo en sus manos una parte menor de Italia y una porción aún más pequeña de España durante el período inmediatamente sucesivo, justo mientras fueron tomando forma los primeros reinos medievales de Occidente. Esto solo constituía ya de por sí un gran logro, pero no suponía la restauración del imperio romano, que acaso fuera la meta a la que aspiraba Justiniano. En Italia, las consecuencias de las guerras góticas fueron sumamente destructivas. En virtud de un decreto denominado Pragmática Sanción se llegó a un compromiso semejante al que se firmara veinte años atrás en el Norte de África. Pero ya el papa Pelagio I (556-561) se lamenta en sus cartas de que la agricultura había quedado totalmente destrozada; la aristocracia senatorial había visto su fortuna peligrosamente socavada, cuando no completamente arruinada, teniendo muchos de sus miembros que refugiarse en Oriente; el propio senado desapareció como tal institución; y muchas ciudades, entre ellas la propia Roma, pasaron muchas calamidades mientras duraron las hostilidades.[222] Aunque a menudo suele despreciarse la capacidad de recuperación de Italia[223] —especialmente Ravena parece dar muestras de un crecimiento y una vitalidad extraordinarios—, estaban ya produciéndose de forma latente profundas transformaciones en la estructura urbana, en la organización de los municipios y en la tipología de los nuevos asentamientos rústicos. Hacia 580 el futuro papa Gregorio I pasó algún tiempo en Constantinopla, donde entabló excelentes relaciones con la familia del emperador Mauricio y los senatoriales italianos refugiados en la capital de Oriente, relaciones que se mantuvieron después que ocupó el solio papal, según ponen de manifiesto sus cartas. No obstante, como señala T. S. Brown, este círculo fue una de las principales víctimas de los ataques perpetrados contra los partidarios de Mauricio por el usurpador Focas (602-610) y con su desaparición se rompieron muchas de las valiosas conexiones existentes entre Constantinopla e Italia. Otro factor que contribuyó a la dificultad de las relaciones con Constantinopla fue la oposición de la Iglesia romana al decreto de los Tres Capítulos y al V concilio ecuménico de 553-554. Dicho enfrentamiento habría de continuar en el futuro: también durante el siglo VII, Roma capitaneó la oposición a la política imperial que pretendía imponer el monotelismo, y atrajo a su postura a los obispos africanos y orientales que habían acudido al Sínodo Laterano, que condenó dicha política en 649. La Iglesia africana estaba asimismo en contra de Constantinopla, y durante todo este período encontró en Roma a su aliado más natural.[224] Además, la Iglesia italiana salió ganando no sólo en el terreno de la economía, sino también en otros muchos con los cambios políticos acontecidos a finales del siglo VI, siguiendo de hecho los pasos de la antigua aristocracia senatorial y adquiriendo una enorme riqueza e influencia política.[225] Así pues, la política eclesiástica de Justiniano, por mucho que, al igual que un siglo más tarde hiciera la difamada formulación monotelita, tuviera por objeto la tarea casi imposible de alcanzar la unidad entre las iglesias de Oriente y Occidente, en la práctica supuso un obstáculo fundamental en las relaciones de Bizancio con Roma y contribuyó de hecho al incremento del poderío de la Iglesia romana.
Al estudiar las consecuencias de la política de reconquista en las distintas provincias y en el imperio en su conjunto, debemos tener bien presentes tres factores: en primer lugar, por supuesto, los efectos inmediatos de la guerra y de los consiguientes ajustes en los terrenos administrativo, económico y militar; en segundo lugar, la enérgica intervención por parte de Justiniano en la política religiosa, que, al menos por lo que respecta a las provincias occidentales, impidió definitivamente el proceso de reunificación; y en tercer lugar, el panorama de constante transformación en las ciudades y en el campo, que resulta perceptible en todas las regiones durante este período (véase el capítulo 7). En cuanto a las provincias de Oriente, las guerras con Persia se reanudaron a la muerte de Justiniano; además, en muchos lugares los testimonios arqueológicos ponen de manifiesto durante la segunda mitad del siglo vi el inicio de un período de decadencia, unas veces achacable a razones de orden local, y otras fruto de la reducción de las inversiones procedentes de la capital (véase el capítulo 8). Tampoco en esta parte del imperio el infortunado Justiniano logró reconciliar las diversas tendencias religiosas existentes; de hecho, fueron sus infructuosos intentos por conseguir la reconciliación los que produjeron la separación de las iglesias orientales a raíz del V concilio ecuménico. Hacia 540, al tiempo que los monofisitas desterrados hallaban cobijo en el palacio imperial de Constantinopla, cierto Jacob Bar'adai era nombrado obispo de Edesa y obtenía permiso para ordenar sacerdotes monofisitas, paso decisivo que supuso la creación de una doble jerarquía en Oriente, sobre todo en Siria y Mesopotamia, y que permitió el desarrollo de la Iglesia jacobita, así llamada precisamente por el susodicho Jacob Bar'adai.[226]