Problemas religiosos
Los violentos sucesos de Constantinopla del año 400 tenían, sin embargo, otra faceta, pues Gainas y sus soldados eran arríanos y habían pedido permiso para edificar una iglesia arriana, a lo que se oponía, por supuesto, el obispo de la ciudad, san Juan Crisóstomo. Los ánimos se enconaron aún más cuando fueron quemados vivos cuatrocientos godos que se habían refugiado en una iglesia ortodoxa (Zós., V,19). Las diferencias religiosas contribuyeron así a agravar las tensiones que se vivían en Constantinopla; por otra parte, el hecho de que Alarico y sus visigodos fueran cristianos y, pese a ello, no hubieran tenido empacho alguno en saquear Roma en 410 venía a incrementar las dificultades de ciertos autores cristianos —por ejemplo, san Agustín— a la hora de explicar cómo había podido permitir Dios que se produjera el saco de la cristianísima urbe.[10]
A mediados del siglo V, mientras Occidente seguía siendo víctima de los sucesivos ataques y asentamientos de los bárbaros (véase el capítulo 2) y Oriente se veía amenazado por los hunos, esta última región tenía además otros motivos de preocupación. A Arcadio le sucedió en el trono su hijo Teodosio II (408-450), que contaba tan sólo siete años de edad cuando murió su padre. El largo reinado de Teodosio II supuso un período de estabilidad y consolidación, durante el cual la corte imperial se caracterizó por un ambiente de extremada piedad, a instancias sobre todo de Pulquería, la más resuelta de sus tres hermanas, que fue nombrada Augusta y regente en 414. Pulquería eligió a la que había de ser esposa de Teodosio, Eudocia, joven de aficiones intelectuales, llamada en su infancia Atenaide y, al parecer, ateniense de orígenes paganos, que fue seleccionada por medio de un concurso de belleza realizado únicamente para el emperador: como cabía esperar, las relaciones entre las dos mujeres fueron muy tormentosas. En cualquier caso, también Eudocia ejerció una enorme influencia sobre la Iglesia oriental, sobre todo a través del patrocinio que ejerció durante sus visitas a Tierra Santa.[11] De esta época son el concilio de Éfeso (431), en el que se reconoció oficialmente a la Virgen María como Madre de Dios (en griego Theotókos, literalmente «La que ha engendrado, la que ha parido a Dios»), y el de Calcedonia (451), en el que se proclamó la doctrina ortodoxa que afirma la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo. Los dos constituyen sendos hitos en la historia de la Iglesia, y representan además un estadio fundamental en la resolución de las complejas consecuencias que trajo consigo el credo acordado en el I concilio ecuménico de Nicea (325). También al reinado de Teodosio II debemos el Código Teodosiano, compilación de todas las constituciones imperiales promulgadas desde los tiempos de Constantino, que constituye nuestra principal fuente para el conocimiento del derecho romano durante el Bajo Imperio. Puede que Teodosio fuera débil e influenciable, como dan a entender sus contemporáneos («el más manso de los hombres que pisan la faz de la tierra», según Sócrates, HE, VII,42), pero su reinado fue importantísimo por cuanto confirió un carácter especialmente civil al gobierno de Oriente de los siglos V y VI. No en vano tanto Sócrates como Sozómeno, autores de la continuación de la Historiade la Iglesia de Eusebio, llevada a cabo en Constantinopla durante la cuarta década del siglo V, eran juristas.
Pero no en todos los campos las cosas resultaron tan sencillas. En 403 las desavenencias existentes entre el obispo, Juan Crisóstomo, y la emperatriz Eudocia —caracteres ambos sumamente fogosos y deslenguados— provocaron la destitución del patriarca en el denominado Sínodo de la Encina y, tras su regreso y una ulterior supuesta afrenta, su segundo destierro al año siguiente.[12] Al igual que la de los acontecimientos del año 400, también esta fue una historia muy dramática: el Sábado Santo, tras ser condenado Juan y cuando estaba a punto de producirse el bautismo de tres mil nuevos cristianos, la ceremonia fue interrumpida bruscamente por los soldados; la noche misma en que el obispo depuesto salía de Constantinopla, se declaró un misterioso incendio en la iglesia de Santa Sofía que destruyó el palacio del Senado y muchas de las estatuas clásicas en él contenidas; los paganos echaron la culpa de la catástrofe a los partidarios de Juan, muchos de los cuales se negaron a tomar la comunión de manos del nuevo obispo. Juan contaba con poderosos enemigos aparte de la emperatriz, entre los que destacaban el sirio Severiano de Gabala y Teófilo de Alejandría, que estaba en contra del apoyo prestado por Juan a los Hermanos Altos (Makrof), grupo de monjes que habían abandonado Egipto huyendo de las actividades desarrolladas por Teófilo contra Orígenes; lo que más dio que hablar, sin embargo, fue un sermón de san Juan Crisóstomo en el que comparaba a Eudocia con Herodías y Jezabel; más tarde la emperatriz volvió a sentirse ofendida por otra prédica suya en la que denostaba los vicios de las mujeres. Aunque Juan contaba entre sus seguidores con varias damas ricas e influyentes, entre las que destacaba la diaconisa Olimpíade, no tuvo el menor reparo en lanzar a menudo sus invectivas contra las joyas y el lujoso atavío de las señoras acomodadas. Las fuerzas que se ocultaban realmente tras su condena —declarada ilícita en Occidente por un sínodo convocado por el papa Inocencio I— debieron de ser múltiples y variadas, pero no cabe duda de que las rencillas personales y las actividades de determinados individuos desempeñaron en todo el asunto un papel primordial.
Sin abandonar el contexto religioso podemos ver un apasionamiento semejante en los sucesos acaecidos en Alejandría, bastión del paganismo y sede de la principal escuela filosófica griega después de la de Atenas. En esta ciudad, las medidas más agresivas en favor del cristianismo adoptadas por Teodosio I habían conducido en 391 al incendio del famoso Serapeon (templo del dios egipcio Serapis) a manos de una caterva de monjes fanáticos; pues bien, más tarde la actitud igualmente agresiva del patriarca de la ciudad, Cirilo, elevó la tensión emocional a tales cotas que los judíos alejandrinos llevaron a cabo una matanza de cristianos que se habían congregado al enterarse de que había sido incendiada su iglesia. En 415, en cambio, fueron unos cristianos fanáticos los culpables del linchamiento de la filósofa neoplatónica Hipatia, maestra de Sinesio:
La arrojaron de su carreta y se la llevaron a la iglesia llamada del Cesareon, donde la despojaron de sus vestiduras y la lapidaron. Luego de descuartizarla, se llevaron sus miembros mutilados a un lugar llamado Cinarón y allí los quemaron. Todo este asunto supuso grande oprobio no sólo para Cirilo [a la sazón obispo de Alejandría], sino también para toda la iglesia de Alejandría. Y eso que nada se halla más lejos del espíritu cristiano que las matanzas, las luchas y demás actos violentos (Sócrates, HE, VII, 15, según la traducción de Stevenson, Creeds ).
Es indudable que Alejandría era propensa a sufrir estallidos de violencia como estos, pero lo cierto es que en cada ciudad se daba una peculiar mezcla de religiones, de suerte que, atizados por el fanatismo de algunos monjes y de determinados cabecillas religiosos, los disturbios fueron haciéndose cada vez más frecuentes durante los siglos V y VI a medida que fue incrementándose la población urbana en muchas de las ciudades de Oriente.[13]