Los concilios de Éfeso y Calcedonia
También los dos grandes concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451) deben ser contemplados dentro de este contexto. El estudioso moderno no tiene el menor empacho en pasarlos por alto y considerarlos un acontecimiento absolutamente baladí, pero lo cierto es que suscitaron unas pasiones semejantes a las que pudieran provocar hoy día cualquier asunto político y, como es habitual en estos casos, también ellos se vieron afectados por rivalidades de tipo personal, social y local. Ambos concilios se incluyen entre los siete denominados «ecuménicos» que reconoce la Iglesia de Oriente, serie que comienza con el concilio de Nicea convocado por Constantino en 325 y que concluye con el II concilio de Nicea de 787. No obstante, se celebraron otros muchos, unos de carácter local y restringido, y otros, no menos frecuentes, a los que, por los motivos que fuesen, no se les reconoció un carácter vinculante para toda la Iglesia. A medida que ésta iba haciéndose cada vez más influyente e iba arraigando más y más en la sociedad, las discrepancias entre las grandes sedes episcopales e incluso entre determinados obispos menores podían conducir, a nivel político, a cismas de primer orden con importantes repercusiones a largo plazo. Tal fue concretamente el caso del concilio de Calcedonia, pues buena parte de la Iglesia oriental, sobre todo en Siria y Egipto, se negó a aceptar sus decisiones, llegando incluso a instituir su propia jerarquía eclesiástica durante el reinado de Justiniano, y este factor tendría serias repercusiones para la seguridad del imperio.[14] Desde el punto de vista del estado, el apoyo del imperio a la Iglesia requería una clara comprensión de lo que ésta era en cuanto institución, y desde luego no era compatible con las disputas y las divisiones entre el clero. Lo que no está tan claro es si los obispos estaban tan comprometidos como el estado con la unidad de la Iglesia, pero desde luego para ellos tenían una importancia capital todas las cuestiones relacionadas con la organización de la Iglesia y con la autoridad de las distintas sedes episcopales; por eso son tantos los concilios y sínodos de esta época que se ocuparon fundamentalmente de este tipo de asuntos, así como de otras cuestiones de orden interno de la Iglesia. En cuanto a la materia doctrinal en sí, pese a la gran cantidad de concilios convocados y el nivel alcanzado por la controversia, las disensiones no se atenuaron; la verdad es que los propios concilios podían llegar incluso a exacerbar las tensiones y a agravar las diferencias existentes al polarizar aún más las divergencias y obligar a los distintos grupos a definir sus posturas con mayor exactitud. El resultado final de tan largo proceso fue el cisma cada vez mayor que se abrió entre el imperio bizantino en Oriente y el papado en Occidente, sobre todo a partir del año 800;[15] en cualquier caso, el imperio de Oriente se hallaba ya profundamente dividido en el siglo V por el conflicto que suscitaba la relación existente entre las dos naturalezas divina y humana de Jesucristo, cuestión que, a la larga, no supo dirimir el concilio de Calcedonia, del mismo modo que el concilio de Nicea no había sabido resolver de una vez para siempre el problema de la relación existente entre el Padre y el Hijo.
Los cristianos no es que poseyeran una ortodoxia original a partir de la cual fueran desviándose posteriormente una serie de opiniones diversas («herejías»), sino que desde el principio habían interpretado su fe de distintas maneras. En cualquier caso, el hecho de contar con el apoyo imperial y el papel público asumido por la Iglesia institucional dieron una dimensión completamente nueva a todo ese proceso; lo que hasta entonces había sido un mero desacuerdo se convertía ahora en herejía, no sólo merecedora de la condena más severa, sino digna también de un castigo impuesto por el estado. El término griego «herejía» significaba en principio simplemente «elección, preferencia, opción»; pero lo que ocurrió es que cada grupo de cristianos calificó de herejías a las preferencias u opciones de los demás, y así, a finales del siglo IV, el obispo Epifanio de Salamina de Chipre compuso un Panárion o lista de «remedios» (es decir, de argumentos, según la metáfora médica) contra cerca de ochenta «herejías» a las que cabía poner algún tipo de objeción. Los concilios de Éfeso y Calcedonia llevaron más allá ese intento de alcanzar una definición que fuera vinculante para toda la Iglesia; ambos sínodos se celebraron en un clima de encarnizada rivalidad. Una vez más, los personalismos tuvieron un papel preponderante; antes de que se celebrara el concilio de Éfeso y en el transcurso del mismo, la personalidad más destacada fue la de Cirilo, sobrino de Teófilo y obispo de Alejandría desde 412, líder formidable y durísimo. Nestorio, monje oriundo de Antioquía y obispo de Constantinopla desde 428, era un individuo apasionado, pero sumamente torpe comparado con el astuto Cirilo. La cuestión a determinar era si Cristo tenía dos naturalezas y, en caso afirmativo, cómo era así; los monofisitas sostenían que tenía tan sólo una naturaleza divina, mientras que Nestorio y con él los «nestorianos» hacían hincapié en su naturaleza humana. Se discutieron acaloradamente las repercusiones del título «Madre de Dios» que se aplicó a María. Pero había otras muchas cuestiones en juego y tras esas discrepancias se ocultaba también la antigua rivalidad entre la interpretación más literal del cristianismo, habitualmente asociada con Antioquía, y la postura tradicional de Alejandría. Después de muchas réplicas y contrarréplicas, de muchas maniobras de la autoridad imperial, de mucha táctica «a quien más pueda» y, en último término, gracias a la intervención de los partidarios egipcios de Cirilo, fue éste quien se llevó el gato al agua y quien consiguió la destitución de Nestorio, pese a contar éste con la ventaja táctica inicial de ser obispo de Constantinopla.
Los delegados de Roma apoyaron a Cirilo y en 451, durante los preliminares del concilio de Calcedonia, al que precedió en 449 un II concilio de Efeso, el papa León I (440-461) intervino enérgicamente y envió una larga epístola dogmática al patriarca de Constantinopla (denominada Tomo a Flaviano), en la que defendía la doble naturaleza de Jesús, pero en la que también ponía en entredicho la legalidad de la reciente condena de cierto Eutiques, que la había negado. A todo esto, el partido de Dióscoro, sucesor de Cirilo en la diócesis de Alejandría, logró dar un vuelco a la situación, tras lo cual León convocó un segundo concilio, llamando al anterior el «Latrocinio de Éfeso». En el ínterin murió Teodosio II, siendo sucedido por Marciano, viejo militar al que Pulquería había tomado por esposo. La declaración final del concilio de Calcedonia fue firmada por 452 obispos y en ella se condenaba a Nestorio y a Eutiques, adoptando una vía intermedia basada en los argumentos de Cirilo y en los del papa León a un tiempo: según ha señalado recientemente un crítico, no fue fácil llegar a un acuerdo y se hizo preciso «realizar una ardua labor de filigrana lingüística».[16] La fórmula acordada en Calcedonia es importantísima y, aunque no acabara con los problemas suscitados por los monofisitas de Oriente en particular, que se negaron a aceptarla, ha sido y sigue siendo fundamental tanto para la Iglesia de Oriente como para la de Occidente. Venía a desarrollar y clarificar el credo de Nicea —según el cual Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo—, proclamando además que Cristo fue siempre desde la Encarnación enteramente Dios y enteramente Hombre: «para ser reconocido en sus dos naturalezas, sin que se confundan, alteren, dividan, ni separen» (Stevenson, Creeds, pp. 337 y passim).
Esta definición no logró poner fin a las disputas teológicas (que en realidad persisten aún hoy día); supuso, sin embargo, el rechazo de las posturas nestoriana y monofisita, que fueron consideradas inadmisibles y condenadas oficialmente. El concilio dictó también una serie de disposiciones que afectaban a diversas cuestiones prácticas relacionadas con el orden y la disciplina eclesiástica, entre ellas los sucesivos matrimonios contraídos por las vírgenes consagradas, pero sobre todo a la autoridad episcopal, estableciendo además que los obispos de cada diócesis debían celebrar reuniones formales dos veces al año (cánones de Calcedonia: Stevenson, Creeds, pp. 324-333). No olvidemos que seguía en vigor la decisión tomada en el concilio de Constantinopla (381) que concedía un estatus de superioridad al obispado de Constantinopla, otorgándole jurisdicción sobre las diócesis del Ponto, Asia y Tracia, medida que el papa León intentó anular inmediatamente en una carta remitida a la emperatriz Pulquería (Ep., 105,2; Stevenson, Creeds, pp. 342-344).
Durante el siglo V Occidente había estado absorto en sus propias controversias doctrinales, relacionadas sobre todo con las enseñanzas del monje británico Pelagio en torno al libre albedrío, contra las cuales libró san Agustín durante años una enconada lucha; mientras tanto, en el Norte de África el concilio de Cartago de 411 volvía a condenar un cisma local, el de los donatistas, y reforzaba la ortodoxia católica con nuevas medidas de fuerza.[17] Pero en Oriente los emperadores León, Zenón y Anastasio tuvieron que proseguir su lucha contra las secuelas del concilio de Calcedonia, cuyas conclusiones se negaban a admitir los monofisitas. Encabezando sus posturas se levantaron una serie de enérgicos defensores, todos ellos de nombre bien curioso: Timoteo Eluro («el Gato») en Alejandría, Pedro el Batanero en Antioquía y Pedro Mongo.[18] En un comunicado del emperador Zenón, el denominado Henotikón («Unificador») de 481, dirigido a la iglesia rebelde de Egipto, éste intentaba suavizar las diferencias entre los monofisitas y los que admitían las resoluciones de Calcedonia, pero lo único que consiguió fue ganarse el antagonismo de Roma, que respondió inmediatamente excomulgando a los consejeros de Zenón, Acacio, patriarca de Constantinopla, y Pedro Mongo, patriarca de Alejandría. En la propia Constantinopla las opiniones estaban divididas, y teniendo en cuenta que Basilisco, que usurpó el trono de Zenón durante un breve período de tiempo (475-476), prestó su apoyo a la causa de los monofisitas, cabe pensar que el breve de Zenón respondía también a objetivos políticos y no sólo religiosos. Su sucesor, Anastasio (491-518), intentó al principio seguir una línea intermedia, pero acabó poniéndose claramente a favor de los monofisitas, destituyendo de la cátedra de Antioquía al moderado Flaviano y poniendo en su lugar a Severo, monofisita radical (512). Las disputas religiosas constituían a menudo el punto de arranque —o cuando menos el acompañamiento— de las salvajes revueltas que a partir de este momento se convirtieron en el rasgo más característico de las ciudades orientales. En 493 fueron arrastradas por las calles de Constantinopla las estatuas de Anastasio y su esposa, y siempre durante este reinado se produjeron graves disturbios cuando el emperador propuso añadir una cláusula monofisita a las palabras de la liturgia de Santa Sofía:
Congregándose los habitantes de la ciudad, promovieron una violenta sublevación so pretexto de que se habían añadido elementos extraños a la fe cristiana. En el palacio se produjo un alboroto tal que el prefecto de la ciudad, Platón, hubo de refugiarse en él, salir huyendo y esconderse de la furia del pueblo. Los sublevados empezaron a entonar cánticos pidiendo «Un nuevo emperador para el estado romano», y de esta guisa fueron hasta la residencia del anterior prefecto, Marino el Sirio; al no encontrarlo en ella, incendiaron su casa y saquearon todas sus pertenencias... En la casa hallaron a un monje oriental y, tras prenderlo, lo mataron, paseando luego su cabeza por las calles clavada en un palo entre cánticos que decían: «Mirad al enemigo de la Trinidad». Corrieron luego a casa de Juliana, mujer patricia de ilustrísimo rango, y se pusieron a vitorear a su esposo, Aerobindo, pidiendo que se convirtiera en emperador del estado romano (Juan Malalas, Crónica , según la trad. ingl. de Jeffreys, p. 228).
Debemos considerar, pues, el siglo V como una época en la que, no sin gran esfuerzo, fueron elaborándose muchos de los dogmas de la fe cristiana en un ambiente dominado por un compromiso cada vez mayor del emperador con los asuntos eclesiásticos y, desde luego, por el incremento del poder y la riqueza de la Iglesia. El problema que planteaba la forma en que debían afrontarse las diversas posturas que existían entre los cristianos y el apasionamiento con que las defendían, no constituía, como tiende a considerarse hoy día, una mera cuestión eclesiástica, sino que era el primer asunto al que había de atender la administración imperial.