Capítulo 80

«¡SÓLO he empezado!», se dijo Temujin mientras, sentado en su caballo, esperaba el amanecer.

Los exhaustos khanes dormían en sus tiendas. Temujin estaba completamente solo. Hasta los caballos y todas las bestias dormían inmóviles.

Miró hacia el este. El cielo mostraba un pálido y luminoso plateado, una palpitante palidez. Pero a lo largo de sus bajos bordes, el frágil fuego de la aurora asomaba. El desierto yacía en purpúreo misterio y silencio. Las distantes montañas seguían negras como la noche, pero sus cumbres más altas flameaban de oro y escarlata. El viento perpetuo embestía como torrentes de agua sobre el mundo, soplando sobre el rostro de Temujin.

Ya no sonreía con su acostumbrado cinismo. El rojo cabello caía sobre sus hombros. Tenía en los ojos una profunda sombra, y su expresión era fija y sombría. Descansaba las manos sobre el pescuezo de su blanco semental, que permanecía como una estatuta. Sólo su nevada crin se ondulaba al viento.

Temujin miró hacia el este, donde estaban los imperios de Catay. Luego hacia el oeste, hacia las provincias musulmanas y los reinos. Y más allá de ellos, hacia Europa, sumida en las nieblas de lo desconocido, pero que él tenía que conquistar.

Miró el mundo. Un incontenible alborozo lo embargó repentinamente y su espíritu pareció expandirse, crecer, tan grande como la eternidad. Levantó el puño, manteniéndolo rígido en el aire. Las aletas de su nariz se dilataron en su rostro bronceado. Sus ojos echaban chispas como el reflejo de una conflagración y la sombra de un fuego misterioso cayó sobre su rostro. Había algo horrendo, algo terrible en su aspecto. Asia dormía apaciblemente, pero su emperador, su destructor, su constructor y devastador, permanecía solo, con el puño levantado y un semblante aterrador, cara a cara con Dios y la muerte.

-¡Sólo he empezado! -dijo en voz alta.

Entonces tuvo la sensación de una terrible presencia, de algún ojo insomne, de alguna siniestra consideración. Luego, elevando los ojos, contempló la esplendorosa inmensidad del cielo y todo su espíritu se inundó de triunfo y desafío, de furia y júbilo salvaje.

-¡Tengo el mundo! -exclamó, y su voz resonó como la nota de una trompeta en el silencio-. ¡Yo, Gengis Khan, soy el mundo!

Sólo el silencio le respondió, desdeñoso e inquietante.

Sólo el silencio de Dios respondió... El sol asomó por encima del quebrado horizonte y cayó con una luz sangrienta sobre el rostro y la figura de Gengis Khan. Y de repente, a su alrededor, surgió una horda espectral. Las sombras del pasado y las sombras del futuro, las sombras de los enemigos de los hombres se detuvieron a su alrededor, silenciosas y feroces, viendo sin ser vistas.

Y los ojos de Dios lo vieron todo. Y el silencio de Dios envolvió el universo. Y el espíritu de Dios pareció flotar sobre la tierra, invencible, conquistando y siempre victorioso.