Capítulo 39

SIGUIÓ al eunuco fuera del aposento por los recovecos de los pasillos hasta una amplia escalera blanca. Subieron al piso de arriba y el eunuco se detuvo ante una entrada y apartó las cortinas.

Temujin entró en un elegante y aún más lujoso aposento que el asignado a él. Preciosidades chinas, persas y turcas decoraban la enorme habitación. Jarrones, lámparas de plata, mesas talladas, figurillas, paneles de seda pintados, alfombras con flecos, canapés, columnas, cofres y espejos de plata aparecían en confusa profusión. En el centro de la habitación, una fuente en forma de dragón hecha de una piedra preciosa color verde lanzaba agua perfumada de su boca. En el agua flotaban nenúfares blancos. Las paredes estaban cubiertas con exquisitos azulejos de colores brillantes y dibujos decadentes, de líneas y formas intrincadas. En un pedestal de mármol había un encabritado caballo de bronce. En otros pedestales se erguían figurillas de cerámica de antiguos reyes persas, exquisitamente pintadas y barnizadas. Aunque a primera vista había sobreabundancia de color, forma y complejidad en los dibujos de las pinturas, los azulejos, las cortinas y las alfombras, así como una atestada profusión de cerámicas, bronces, marfil y plata, el efecto de conjunto era magnífico en su decadente elegancia persa. Tan brillantes e incisivos eran los numerosos colores, tan encantadores los tintes de los esmaltes y tan lustroso el brillo de los azulejos y las alfombras, que la habitación parecía estar formada de joyas. El drapeado de las cortinas al final del aposento permitía atisbar los colores del jardín, el cielo y el estanque. En un taburete se erguía un enorme buda sonriente, de jade rosado, de cuyos labios brotaba una lenta espiral de humo de incienso.

Temujin parpadeó ante toda esta brillantez que resplandecía y centelleaba en sus ojos. Entonces vio que dos personas lo esperaban reclinadas en un amplio diván de seda. Un hombre joven de gran elegancia, de rostro oscuro, largo y sutil, y una dama con velo. Temujin la reconoció instantáneamente. Era la provocativa dama de la litera escarlata. Olvidó al hombre y, sonriendo, centró su atención en la mujer, que inclinó la cabeza echando su transparente velo más sobre sus facciones. Hizo un movimiento como para levantarse e irse, pero el joven la detuvo poniendo una mano sobre su blanco hombro. Él observaba a Temujin con amable languidez moviendo la mano en dirección a otro diván próximo.

-¡Salud!, mi señor -dijo en voz baja y dulce, con ligera ironía-. Me complace darte la bienvenida a la espera de mi padre, el khan, quien ruega que le excuses por un momento. Es anciano y está demasiado fatigado después de una larga audiencia con los enviados del califa de Bojara.

Temujin se sentó con un veloz movimiento y lanzó una inquisitiva mirada a Taliph. Los dos jóvenes se observaron en silencio y con leve sonrisa. Uno, el elegante e instruido hombre de la ciudad; el otro, el bárbaro viril del desierto y las estepas. Temujin pensó: «Habla como un hombre, pero tiene el alma de una mujer. ¡La más peligrosa combinación!». Y Taliph pensó: «Tiene los ojos verdes de una serpiente y el cuerpo de un rey persa. Pero, ¡por Alá, cómo huele!».

Temujin dijo:

-Espero que el khan venga pronto, estoy ansioso por ver a mi padre adoptivo otra vez.

Taliph replicó con filial pesadumbre:

-Él se fatiga demasiado en favor de otros.

Ambos sonrieron y se comprendieron muy bien.

Durante este tiempo, la dama había estado atisbando con decoro pero lascivamente a Temujin. Sus pestañas se agitaron cuando él volvió sus ojos hacia ella y se sonrojó como con un apremiante contacto físico. Pero sus rosados labios, vislumbrados apenas a través del velo, se entreabrieron, mostrando el vivo destello de sus blancos dientes.

Taliph golpeó sus manos delicadamente y una esclava entró con un cubo de plata lleno de agua fresca en la que flotaba una jarra de vino especiado. Los dos jóvenes bebieron lentamente. La dama tomó un abanico de plumas de avestruz y empezó a abanicar a Taliph con lánguidos movimientos de su enjoyada mano. Las plumas, por momentos, medio ocultaban su rostro y a través de las varillas lanzaba sugerentes miradas a Temujin, que había empezado a mirarla osadamente.

Taliph dejó a un lado su vaso, sonriendo a su huésped.

-He oído hablar mucho de tu valor y sabiduría, mi señor -dijo-. Yo sólo soy un poeta y no sé nada de proezas militares, pero me agrada escucharlas. Tienes reputación de gran sagacidad y genio para la organización. Todos hablan con entusiasmo de tus muchos éxitos. ¿No quieres contarme cómo has podido hacer tanto en tan poco tiempo?

Temujin sonrió con sarcasmo y sus ojos se tornaron del color de inocentes turquesas.

-Procedo siempre bajo la premisa de que los hombres son estúpidos -respondió con voz firme, en marcado contraste con los tonos melosos de Taliph.

Taliph pareció divertido. Observaba a Temujin con una respetuosa admiración sólo parcialmente afectada.

-¿Pero nunca encuentras hombres que no sean estúpidos?

-Sí. Pero esos hombres son líderes y por tanto trabajo con ellos, no contra ellos, cuando sirve a mis propósitos. Pero siempre recuerdo que los hombres son estúpidos y sólo difieren en grados. Hasta ahora no he tenido que corregir mi opinión ni he sufrido reveses por juzgar equivocadamente.

Taliph suspiró levemente.

-Me agradaría estar en desacuerdo contigo, pero la experiencia me dice que tienes mucha razón. Mi padre no siempre es tan sabio. A veces cree que su oponente tiene tanta inteligencia como él.

Y esta vez miró directa e irónicamente a Temujin, que sonrió lentamente, captando la indirecta. Taliph sonrió también, mordiéndose el labio en un vano esfuerzo por impedirlo. Ambos se miraron a los ojos y de repente rompieron a reír ruidosamente, de nuevo comprendiéndose.

Bebieron otra copa de vino. Taliph sacudió la cabeza como en cínica negación mientras lo hacía. Preguntó con voz a la vez franca y afable:

-Los hombres como tú desean siempre algo agotador, mi señor. ¿Qué es lo que deseas tú?

Temujin compuso una expresión de juvenil inocencia.

-¿Yo? Sólo amo el orden y la paz, mi señor. Soy el servidor, tanto como el hijo, de vuestro padre. Vivo sólo para servir a hombres como él.

Taliph apretó los labios y sacudió la cabeza con pesarosa sonrisa.

-¡Oh! Pensé que nos comprendíamos y creí que serías sincero conmigo.

Pero Temujin nuevamente inclinó la cabeza entornando los ojos y sonriendo.

-Soy sólo un soldado, mi señor -dijo-. Y los soldados son notoriamente adictos y estúpidos.

Taliph estaba asombrado. Entre sus amigos sólo encontraba inteligencias decadentes, afectación de mundano cinismo y desilusión. Había descubierto en Temujin un intelecto superior a cualquier otro que hubiera conocido antes, y un sarcasmo e ironía que no eran afectados, sino que tenían su raíz en la realidad y su comprensión.

-¡Oh, vosotros los militares! Vuestra lealtad a los que os pagan es notable. Servís a vuestros amos con una fidelidad que debe venir más del corazón que del bolsillo.

Temujin hizo una mueca divertido.

-Hablas como si la fidelidad del soldado a su empleador fuera algo vergonzoso. Yo, personalmente, pienso que no es así. Creo que es el signo de la superioridad del soldado sobre los demás hombres. La fidelidad por cariño o idealismo es una tontería, porque se basa en lo que no existe. El dinero es siempre la primera y la última realidad, la roca en que un hombre puede construir su casa y defenderla.

Taliph cloqueó sardónicamente.

-¡Qué realista eres, mi señor Temujin! ¿Y crees verdaderamente en la superioridad del militar?

Temujin no sonreía ya. Observaba a Taliph con ceño.

-Sí. Con frecuencia he dicho que los hombres son incapaces de pensar y razonar. Cualquier felicidad que sientan es sólo la de un animal que come bien y excreta, que odia feroz y brevemente, y cuya naturaleza se compone de simple ferocidad y deseos de lucha. La vida lo ha destinado a ser sólo un instrumento militar, y si lo consigue es completamente feliz, porque tiene todas las oportunidades de satisfacer las demandas de su inherente naturaleza. Y así, siendo él mismo, constituye una perfecta herramienta en manos de su amo y es un ser superior a los hombres que languidecen en el modelo de sujeción en que se han confinado estúpidamente a sí mismos.

Taliph escuchaba atentamente. ¡Aquel bárbaro se expresaba como un poeta o un filósofo! Recordaba haber oído decir a su padre que Temujin era analfabeto, pero sin embargo, hablaba como un hombre de gran estudio. ¡Verdaderamente las estepas eran una notable escuela!

Curvó su delgada mano como oscura ala de pájaro sobre su boca para ocultar su sorpresa. Por encima de ella observó a Temujin con intensa atención y cierta turbación. El abanico de plumas de avestruz lanzaba alternadas formas de luz y sombra a su elegante rostro. La fuente cantaba suavemente en una cordial quietud. Los ojos negros de la dama brillaban sobre Temujin con una especie de fascinada lascivia y adoración.

Por último Taliph dejó caer la mano y sonrió abiertamente.

-¡Tienes poco cariño por tus compañeros, mi señor! No te acuso. Con todo, los filósofos, con toda la amargura de sus palabras, nos exhortan a la caridad y la mansedumbre. Temo que no seas filósofo. Pero ¿crees en algo?

-En mí mismo. -La voz de Temujin sonó tranquila y fuerte.

Taliph enarcó una ceja sarcásticamente, aunque Temujin no había evidenciado ni arrogancia ni egolatría. Era como alguien que ha establecido una verdad evidente, por sí mismo, simplemente y a la vista.

-Creo también en la fuerza -añadió tras un momento-. Los argumentos y la filosofía son débiles armas en la batalla. La espada no interroga ni responde a nadie. Todos los hombres comprenden la espada, pero sus oídos son como los de los burros: sordos a las palabras.

Taliph suspiró. Levantó la mano y la dejó caer con un gesto de sutil ironía.

-Temo que me despreciarás, Temujin. Yo creo en la palabra. Creo que al final conquistará a la espada. Creo en la mansedumbre y la filosofía. Creo en la belleza.

Temujin estalló en risas y se golpeó el muslo con la mano.

-¡Acabas de acusarme de denostar a mis compañeros, mi señor! -exclamó-. ¿Tornas ahora tu acusación contra ti?

Taliph palideció, sintiendo la afrenta. Entonces, como nunca se mentía a sí mismo, de repente se sonrojó. Empezó a sonreír y luego rió sin reserva. Los ojos le centelleaban y el cuerpo delgado se sacudía con la risa. La dama reía también haciendo tintinear las campanillas, aunque no había comprendido nada de lo que había oído.

Por último, exhausto por la risa, Taliph dijo:

-Temo que eres demasiado para mí, Temujin. Eres desconcertantemente perspicaz. Además, sospecho que eres un poeta también, por mucho que repudies la poesía.

Temujin, complacido con la apreciación de aquel hombre de ciudad, estaba dispuesto a ser bondadoso y complaciente.

-No, no soy poeta, mi señor. Pero me encanta la poesía. ¿Me harás el honor de recitarme alguna de las tuyas?

Taliph estaba también complacido. Había estado escribiendo poesía toda la mañana, poesía sólo ligeramente evocadora de Omar Khayyam. Extendió su larga mano enjoyada y tomó un manuscrito de la mesa que tenía a su lado.

-Éste es un fragmento de una especie de Rubaiyat, Temujin -dijo suspirando delicadamente-. Es una expresión de aburrimiento y cansancio, de resignación ante la desesperación. Me desagrada infligírtelo a ti, pero tú tienes una fresca perspectiva y tal vez puedas decirme dónde está el error.

La dama, bien aleccionada en lo que tenía que hacer, cogió de la mesa un pequeño instrumento musical y rasgueó las cuerdas, que emitieron un melancólico sonido que palpitó en el aire perfumado como un suspiro. Taliph se reclinó en los almohadones y empezó a recitar suave y sentidamente:

Oh, con vino mi desfallecida vida proveer

y lavar mi carne, de la que el alma ha muerto,

y tenderme amortajado con el vino de la vida

a la sombra del pie de una montaña.

¡Ay!, ¡los dioses que durante tanto tiempo he amado

han hecho en mi honor mucho daño,

han apagado mi espíritu en una copa brillante

y vendido mi saber al mercado de la plebe!

La música temblaba en melancólico silencio. La voz de Taliph se apagó llena de melodiosa tristeza. Hizo una larga pausa antes de mirar a Temujin, esperando su comentario. Pero lo embargó el desconcierto y la cólera al ver que Temujin sonreía sarcástica y abiertamente. Su enojo se inflamó hasta la ira fría cuando Temujin empezó a aplaudir con abierta ironía.

-¡Siempre me han agradado esos versos! -exclamó-. Pero creo que eran algo diferentes. ¿Puedo repetírtelos, mi señor?

Taliph palideció más que la cera.

Temujin, aún sonriendo con sarcasmo, hizo un gesto a la dama, que hizo brotar de las cuerdas una melodía más ligera. El mongol se enderezó en su asiento y recitó:

Oh, con la vid mi desfalleciente vida proveer,

y lavar el cuerpo donde la vida ha muerto,

y tenderme amortajado en el follaje viviente,

en el rincón de algún frecuentado jardin.

Realmente los ídolos que tanto tiempo he amado

han hecho a mi crédito en este mundo mucho mal,

han ahogado mi gloria en una frívola copa

y vendido mi nombre por una canción.

Taliph quedó pasmado. Sus labios entreabiertos le daban una expresión idiota. Había vivido suficiente tiempo como para no sorprenderse demasiado ante cualquier cosa, pero en ese momento estaba completamente perplejo. Pensó que debía de estar soñando. Incrédulo, rehusaba creer que ese bárbaro analfabeto acabara de recitar los versos del refinado y decadente poeta persa Omar Khayyam. Ese bárbaro, con su basta casaca de lana y sus botas de piel de ciervo, el rostro bronceado y los ojos de esmeralda. ¡Con sus deslumbrantes dientes de animal, su olor y virilidad de bestia! Era una pesadilla, un grotesco sueño del que tenía que despertar, boqueando y riendo. Sólo podía mirar a Temujin boquiabierto con toda su elegancia casi absurda, con las manos flácidas en los costados.

Temujin se regocijaba abiertamente de su triunfo. Hacía guiños a la dama, burlón, y ella se los devolvía con deleite.

Taliph profirió un ahogado murmullo, fonzando una sonrisa. Temujin le sonrió sin malicia.

-Ya ves, mi señor -dijo en un tono que Taliph pudo apenas soportar-, mi tío Kurelen es bien versado en poesía y filosofía. Puede recitar versos interminablemente. Omar Khayyam es uno de sus favoritos. Le he oído recitar el Rubaiyat entero muchas veces. Lo sé casi de memoria. Pero te felicito; se necesita un oído muy atento para descubrirlo en tus versos. Y debo admitir que lo has mejorado.

Taliph encontró esto más insoportable que lo anterior. Interiormente se retorcía. Las uñas pintadas se hincaban en la palma de sus suaves manos. Su sonrisa era la de un venenoso reptil. Nadie en el mundo se hubiera atrevido a desafiarlo. Por último se obligó a la risa, con desgana, irritado.

-¡Sin duda eres demasiado para mí, Temujin! -exclamó, afectando enjugarse lágrimas de alegría de sus ojos. Miraba a Temujin con expresión chispeante-. Y sin duda también te he subestimado. Acepta mis excusas.

Temujin rió, pero sus ojos ya no reflejaban ironía, porque comprendió que se había forjado un mortal enemigo que no se detendría ante nada para destruirlo.

Al principio se sintió desconcertado. Se dijo que era un tonto, pues hacía mucho que había aprendido que sólo los tontos o los hombres demasiado poderosos como para preocuparse hacían enemigos innecesarios. Pero el sabio Kurelen le había dicho con frecuencia: «Esfuérzate en hacer amigos, aunque sólo sea para traicionarlos mejor en el futuro». Y él se había hecho un enemigo innecesario donde podría haber hecho un amigo que no se le opusiera. No obstante, ¿qué podía temer de ese endeble hombre de ciudad? Podría retorcerle el pescuezo tan fácilmente como a un cordero.

Su rostro ancho y oscuro se tornó frío, lleno de arrogancia y desdén.

No tardó en retirarse, y lo hizo bruscamente, sin pedir permiso a su anfitrión. Taliph expresó de nuevo su agrado por la presencia de Temujin en palacio, prometiendo que mantendrían otras conversaciones. Pero el aire ya estaba lleno de veneno y el rostro de Taliph seguía aún pálido de la humillación.

Tan pronto como Temujin se hubo ido, el joven señor se dirigió a ver a su padre, quien acababa de despertar de su siesta.

-Padre -dijo Taliph con aire de pesarosa honestidad-, he hablado con tu bárbaro vasallo. Sólo tengo una cosa que decirte: es un animal peligroso y debe morir. Pero no inmediatamente. Debemos elegir el momento propicio.