Capítulo 65

CUANDO el largo séquito se detuvo en el campamento naimán, Jamuga no reconoció al principio a su distinguido visitante. Había visto a Taliph sólo una vez, hacía años. Pero sus recuerdos de un amable y bondadoso príncipe eran placenteros.

Se disculpó por la sencillez y austeridad del campamento, pero Taliph desechó sus disculpas con un elegante gesto.

-Te aseguro, Jamuga Sechen, que soy un hombre de gustos sencillos. Te sonríes, pero es así.

Sus buenas maneras, sonrisas afables y sus gestos aristocráticos ganaron a Jamuga, cuya experiencia entre caballeros era bien poca. Taliph admiró los tesoros de Jamuga, en verdad sorprendido de su buen gusto. Vio que Jamuga tenía delicadeza y refinamiento, y que era honesto y claro como el agua, sin desviaciones ni astucias. Eso le satisfizo en gran medida. Nadie era tan fácil de engañar como los hombres así.

-No he viajado mucho por las estepas -dijo con franqueza-. Pero encontrar un hombre civilizado entre salvajes y bárbaros es una rara sorpresa y un deleite.

Hablaba astutamente, consciente de que tales alabanzas eran miel y vino para Jamuga, a quien consideró vano y consentido por naturaleza, como la mayoría de los hombres tímidos y silenciosos. Tales hombres nada ansiaban tanto como ser tratados como iguales por los que secretamente envidiaban y admiraban.

Dijo a su anfitrión que iba camino de Bojara. Jamuga estaba encantado por la franca sencillez de tan grande príncipe. Su vanidad se confortó. Taliph no se daba aires, reía y conversaba como con un igual de nacimiento y posición. Jamuga, siempre receloso de las condescendencias, no encontró nada sospechoso. Su corazón se abrió. Conversaba con ansiedad y placer, sintiendo que algún duro cerrojo había sido sacado de su lengua. Y como la mayoría de los hombres de su clase, una vez el cerrojo fue sacado, habló de muchas cosas que hombres más experimentados se habrían reservado.

Esa noche se sentaron junto al fuego, comiendo y bebiendo. Yesi estaba sorprendida de las frecuentes y francas risas de Jamuga. Veía también que su esposo, que no era demasiado afecto al vino, bebía mucho. Por alguna razón estaba inquieta, con la inquietud de la mujer inocente e inexperimentada que sospecha algún peligro.

Deseaba estar cerca de Jamuga, medrosa de que él fuese indiscreto, aunque no sabía en qué podría serlo. Pero Taliph no le agradaba y algo se rebelaba en su tranquilo corazón cuando la mirada de él se posaba en ella como si fuera un perro u otro animal y no un ser humano. Cuando ella lo servía, él la observaba impaciente. Su presencia lo irritaba. Era evidente que la consideraba una esclava, de menos importancia que una mosca.

Su delgado cuerpo se estaba agrandando de nuevo con un hijo. Tenía el semblante pálido por el esfuerzo y el fastidio, pero se sentó resueltamente en un rincón de la tienda, con los ojos brillantes a la luz del fuego y las manos cruzadas y rígidas sobre las rodillas. Escuchaba con atención, humedeciéndose los labios, con un temor sin nombre.

No podía dejar de mirar a Taliph y su estrecho rostro elegante, de ojos sutiles y alegre sonrisa. Tenía puesto un fez rojo que le daba un aspecto astuto y de poco fiar. Su blusa era de la más fina seda blanca y de su cuello colgaba una cadena de oro. Los pantalones eran escarlata y en el cinto tenía una daga enjoyada. A intervalos tocaba su larga nariz con un pañuelo perfumado. Cuando movía los pies, sus botas de suave cuero rojo captaban la luz y centelleaban. Jamuga, sentado a su lado, con su abrigo de lana de rayas azules y blancas y los pantalones remetidos dentro de sus botas de cuero de ciervo, parecía tan sencillo y vulgar como la tierra. No usaba alhajas y sus manos estaban manchadas, pero su cabeza erguida se veía orgullosa y tranquila, con sus ojos azules como jacintos a la luz del fuego.

Nada podía ser más benigno ni más comprensivo que la expresión de Taliph mientras escuchaba a Jamuga hablándole de su paz, su agradable vida y las civilizadas costumbres de su pueblo. Pero Yesi veía cómo los negros ojos del visitante centelleaban y se evadían con sardónica diversión a pesar de todas sus sonrisas y asentimientos. A veces, por un brevísimo instante, contemplaba a Jamuga con el gesto del que observa a un loco.

Cuando Jamuga hubo terminado, Taliph guardó silencio por un momento. Parecía reflexionar y una expresión de grave pesar apareció en su semblante.

-Jamuga Sechen -dijo con voz triste-, muchos han tenido tu sueño, pero éste se deshizo en sangre y oscuridad, como se deshará el tuyo.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Jamuga.

Taliph suspiró y lo miró con aparente asombro.

-¿No lo sabes? Una guerra como el Gobi nunca ha visto está por estallar. Por lo menos, así he oído decir. Hay rumores de que la gente del este del lago Baikal se siente molesta por el creciente poder y la nueva confederación del Gobi y que atacarán inmediatamente, o que su propia codicia y ambición los forzará a dar el primer golpe. Sea como fuere, habrá un terrible conflicto. Entonces Temujin ordenará a todos sus khanes que se le unan en la lucha con todos sus hombres. -Se encogió de hombros lamentándose-. En el horror de la refriega, tu sueño de paz y felicidad en este valle morirá. Los clanes lucharán contra otros clanes, los hermanos contra sus hermanos, y los pueblos contra otros pueblos. Las regiones áridas y las estepas se desangrarán en una lucha fratricida. Multitudes perecerán y el terror asolará el Gobi. Quizá Temujin hará conquistas. Pero ¿de qué sirven las conquistas cuando los hombres han muerto? Y si conquistara, esto le aguzaría el ansia de nuevas conquistas, nuevas víctimas y nuevo poder.

Jamuga se quedó como una estatua, pálido e inmóvil. Sabía que Taliph decía la verdad y también que él había estado esperando esto. Había sido la ominosa tormenta en el horizonte de su tranquila y resplandeciente vida. Ahora era inminente. Palideció más aún.

Pensó en sus miles de contentos y satisfechos hombres que vivían en paz y camaradería. Pensó en sus esposas y niños, en los campos de maíz recién sembrados, en los ganados y las verdes praderas... Entonces fue sacudido por una terrible convulsión interior y el rostro se le cubrió de transpiración.

Exclamó agitado:

-¡No importa el motivo de la llamada, yo no sacrificaré a mi pueblo! ¡No tengo disputas con ningún hombre! No ayudaré a ninguno, no, ni siquiera a Temujin, a destruir y violar, a saquear y provocar desolación. ¡Él tiene una visión loca y mi pueblo no morirá por ella!

Se puso de pie.

-Siempre ha padecido esa locura -añadió-, esa insaciable sed de poder ilimitado. Está lleno de odio y codicia, y necesita víctimas para satisfacerlos. Nunca ha amado ni servido, ni deseado paz ni bondad. ¡En su corazón hay un fuego que incendiará el mundo y lo llenará de muerte! ¡Él es malvado y peligroso! Odia a todos los hombres y a todo ser viviente. Su felicidad es aplastar al impotente, robar sus ganados y sus bienes, y escuchar el llanto de sus mujeres. ¡El terror es su espada y la locura, su caballo!

Prorrumpió en terribles sollozos secos, y Yesi se llevó las manos a la boca para contener su propio llanto.

-¿Por qué ha mandado Dios este monstruo para afligir la tierra? -se lamentó Jamuga-. ¿Por qué no es derribado y aplastado?

Taliph escuchaba, plenamente satisfecho del efecto de sus palabras. Pero mostró el semblante sombrío, meneando la cabeza.

-No lo sé -dijo tristemente.

Jamuga guardó tembloroso silencio, mirando alrededor como si viese enemigos invisibles. Comenzó a hablar de nuevo con la voz quebrada de un hombre destrozado:

-Yo sólo he vivido para la paz y la felicidad, para el amor y la satisfacción. Mi pueblo no desea nada más que el pan que come y las esposas y los niños a salvo en sus tiendas. ¿Qué han hecho ellos para ser tan perjudicados? -Hizo una pausa y luego exclamó-: ¡Ellos no morirán por este loco! ¡No lo ayudarán a saquear, arruinar y asesinar! ¡Los llevaré lejos de este lugar...!

Entonces el artero Taliph dijo:

-Pero a menudo los hombres luchan por la paz y la seguridad. ¿Vacilarías tú en unirte a los que rescatarán a la gente del yugo de Temujin?

Jamuga enmudeció, pero sus ojos febriles quedaron fijos en el semblante de Taliph.

Éste continuó suavemente:

-¿No hay batallas que vale la pena librar?

Los labios de Jamuga temblaron; parecía un hombre atacado de parálisis.

Taliph añadió:

-Él debe ser detenido. Ahora o nunca. La historia de los tiranos es la historia de los pusilánimes que no se atreven a hacerles frente.

Jamuga habló en voz baja y desmayada:

-Me llevaré a mi pueblo. Pero si somos atacados, entonces lucharemos.

-¿Solos? ¿Por qué no unirse a aquellos que desafían a Temujin? Ésa es tu seguridad. ¿Qué puedes hacer tú solo contra él?

-He dicho que nos marchamos. Lucharemos sólo si nos atacan.

Taliph frunció los labios con menosprecio.

-¡Un gesto inútil y de sacrificio! Él os destruirá a todos en una hora.

Entonces Jamuga estalló:

-¡Sois vosotros los que lo habéis alimentado! ¡Vosotros lo habéis envalentonado, ayudado y auxiliado por vuestras propias ganancias! ¡Le habéis permitido el saqueo y el pillaje partiendo el botín con él, a cambio de que protegiese vuestras caravanas y tesoros! Cuando él conquistaba pueblos débiles, os encogíais de hombros creyendo que cuanto más aniquilara y absorbiera, más seguros estaríais.

»Él es nuestro amigo, el guardián de nuestros intereses, decíais. Y ahora, con vuestra ayuda, él ha aumentado su poder. El perro que guardaba vuestras puertas ahora amenaza vuestras casas. ¡Ahora lo veo claro! ¡Él ha lanzado su sombra de odio y conquista dentro de vuestras ciudades! ¡Está ante vuestras murallas!

»¡Pues vuestra es la culpa! ¡Sois vosotros los que habéis abierto la jaula dejando salir al monstruo!

Taliph, alarmado ante el semblante y las palabras de Jamuga, se puso de pie. Miraba los indómitos y brillantes ojos de Jamuga. Apretó los labios. Luego dijo:

-Y si tienes razón, entonces ¿qué? ¿Le permitiremos continuar, aun cuando tontamente lo auxiliamos? Es tarde para los reproches. Es hora de tomar una decisión. La bestia que dejamos en libertad está empeñada en la destrucción del mundo. Aun cuando la equivocación fue nuestra, la lucha debe ser de todos.

Jamuga inclinó la cabeza sobre su pecho y gruñó.

-¡Pero mi pobre pueblo no tiene la culpa! -exclamó.

Taliph colocó una mano en su hombro con gesto de conmiseración.

-Los inocentes siempre podrán consolarse en su falta de culpa. Es tarde para los reproches. Nosotros hemos sido culpables de un gran error. Ahora debes ayudarnos a arreglarlo, para restaurar y proteger la paz del mundo. Nosotros debemos lavar nuestra codicia, nuestra cortedad de miras y nuestra negligencia. Y pedimos la sangre de los inocentes en este sacrificio universal. -Añadió sombrío-: Si no luchamos, todos perderemos, culpables e inocentes, nosotros hemos creado al monstruo. ¿Ves qué franco soy? Pero el monstruo te amenaza a ti tanto como a nosotros. Tuya es la elección: te unirás a nosotros para derrotarlo o te unirás a él para colaborar en el fin del mundo.

Continuó:

-Un hombre tonto liberó un tigre. El tigre marcha devorando. Devorará a los sabios tanto como a los tontos, ahora que está libre. ¿Es sabiduría, por parte de los sabios, decir: «Nosotros no liberamos este tigre»? El hecho queda: el tigre está suelto y destruirá vuestra ciudad tanto como la nuestra. Tu sabiduría no suavizará su ferocidad.

Jamuga no respondió.

-Ayúdanos a destruir al tigre -insistió Taliph.

Las facciones de Jamuga se marchitaron en la llama de su angustia, pero miró a Taliph de frente.

-Te ayudaré -dijo.

Taliph sonrió y le tendió la mano.

-Eres tan bravo como sabio -dijo.

Jamuga miró la mano y se estremeció.

-¡Tu mano es tan culpable como la de él! -repuso-. No quiero ninguna de las dos.

De repente pareció abrumado por una terrible tristeza que Taliph no podía comprender.