Capítulo 7
CUANDO KURELEN despertó, se dio cuenta de que había tenido durante largo rato conciencia de movimiento a su alrededor y que ese movimiento había cesado de repente. Se dio cuenta también de que había sufrido mucho y de que el tormento que estaba soportando ahora no era nada comparado con lo que ya había soportado. Pero esas certezas eran débiles resplandores de conciencia después de la oscuridad de la que estaba emergiendo lenta y dolorosamente.
Yacía con los ojos cerrados. Oía un seco siseo acompañado por un gemido sombrío y un temblor espasmódico. A éstos los reconocía oscuramente. Eran nieve, arena y viento. Pensó que había llegado el invierno y que estaban en el camino. De pronto abrió los ojos bruscamente. El pasado y el presente le embistieron en una vorágine de aturdimiento y reajuste. Instantáneamente, mientras abría los ojos, la conciencia del tormento, el lapso de tiempo y la oscuridad inconsciente se hizo más aguda y más insoportable.
Se encontró acostado en su cama, cubierto con gruesas capas de piel y rústico fieltro. La tienda estaba colmada de oscuridad y del olor a humo de estiércol que salía del sofocante brasero, colocado en el centro. Vio los indefinidos contornos de sus apreciados cofres y taburetes chinos tallados. Vio el pálido resplandor de las pinturas en sedas chinas de las paredes de la tienda. Vio el destello de las cimitarras turcas colgando entre ondulantes estandartes. Pero la confusión lo dominaba aún y se preguntaba tristemente si estaba todavía absorbido en las medio olvidadas pesadillas de sus dolientes sueños. Todo estaba muy quieto a su alrededor, pero oía los distantes gritos de los hombres de la tribu, los irritados relinchos de los camellos y caballos, los mugidos del ganado y los balidos de las ovejas fuera, en el crepúsculo. Oía los crujidos y ruidos sordos de las tiendas, movidas a mejores posiciones para el campamento de la noche, las maldiciones de los hombres, las voces insultantes de las mujeres y los chillidos de los niños. Todos eran viejos ruidos familiares que se deslizaban rápidamente a su sitio en medio de su aturdimiento. El viento atronador, asaltando la tienda, el siseo de la mezcla de nieve y arena sobre sus negras paredes de fieltro eran familiares también y le decían con exactitud lo que acontecía y aproximadamente la posición de la horda.
Intentó moverse, pero se hundió de inmediato en aguda agonía. Su brazo derecho estaba vendado con tiras de fieltro y sostenido junto a su costado. Su cuerpo entero gritaba de ansiedad y dolores abrumadores. La cabeza parecía volarle en torturados fragmentos. Luces encarnadas acribillaban sus ojos. El asombro se traslucía en sus gruñidos tanto como el dolor. Y entonces recordaba la noche en que había intentado salvar la vida del monje budista, y jadeaba audiblemente en su desgracia y congoja.
Oyó un leve ruido próximo a él y lentamente, con angustia, volvió la cabeza. Agazapada a su lado, entre las sombras, estaba la acurrucada forma de una mujer. El corazón le dio un débil vuelco.
-¡Houlun! -murmuró.
La forma se movió de nuevo inclinándose hacia él. Entonces vio que no era Houlun, su amada hermana, sino otra mujer. El fuego de estiércol se avivó y por su lánguido resplandor pudo ver que era la muchacha que Yesugei le había entregado generosamente en aquella lejana noche. Vio sus enormes ojos negros con una orla de espesas pestañas, la redondez de su barbilla oscura y pálida, su boca diminuta. Ella le sonrió colocando la mano sobre su frente. En este movimiento de su cuerpo y su ropa, exhaló un acre olor de cálida feminidad y juventud sin lavar, como la tierra en la fecunda primavera. Por alguna razón Kurelen sintió náuseas y distendió las aletas de la nariz.
-¿Cómo te llamas, muchacha? -preguntó.
-Chassa -respondió tímidamente.
Kurelen no era sarcástico con los simples o los inocentes y se cuidaba de ofenderlos. En consecuencia, aunque el exuberante hedor de la mujer le repugnó en su debilidad, sonrió a la causante de la náusea.
-¿He estado así mucho tiempo, Chassa?
-Sí, señor, mucho tiempo. Tres lunas han venido y se han ido, y hemos andado lejos en nuestro camino desde que te trajeron a tu tienda. -Y añadió-: Estuviste muy herido, señor.
-Así lo imagino -dijo Kurelen benévolo, respingando la nariz por el dolor que le causaba hablar. Los ruidos de fuera aumentaban. Kurelen se sintió repentinamente abrumado por el olor, el humo y el calor-. Abre la cortina -dijo.
La muchacha obedeció y el oscuro viento del invierno se coló haciendo llamear el brasero hasta ponerse carmesí y forzando a salir el humo en forma de espectrales espirales grises. La abertura era un rectángulo de oscura luz azul, en la oscuridad, sacudiéndose con la nieve. Muy débilmente, a una mortecina luz azul llena de nieve, pudo discernir los borrosos contornos de los hombres mientras pasaban y volvían a pasar por la abertura de la tienda. El aire tenía algo raro, puro y estéril como si hubiera soplado de las transfiguradas montañas de la helada luna, y Kurelen se esforzaba en respirarlo profundamente. Chassa, agazapada al lado de la cortina, lo miraba por encima del hombro, paciente y ansiosa. Plumas de nieve se juntaban en el suelo de la tienda, cerca de la cortina, o se escurrían hacia el interior como polillas blancas.
De repente la tienda se sacudió. La gente de Yesugei estaba en marcha otra vez, decidiendo moverse un poco más. Fuera los gritos se redoblaron. Las columnas de madera crujían forzadas. El ganado se lamentaba. Las pesadas ruedas de madera chirriaban sobre la nieve y el hielo. El viento aumentó su furia y Kurelen fue mecido en su lecho, entornando los ojos de dolor y mordiéndose el labio. La muchacha cerró la cortina y volvió a su lado. El fuego de estiércol ardía humeando y crepitaba lanzando chispas doradas.
Kurelen abrió de nuevo los ojos. Sonrió benévolo a Chassa.
-¿Ha estado conmigo mi hermana Houlun? -preguntó.
-¡Oh, sí, señor! Cuando yo dormía, ella estaba a tu lado con el pequeño.
-¡Oh! -La palidez mortal de Kurelen fue reemplazada por un indefinido contento.
-Y el chamán, señor..., él estuvo con frecuencia con vos, con sus hechizos y conjuros.
Kurelen rompió a reír con risa débil. La sangre corrió dolorosamente por sus venas con la involuntaria convulsión. Pero se sintió mejor. Ya podía pensar en las cosas. Con precaución analizó sus heridas y reflexionó que solamente una excelente asistencia habría conseguido salvarle su vida. Chassa se inclinaba sobre Kurelen con ansiedad, y cuando él fijó sus penetrantes ojos en su rostro infantil, se sonrojó, desviando la cabeza. Él le tomó la mano febrilmente.
-Yo no merezco tus esfuerzos, Chassa -dijo. Pero se sonreía interiormente, divertido porque no creía en ese pueril sentimiento. Sin embargo, rara vez daña decir o hacer lo que se espera de uno. La vida se hace así más agradable para el mentiroso y el engañado.
La muchacha estaba agobiada de confusión y alegría. Miraba a Kurelen con su inocente alma reflejada en sus ojos. Entonces algo extraño le sucedió a él: se sintió levemente avergonzado.
Las demás tiendas crujieron alrededor de la de Kurelen, amontonándose porque hacían otro alto en el camino, y el griterío se renovó. Chassa abrió la entrada y se asomó para descubrir la causa. La noche se había cerrado en un negro e impenetrable caos, en el que las antorchas eran finas y ondulantes líneas rojas, iluminando sólo cercanos rostros oscuros, el húmedo costado de un animal o la entrada de una tienda. Chassa preguntó a un hombre por la causa de la detención y él respondió ásperamente que la horda hacía un alto para pernoctar. La tormenta hacía peligroso continuar en ese país de quebrados cráteres, blandamente rellenados con la nieve y mostrando sólo los bordes de dientes negros para prevenir al viajero errante.
De nuevo el oscuro torbellino de aire se llenó con el ruido de los hombres y las bestias preparándose para el campamento nocturno. Chassa agregó otra palada de estiércol al fuego y lo sopló. El fuego refulgió en sus ojos, y Kurelen observó que éstos eran los ojos de un tímido animal salvaje. La pupila era un fiero punto latente en indómito esplendor. En cuclillas junto al fuego, había ahuecado las manos sobre la boca para concentrar la respiración. Su enredado cabello caía sobre las mejillas y las cejas. Alguien llamó a la entrada y cuando Chassa fue a responder, el corazón de Kurelen palpitó expectante. Pero no fue Houlun quien entró, sino el chamán, inclinando la cabeza con su caperuza puntiaguda. Estaba envuelto en pieles y parecía un oso erguido sobre sus patas traseras. Se aproximó al lecho de Kurelen y cuando vio que el enfermo estaba consciente, sonrió burlonamente. Kurelen gesticuló divertido.
-Ya lo ves, Kokchu, tus conjuros no me han matado, después de todo.
El chamán, sonriendo aún, no respondió. Se sentó en el suelo, junto al lecho. Los dos hombres se observaron en silencio. Finalmente, Kokchu habló con burlona solicitud.
-A mi pesar, soy un curandero y tú eres la prueba. Pasarán muchos días, sin embargo, antes de que tu cura sea completa. Descansa y no pienses en nada. -Y añadió inclinándose hacia él-: ¿Tienes aún muchos dolores?
-Los dolores -respondió Kurelen deliberadamente sentencioso- son el precio del conocimiento.
De nuevo se observaron con ironía.
-¿Cómo está mi sobrino? -preguntó-. ¿Los espíritus le fueron propicios?
Kokchu elevó los ojos pía y solemnemente hacia el redondo techo de la tienda.
-Puedo asegurarte que sí -dijo con gravedad.
Kurelen pestañeó.
-Debes de sentirte complacido -dijo, mordiéndose la lengua por la puerilidad de sus palabras.
Pero Kokchu simplemente inclinó la cabeza con seriedad. Vaciló. Kurelen no vio hostilidad en su gesto, pero de repente descubrió soledad. La soledad de Kokchu fue instantáneamente tan punzante como la suya propia. Tenía la misma fragancia, la misma presencia. Por un momento sintió compasión, seguida por un curioso odio, como si se odiara a sí mismo. Supo que sus conjeturas eran correctas porque las subsiguientes palabras de Kokchu lo confirmaron:
-Tú y yo, Kurelen, somos hombres de entendimiento. Somos hombres entre animales. Podríamos reír juntos.
-Pero tú me negarías el placer de reírme de ti -repuso Kurelen.
-De ningún modo. Tú puedes reírte de todo lo mío. Sólo te pido que lo hagas en secreto.
-¿También de tu simulación?
Kokchu apretó los labios y pareció mirar a Kurelen al mismo tiempo sorprendido y desilusionado. Se inclinó sobre él dando un tirón a la ropa sobre su pecho.
-Mira, Kurelen, tú has vivido en Catay, donde hay hombres. Pero éstos son sólo bestias. ¿Por qué no buscas objetos de más valor para tus burlas? -Su voz era desdeñosa y sus ojos estaban llenos de menosprecio.
Kurelen lo miró. Entonces, sus cetrinas y encogidas facciones se cubrieron de mortificación. Quedó mudo. El chamán se puso en pie y sacudió sus pieles y ropas de fieltro, melindroso. Miró a Chassa, que permanecía acuclillada al lado del fuego. La muchacha miró por encima del hombro y devolvió la mirada al cura con los ojos, la humildad y el temor de un perro. Kokchu tomó unas hebras de su largo cabello y las enroscó en sus dedos como uno ondularía el cabello de un niño.
-Te has portado bien con tu señor, Chassa -dijo con voz generosa.
Y se marchó de la tienda. Al irse dejó un extraño vacío, como si alguna esencia o algún poder hubiera sido quitado del aire. Kurelen cerró los ojos. Ardía de ira y humillación. Cuando Chassa se aproximó a él, ofreciéndole tímidamente una escudilla de leche de burra caliente, rehusó con la mano y sacudió la cabeza.
Debió de haberse dormido, porque cuando abrió los ojos de nuevo descubrió que Chassa se había ido y que era Houlun quien estaba sentada a su lado, inmóvil y vigilante, con la caperuza caída sobre sus hombros y el brillante cabello cayendo como negro cristal retorcido alrededor de su hermoso rostro. Sus suaves ojos grises sonreían. Se había lavado la cara y él percibió la fragancia de la esencia con que el agua templada había sido perfumada. Cuando Houlun vio que Kurelen estaba despierto, se inclinó sobre él y apoyó su templada mejilla contra la suya por un momento. El corazón de Kurelen pareció precipitarse hacia el punto en que ella lo había tocado, palpitando ahí loca y dolorosamente.
-¡Oh, Houlun! -murmuró débilmente. Le tomó la mano y la sostuvo contra su pecho.
Ella sintió los rápidos latidos de su corazón bajo la palma de su mano. Le sonrió dulcemente.
-Es una gran cosa para ti que yo haya dado un hijo a mi esposo, así he podido convencerlo con mis ruegos -dijo.
Kurelen vio que el bulto de pieles que tenía al lado era el hijo de su hermana.
Houlun continuó:
-Él creía que tú ibas a quitarle la vida, y me costó muchos días persuadirlo de lo contrario. ¡Oh, Kurelen, debes tener cuidado!
-¿Qué le dijiste, Houlun?
Ella rió levemente. Su rostro resplandecía como una perla en la incierta luz del fuego.
-¡Le dije que era imposible! Que tú no tenías coraje ni para matar a una mosca.
Rieron. Repentinamente, la tienda pareció cálida y llena como si la alegría y el conocimiento hubieran penetrado en ella.
-Pero debes tener cuidado, hermano mío -repitió Houlun-. La próxima vez puedo fracasar. Pero me temo que nunca aprenderás a retener tu lengua.
Tomó el bulto, que había empezado a emitir chillidos de protesta. Cuando Kurelen miró al niño, después de que Huolun lo hubo cuidadosamente desenvuelto, se dio cuenta de cuánto tiempo había estado enfermo. El bebé había crecido y tenía un brillo de obstinación en sus grandes ojos grises. Aunque tenía menos de tres meses, luchaba por levantarse en los brazos de su madre. Su cabello rojizo era un enredo de oro sobre su cabeza redonda y sus labios eran granates. Houlun lo acostó al lado de Kurelen y el bebé y el hombre se observaron con intensa solemnidad. La expresión de Kurelen cambió de repente. Pareció incómodo y cerró los ojos.
-Retíralo -dijo sonriendo a medias-. Los ojos de los niños ven demasiado.
Houlun levantó al niño. Expuso la luna llena de su pecho y el infante comenzó a mamar sonoramente. Ella se inclinó sobre él. La luz del fuego delineaba sus figuras y el rostro de Houlun quedó oculto por el cabello que caía. Kurelen se sintió testigo del misterio de la vida y la fuerza que parece rodear a una madre y su bebé. La paz de aquella escena ejerció en él el efecto del agua fría sobre la carne ardiendo.
Después Houlun le informó de que ella vivía en relativa tranquilidad. Yesugei rara vez la importunaba con sus exigencias, porque estaba absorbido por su segunda esposa, la muchacha keraíta. Ella estaba ya por ser madre y el chamán había presagiado otro varón. Pero Houlun había rehusado tenerla en su propia tienda, como era costumbre con las esposas. Yesugei, recordó Kurelen, le profesaba un temor reverente a Houlun. Ésta solía ser la forma de las cosas entre los simples y los imperiosos.
De nuevo el niño fue acostado al lado de Kurelen y otra vez los dos se miraron con intensidad. Entonces los perros empezaron a ladrar frenéticamente. Kurelen vio que el niño se encogía con el ruido. Rompió a sollozar. El temor se reflejaba en los ojos grises del niño, abiertos y atentos en la tenue luz.
-Teme a los perros -dijo Houlun sonriendo-. Se aferra a mis brazos cuando los oye ladrar.
Pero Kurelen no la escuchaba. Estaba absorto en algo terrible e inhumano que estaba vislumbrando detrás de los ojos del niño y que no incumbía al ladrar de los perros.