Capítulo 29

MIENTRAS cabalgaban de regreso al campamento, hacia el pequeño río Tungel, donde estaban acampados los mongoles qiyat, Temujin pensó con placer en su joven esposa, Bortei, a la que retornaba ahora. Recordó que no había pensado en ella ni una sola vez durante su permanencia con el khan Toghrul. La hermosa Azara, a quien no había visto desde la noche de su desesperado consejo, había ocupado sus deseos y deslumbrado sus sentidos. Cuando trajo su semblante a su visión íntima, le pareció que estaba recordando un sueño del paraíso por el que debería esforzarse toda su vida por alcanzar.

Había algo más que mera codicia en su deseo por ella. Ella era la gloria con la que todos los hombres sueñan, una gloria mayor que el cuerpo de una mujer. Él había mirado en sus ojos y visto esplendor, ternura y comprensión. Nunca podría olvidarla y algún día sería suya. Al mismo tiempo, ella era la luna excelsa que viajaba en luz de plata sobre las oscuras rocas y cuevas donde él tenía su existencia cotidiana. Y en estas cuevas y en la sombra de esas escolleras, él podría vivir confortable y afectuosamente con Bortei. En su mente, las dos mujeres nunca se acercaban. Eran criaturas distintas, una del cielo y la otra de la tierra.

Sólo tenía que acelerar sus planes, antes que Azara fuera dada en matrimonio al califa de Bojara. Pensó: «Ella es la consorte de mi corazón y mi alma, y nada puede separarnos». De Bortei pensó: «Ella es la consorte de mi cuerpo, la madre de mis hijos y el solaz de mi lecho».

Cuanto más se aproximaba a Bortei, más satisfecho se sentía. Era como un hombre que regresaba a un templado hogar después de un largo viaje a lugares gloriosos que nunca podría olvidar. Con todo, el recuerdo de Azara pendía en sus pensamientos como un dulce perfume, embriagador y estimulante.

Cabalgaban con rapidez hacia el hogar por la tierra llana del desierto, donde los quebrados pilares rojos se sostenían al lado de sus negras sombras caídas en la fundida luz. El viento abrasaba la tez de los jóvenes, que se protegían con las capuchas sobre las cabezas y frentes. Alrededor de los bocados de los frenos se amontonaba la espuma, y los caballos jadeaban de calor. Divisaron el resplandor amarillo del pequeño río a distancia y apresuraron el paso. Husmeaban en dirección al flanco de una roca roja desmenuzada y proferían exclamaciones en voz alta para avisar a los suyos de su llegada. Divisaron las negras tiendas, agrupadas cerca del río. Los perros lanzaban fuertes ladridos para saludarlos.

Temujin refrenó su caballo, lanzando una exclamación a sus compañeros. Éstos sujetaron también sus caballos parándose en rígido e inmóvil silencio, clavando la mirada en la pequeña aldea de tiendas de campaña en el bajo valle. Todo estaba en profundo silencio en el resplandor amargo y amplificador del cambiante sol, a excepción de los ladridos de los perros, que tenían un fino y metálico sonido. Pero no había movimiento en la aldea, ni signos de caballos o rebaños, ni niños corriendo, ni mujeres, ni fuegos de campaña. Era como si toda vida, excepto los perros, hubiera desaparecido. Divisaban las tiendas en las lagunas color tinta de sus sombras. Divisaban el vacilante y perezoso resplandor dorado del río. Divisaban las colinas color escarlata y los verdes arbustos del desierto sobre la tierra amarillenta, pero nada más.

Temujin, con un grito violento, fustigó su caballo y el animal brincó como si fuera a elevarse en el aire. El joven galopó hacia la aldea. Lo siguieron sus compañeros gritando de angustia y aprensión. Detrás de ellos corrían los perros ladrando y mordiendo las patas de los caballos.

En una nube de polvo caliente, Temujin se precipitó al centro de la aldea, desmontó y se encaminó hacia las tiendas de su madre, su tío y su esposa. Nadie salió a su encuentro. Todas las tiendas estaban abiertas, sacudiéndose al ardiente viento. A medida que se aproximaba a las tiendas de su familia, oyó gemidos y sollozos. Saltó sobre la plataforma de la tienda de Houlun y entró.

Kurelen yacía inconsciente sobre su canapé con el semblante como una máscara mortuoria. Próxima a él estaba Houlun en cuclillas, ceñuda y silenciosa, con el rostro no menos pálido. Lavaba el rostro y el pecho deformado de su hermano. Toda su atención estaba fija en él como si su vida pendiese de un hilo. En el suelo y a su lado, se acurrucaba Chassa, dos viejas sirvientas y tres o cuatro mujeres más jóvenes con sus niños en brazos. Gemían mientras se mecían sobre sus nalgas. Al otro lado del canapé estaba de pie el chamán, con el rostro oscuro, la mirada fija y los brazos cruzados sobre el pecho. Sólo él levantó la vista cuando entró Temujin y sus ojos resplandecieron con una luz maligna.

-Era hora de que regresaras -dijo con voz lúgubre-. Pero ya no te valdrá de nada.

Temujin palideció. Se acercó a su madre y le tocó un hombro, pero ella no lo miró. Su corazón estaba en sus ojos mientras lavaba y atendía a Kurelen. No tenía conciencia de otra cosa. Su hijo la sacudió, primero suavemente y luego con brusquedad. Aún sin recibir respuesta de la ensimismada mujer, se volvió con ansiedad hacia el chamán, que sonreía perversamente.

-¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está mi esposa? ¿Dónde está mi pueblo?

Sus compañeros, que acababan de llegar, se detuvieron fuera sobre la plataforma, tratando de ver lo que sucedía dentro.

Kokchu sonrió con la malicia del odio.

-Al segundo día de haberte ido, vinieron los merkitas, los bárbaros del mundo blanco helado. Nuestros guerreros trataron de defender la horda. Todos, menos seis, fueron muertos y estos seis huyeron para salvar sus vidas. Entre ellos estaba Belgutei. Los merkitas tomaron muchas mujeres y niños. -Hizo una pausa y sus ojos se hicieron malignos mientras estudiaban a Temujin-. Entraron en la tienda de tu esposa Bortei y la tomaron. Kurelen intentó defenderla. Uno de los merkitas lo hirió en el hombro con su lanza y lo dejó por muerto. -Se encogió de hombros-. Les supliqué que dejaran a Bortei, pero me respondieron gritando que ellos eran hombres del clan de tu madre Houlun, que fue robada a su esposo. Y ahora, dijeron, la darían como esclava a un pariente del primer esposo de tu madre, como recompensa y venganza. Se llevaron también nuestro ganado y a la madre de Belgutei.

Mientras el chamán hablaba, Temujin palideció hasta parecer que toda la sangre había abandonado su cuerpo. Se mantuvo erguido sin moverse, aunque Chepe Noyon, Subodai y Jamuga lanzaban exclamaciones de pena y desesperación y corrieron hasta las otras tiendas, buscando en vano a sus madres y hermanas. Con todo, aunque el tiempo pasaba en la caliente lobreguez de la tienda, llena con los gemidos de las desdichadas mujeres y niños, Temujin no se movía. Tenía la cabeza inclinada y su rostro, más blanco que la nieve. El chamán lo observaba sonriendo oscuramente con su perverso triunfo, deleitado, aun en este desastre para su pueblo, de que Temujin estuviese tan herido.

«¿Qué estás pensando, arrogante soñador? -pensó con malicia-. ¿No te sientes derrotado, tú jactancioso, tú Kha Khan, tú emperador de todos los hombres? Me satisface verte reducido a esto, cazador cazado! ¡Has fracasado, porque ninguno de los hombres del khan Toghrul está contigo y no tienes a nadie, sólo a estas miserables mujeres y tus hambrientos mendigos que se llaman a sí mismos tus héroes! ¿Dónde irás ahora, perro salvaje? Cada hombre está en contra tuyo y antes de que caiga la noche tu cuerpo será carnaza para los buitres.»

Entonces, lentamente, como oyendo estos virulentos pensamientos, Temujin levantó la cabeza fijando sus terribles ojos en el chamán. Kokchu retrocedió presa de un vago terror, como si fuera atacado por una terrible bestia. Pero la voz de Temujin sonó tranquila cuando habló:

-Pero tú, Kokchu, sigues vivo.

El chamán tembló. Entreabrió los labios, pero pasaron unos momentos antes de que pudiera responder, y entonces sólo débilmente:

-Yo no soy un guerrero. Sólo soy un sacerdote.

Temujin hizo una mueca y dijo:

-Ya. Es verdad que cuando los hombres buenos mueren, el sacerdote vive.

Kokchu retrocedió otro paso. Se humedeció los labios, pero no pudo hablar otra vez.

Kurelen, inmóvil en su canapé, movió la cabeza con un débil quejido. Temujin se inclinó colocando su mano sobre la frente de su tío. La transpiración caliente lo sobrecogió. Houlun, como dándose cuenta por primera vez de la presencia de su hijo, lo miró con los ojos hundidos, llenos de angustia. Profirió una exclamación ahogada y rompió a llorar. Recostó la cabeza en él, abandonándose a su pena. Su largo cabello negro cayó sobre su rostro.

Temujin fijó su atención en los contraídos párpados de su tío.

-Kurelen -llamó en voz apremiante-. ¡Kurelen, soy yo, Temujin, y voy a vengarte! -Kurelen se agitó de nuevo, como si en lo profundo de su cuerpo moribundo hubiera oído a Temujin y se esforzara por ir a su encuentro.

Kasar se arrodilló al lado de su madre. Recostó la cabeza sobre el pecho de ella, intentando consolarla silenciosa y torpemente. Sus exclamaciones y sollozos eran desgarradores. Pero Temujin miraba sólo a su tío, y su voluntad lo impelió, lo forzó a subir a la superficie del oscuro mar que se lo estaba tragando.

Los contraídos párpados se movieron levemente. Temblaron los labios resquebrajados. Entonces, casi imperceptiblemente, los ojos se abrieron. Los ojos vidriados se fijaron en Temujin. Kurelen sonrió intentando levantar una mano. El otro brazo y hombro estaban cubiertos con trapos manchados de sangre seca.

Temujin puso el oído sobre la boca de su tío, porque era evidente que el lisiado trataba de decirle algo. Sintió la seca agitación de los labios de Kurelen y oyó el susurro de su cuchicheo:

-¡Oh, de modo que has vuelto! Ahora viviré.

Temujin le sonrió.

-Ciertamente que vivirás, tío mío. Más que nunca te necesito. Pero ahora duerme y recóbrate.

Colocó su mano sobre la frente de Kurelen, la deslizó suavemente y presionó los ojos para cerrarlos. Un débil tinte de color apareció en las facciones de Kurelen. Exhaló un profundo suspiro, volvió la cabeza y se durmió. Entonces Temujin se acercó a su madre. Se arrodilló y la tomó entre sus brazos.

-No llores, madre, Kurelen no morirá. Te lo prometo. Y te prometo que vengaré tu pesar y tus sufrimientos.

Houlun lloró sobre su hombro y luego, arrodillada, se durmió entre sus brazos, vencida por un profundo agotamiento. Él la dejó en manos de las sirvientas, que la recostaron suavemente en el suelo al lado de su hermano.

Mientras tanto, llorando desconsolados, regresaron los otros. Temujin salió al sol cegador y, de pie en la plataforma, los miró. Sus compañeros contemplaron su rostro esculpido como una piedra y los ojos como resplandecientes esmeraldas.

-Mis compañeros -dijo con tranquilidad-, gran infortunio ha caído sobre todos nosotros. Pero no debemos desperdiciar el tiempo en lamentaciones. Debemos cobrar venganza. Debo recobrar a mi esposa y vosotros a vuestras hermanas. No debemos detenernos por el pesar, dejarnos vencer por la desesperación, ni mucho menos darnos por perdidos. Chepe Noyon, corre hasta el khan Toghrul y solicítale su ayuda sin demora. Subodai, Kasar y Jamuga permanecerán conmigo.

Chepe Noyon, palideciendo, se tocó la frente con la mano. Se dirigió hasta la tienda desierta de su madre y llenó sus alforjas con kumiss, mijo y provisiones para él y su exhausto caballo. Sus compañeros lo oyeron momentos después dejar la aldea a galope, viendo su figura subir sobre la ladera del valle. Un momento más tarde había desaparecido tras la roja roca. Aún oyeron el eco de su marcha a medida que cabalgaba por la tierra agrietada.

Temujin dejó dormir a su madre un rato, luego la despertó y ordenó que ella y las otras mujeres prepararan la poca comida que les quedaba, pues él y sus compañeros tenían hambre. Sabía que la actividad iba en contra de la desesperación. Pronto ardían dos o tres hogueras. Mientras tanto, Kasar, Jamuga y Subodai, que habían salido a cazar, regresaron con un zorro, una marta y varios conejos. No había otra comida sino lo que ellos pudiesen cazar en el desierto y las colinas. Fue una pequeña y abatida pero un tanto confortada reunión la que hubo alrededor de los fuegos esa noche, comiendo la frugal cena y bebiendo los restos de kumiss y vino. Temujin les había imbuido algo de su feroz resolución y coraje. Después de la cena ordenó a Kasar y Subodai que tocasen música. Kasar cantó con su fuerte voz juvenil y Subodai interpretó hermosas jácaras con su flauta. Más allá de los fuegos, las desiertas tiendas se agitaban al viento del desierto y las estrellas aparecieron, enormes y frías. En su tienda, Kurelen despierto y menos afiebrado ahora, escuchaba y sonreía sosteniendo la mano de su hermana. Pero el chamán, atemorizado, se refugió en su tienda.

A Jamuga lo abatía una profunda pena, no sólo porque su padrastro había sido asesinado por los merkitas, y su madre, los hermanos menores y su hermanita habían sido raptados, sino también porque su cofre de tesoros había sido robado por los invasores. Éstos le eran tan queridos como los de su sangre, y mientras estuvo frente al fuego apenas pudo comer, aun hambriento como estaba. Recordaba cada estatuilla de marfil, cada daga con incrustaciones, cada vaso y plato esmaltado, cada manuscrito pintado, y le parecía que su corazón sollozaba. Pensó: «Cuando la belleza y la dulzura se han ido, ¿qué queda en la tierra?». Se enjugó las lágrimas con el borde de su manga.

Esa noche Temujin reposó en su lecho solo. El lugar de Bortei estaba vacío.

Clavaba la mirada en las negras paredes de su tienda. Su boca estaba inmóvil y apretada. Pero se dijo que debía dormir porque al día siguiente habría mucho que hacer.

Decidido, cerró los ojos, y tan intenso fue su deseo que en breves momentos dormía profundamente, empuñando su espada.