Capítulo 20

KURELEN había dicho a Temujin: «El día en que un hombre descubre que no tiene amigos, es el día que se libera de sus pañales».

Temujin lo creía con reservas. Creía que es dado a pocos hombres tener un verdadero amigo, y aun así, sólo uno. Él tenía compañeros fieles como Chepe Noyon, Kasar y Subodai. Pero sólo porque era singularmente agraciado tenía un amigo como Jamuga Sechen, su compañero espiritual y hermano juramentado.

Un hombre puede tener una noble madre, como Houlun. Puede tener una esposa hermosa, hacendosa e inteligente como Bortei. Puede tener un consejero que lo estime, como Kurelen. Pero rara vez tendrá un amigo al que coloque por encima de la madre, la esposa, los hijos, el sacerdote y los parientes.

Temujin nunca dudaría del afecto y lealtad de Jamuga hacia él. Sólo con Jamuga podía hablar siempre libremente. Había en Temujin una eterna sed de libertad y sencillez incorrupta de ironía, sutilezas y todo otro artificio. Volvía a ellas como un hombre que retorna a un oasis después de largas correrías. Sea lo que fuere -cualquier vehemente anhelo que hubiera en él-, tenía siempre esta profunda sed. Y la satisfacía con Jamuga.

Podía hablar a Jamuga. No coincidían con frecuencia. Eran demasiado diferentes y les agradaban cosas opuestas, pero ambos confiaban en el otro y se comprendían. Temujin dijo a Jamuga que toda devoción que le profesasen los otros era superficial, basada en ilusiones individuales. Pero Jamuga conocía a su amigo profundamente, y por eso podía estimarlo profundamente. Él, Jamuga, no se ofendería por mucho tiempo ni se desconcertaría por Temujin, no importaba lo que éste hiciera. No por cariño, sino por comprensión, aun cuando fuera una comprensión desagradable, contraria a su misma naturaleza.

A veces los otros se ofendían o se ponían celosos porque los dos jóvenes tenían el hábito de salir a caballo juntos. Pero ésa era una necesidad para Temujin, pues sentía que estando con Jamuga estaba verdaderamente solo, acompañado por un alter ago con quien no necesitaba fingir. Con frecuencia tenía que mentir. La mentira era tediosa para él, porque era una pérdida de tiempo. Con Jamuga nunca necesitaba mentir. Sentía júbilo de ser él mismo, como si se despojase de calurosos y molestos vestidos, zambulléndose en agua fresca.

A causa de su enemigo Targoutai, que se había declarado a sí mismo señor del norte del Gobi desde la muerte de Yesugei, la gente de Temujin había tenido que desviarse considerablemente de su acostumbrada ruta desde los apacentaderos de invierno a los de verano. Temujin se había encolerizado al principio, pero no estaba en su naturaleza encolerizarse por mucho tiempo contra lo inevitable. Sólo los tontos malgastan la sustancia de sus almas en furias ineficaces. Le desagradaba tener que colocar a su gente clandestinamente en pobres apacentaderos a fin de no enfurecer a Targoutai, pero reconocía la necesidad de convencer a éste de que él ya no era un enemigo peligroso. Sabía que su mejor arma contra Targoutai era el propio menosprecio que éste sentía por él. Dejemos a Targoutai que se diga a sí mismo: «Este joven khan es un pequeño perro que no vale mi enemistad ni mi persecución». Esto permitiría a Temujin hacerse fuerte. Mientras tanto, había mandado un hombre, un presunto traidor de la tribu, a Targoutai con el siguiente mensaje: «Temujin se ha dado cuenta de que no es un verdadero jefe y desea de todo corazón jurarte lealtad. Pero como tiene algo de orgullo, antes quiere disponer de un ejército suficiente para presentarse orgullosamente ante ti, diciendo: “Yo soy digno de ser uno de tus vasallos”».

Más tarde le fue comunicado a Temujin que Targoutai se había reído desdeñosamente, diciendo: «Veo que tiene más sentido común de lo que yo creía posible en un hijo de Yesugei. Dejémoslo probar su valía y después quizá le permitiré jurarme fidelidad».

Temujin, palideciendo de ira, consiguió sonreír sarcásticamente ante este informe. A despecho de su tumultuoso carácter, tenía la terrible paciencia de un nómada, aunque no así la docilidad y fatalismo de los nómadas. No podía encogerse de hombros y olvidar. Podía encogerse de hombros, pero nun- ca resignarse a lo inexorable. La fatalidad para él no era inflexible, sino sólo una espada que podía ser doblegada por un hombre fuerte.

Mientras tanto, su gente se quejaba a causa de su pobreza y la escasez de sus apacentaderos. Aparentemente Temujin se había resignado a ser el pequeño jefe de una miserable horda. Oía sus murmuraciones, pero no hablaba. Sólo los contemplaba en grave silencio, de modo que ellos se asustaran.

Un atardecer salió a caballo con Jamuga para estar un rato solo. A veces, a despecho de sí mismo, su enojo y tristeza eran demasiado grandes. Tenía que alejarse para poder pensar.

A causa de su temor y pobreza, la gente era obligada a bordear los buenos apacentaderos, y en sus viajes habían sido dirigidos a las colinas al pie de las grandes montañas, donde los pastos eran escasos y el terreno, duro y escarpado. Había buena caza de antílopes, osos y zorros, pero poco más.

El aire era puro y frío, impregnado del acre olor de los abetos y la pureza de las rocas. Temujin, precediendo a Jamuga, cabalgaba con repentina impaciencia, como si algún agudo pensamiento lo espoleara. Su blanco semental superó una cresta de piedra y luego se detuvo como una estatua. Su larga crin y cola blancas se agitaban levemente al viento. Frente a un fondo de claro cielo pálido e intensa montaña azul, caballo y jinete se mantenían inmóviles. Había algo de impulso y fatalidad en su actitud. El marcado perfil de Temujin estaba lleno de sombría melancolía. Planos de vívida luz caían sobre sus mejillas como un reflejo de nieve. El sol, lejano, frío y brillante, resplandecía en los arneses y las empuñaduras de su daga y su cimitarra. Sus hombros, anchos y erguidos, y su espalda tenían la forma de los de un soldado. El cabello pelirrojo, descubierto, lucía como hilos de ígneo oro. Salvaje, indómito e inflexible, la tez bronceada y áspera, Temujin era parte de ese enorme paisaje de azul y blanco, de esta inmensa vista de cielo y montaña.

«¿En qué estaba pensando?», se preguntó Jamuga observando a su amigo. Recordaba al Temujin más joven, turbulento, vehemente y divertido. Le pareció que Temujin, un ser lleno de impetuoso movimiento, imbuido de llama y pasión, se había helado repentinamente en una inmovilidad eterna, captado en el momento de una actitud heroica. Su juventud se había ido para siempre y algo terrible había tomado su lugar.

Jamuga, con un vago temor, espoleó su delgado caballo negro, colocándose a su lado. Permanecieron juntos largo rato sin hablar, mientras Temujin, con oscuro ceño, observaba las montañas y los valles surcados por hilos de agua. Sólo había silencio y pálida luz solar. El viento apenas se oía.

-Debemos tener apacentaderos -habló por fin Temujin-. Muchos apacentaderos. O moriremos. Al final triunfaré. De algún modo he de vencer a Targoutai en combate abierto. Debo ser el señor del Gobi del norte.

-¿Por qué no ofrecerle unirte a él?

Temujin no respondió. Tras un momento, se volvió hacia Jamuga y lo contempló con mirada penetrante. Pero su voz sonó tranquila:

-No. Debo vencerlo. Debo invocar la ayuda de Toghrul. Pero primero he de conseguir que Toghrul me aprecie como un aliado. He pensado algo. Voy a llevarle la capa de cibelina negra y le convenceré de que soy digno de su ayuda.

-¿Cómo lo lograrás?

Temujin sonrió. Dio ligeramente con su fusta al semental blanco y el caballo levantó la cabeza haciendo que su nevada crin se sacudiese como una cresta espumosa.

-Mira, Jamuga, aun en las mejores circunstancias, ¿qué somos nosotros y qué era mi padre? Miserables ladrones, pendencieros salteadores de los buenos apacentaderos. Uno de los miles de pequeños aristócratas de las estepas que luchan entre sí y no son mejores al final: jinetes, cazadores, guerreros jactanciosos, esclavos de la pobreza y la opresión, constantemente temerosos de ser aniquilados. Sin embargo, aliados y juramentados, constituirán una poderosa amenaza para los pueblos y las ciudades, a las que se les puede hacer pagar tributo.

Jamuga arrugó el entrecejo. Sus descoloridos labios se tensaron.

-Tributo -murmuró-. Pero nosotros sólo buscamos apacentaderos. Y paz.

Temujin sonrió de nuevo, esta vez con desdén. Miró a Jamuga con ojos centelleantes y continuó como si éste no hubiera hablado:

-Un hombre que busca paz es un conejo entre zorros. Sólo el que ha luchado bien y hecho conquistas merece la paz, y sólo él la tendrá.

-Escucha: cada uno de nuestros pequeños señores busca atraer secuaces a fin de ser bastante fuerte para apoderarse de las tribus débiles. Cada pequeño señor debe tener éxito o morir. Este constante éxito y fracaso destruye a los pequeños khanes. Cada hombre debe demostrar que es fuerte por la fuerza de las armas y no con obsequios, como acostumbran los hombres de la ciudad. Un hombre débil que ofrece obsequios es un ser despreciable. Sólo los fuertes pueden ofrecer presentes. Los hombres seguirán al hombre fuerte que sea generoso. En consecuencia, es necesario que las invasiones sean continuas y el arte militar, un objetivo. Un jefe fuerte atrae muchos partidarios. ¿Por qué no, entonces, un único jefe fuerte, un Kha Khan que exija obediencia y lealtad a todos los habitantes de las estepas, en vez de señores como Toghrul Khan y Targoutai que se odian uno al otro y traen anarquía y desorden con sus constantes luchas?

Jamuga lo miró.

-¿Y tú piensas que uniendo todos los pequeños khanes y jefes bajo un líder irresistible puedes traer armonía y paz? ¿Y que todos los hombres podrán vivir juntos sin temor y confortablemente?

De nuevo Temujin sonrió, pero esta vez desvió la mirada hacia la montaña. Su voz fuerte y áspera cayó a un tono bajo:

-¡Paz! ¡El hombre que desea la paz es un hombre que mira su tumba!

Espoleó su caballo y éste saltó desde la cresta. Temujin gritó de repente y fustigó al semental con fiereza. El animal se encabritó sobre las patas traseras. Temujin se erguía contra el cielo, como una estatua naciendo a la vida, repentina y violentamente. Su semblante había tomado ese aspecto salvaje y funesto que atemorizaba a Jamuga. Sus ojos eran una llama verde. Entonces el caballo, tras caer de nuevo sobre sus cuatro patas, galopó como un loco por el valle, brincando sobre las piedras, deslizándose en una nube de polvo dorado hacia una estepa en pendiente. El estrépito de su marcha despertaba ecos, hasta que todo el aire se llenó con un estruendo que semejaba un trueno.

Pasado un momento, Jamuga lo siguió pensativo sobre su ligero caballo negro. Tosía a causa del polvo. Temujin se había detenido en un desfiladero entre las montañas. El caballo jadeaba. Pero cuando Jamuga llegó, Temujin lo miró con su dulce e irresistible sonrisa. En sus ojos había tanta picardía como bondadoso afecto por su amigo.

-Si no fueras tan valiente, Jamuga, sospecharía que eres uno de los eunucos de la ciudad de que nos habla Kurelen.

-¡No te comprendo, Temujin! -exclamó, y sintió un extraño presentimiento.

Pero Temujin ya había olvidado lo que había dicho y el estado de ánimo que lo había causado. Levantando la fusta, señaló:

-Allá está el Imperio de Jwarizm de Asia Central, y allí el cercano Imperio de Catay. Ambos ricos, elegantes y vastos, llenos de academias, universidades, templos, bibliotecas y palacios, de blancas calles guarnecidas de árboles y enjoyadas con lagos y jardines. Kurelen me lo ha contado. También me ha dicho que esos imperios están podridos, como viejos gordos libertinos, con las entrañas enfermas. Se sientan en sus jardines rodeados de mujeres y con los dedos cubiertos de joyas, las dobles papadas hundidas en sus pechos, sus perezosos cuerpos envueltos en telas de oro y sedas bordadas. Tienen los pies tan suaves como sus pálidas manos y tan hinchados como vejigas. Se mueven sólo para comer y beber. Escuchan temas filosóficos y conversan con hombres eruditos. Anhelan débiles y extraños placeres. Sonríen con deleite soñoliento escuchando música de lánguidos cantantes; de sus vientres cuel- ga la gordura. La riqueza, la lujuria degradada y la ausencia de todo dolor los ha hecho eunucos de alma y de cuerpo. Están listos para ser aniquilados por una espada certera e implacable.

Hizo una pausa. Fijó sus sonrientes ojos, en ese momento inocentemente azules, en Jamuga, que fruncía el entrecejo intentando comprender.

-Jamuga, ¿recuerdas las historias que cuentan los persas, de las que Kurelen nos ha hablado, acerca de un extraño conquistador que venía del oeste y que se llamaba Alejandro Magno, el hombre-dios, el conquistador?

Jamuga, sabiéndose un juguete en manos del incomprensible estado de ánimo de Temujin, asumió una expresión de dignidad para ocultar su confusión.

-Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la búsqueda de protección por parte de Targoutai y de encontrar y mantener buenos apacentaderos?

Temujin sonrió. Su respiración era corta y agitada.

Jamuga añadió:

-Tú hablas de un ulus o una confederación. Eso es imposible. Los tártaros, los merkitas, los turcos, los urghur, los naimanes y los taigutos jamás podrán convivir juntos en armonía bajo las órdenes de un jefe. -Hizo una pausa. Luego añadió en voz más alta-: Siempre he amado la paz. Pero ¿dónde está el hombre que pueda proporcionarla?

Miró inquisitivo a su amigo, cuyos ojos denotaban impaciencia. Temujin parecía absorto en algún vago y vasto sueño cuyos contornos se hacían lentamente claros para él.

Jamuga, levantando la voz como si Temujin fuera sordo, insistió:

-¿Qué tiene todo esto que ver con los buenos apacentaderos para nuestros pastores?

De repente el semental blanco se encabritó porque Temujin lanzó una carcajada.

-¡Nada! ¡Nada! -exclamó.

Y entonces, de nuevo, se lanzó a galope tendido. Jamuga, sentado inmóvil sobre su caballo, lo vio alejarse y una extraña melancolía lo embargó. Había un frío presentimiento en su corazón mientras Temujin cabalgaba furiosamente a través del angosto valle allá abajo. Y entonces exclamó con creciente confusión y temor:

-¡Pero la gente sólo quiere apacentaderos y paz!