Capítulo 41
PERO cuando volvió a sus aposentos y encontró a sus compañeros durmiendo el temprano y saludable sueño de los habitantes de las estepas, no se sintió ya divertido.
-¡He sido insultado por un miserable sacerdote! -exclamó.
Dejó caer las cortinas de la alcoba de Chepe Noyon y Kasar, y fue a la suya. Se sentó en el lecho y, descansando las manos en las rodillas, miró con fijeza al frente. El vino que había consumido le hacía zumbar los oídos, pero no sentía júbilo ni excitación como generalmente sucedía cuando bebía demasiado.
Luego olvidó al obispo. Sólo pudo pensar en Azara. Repentinamente sintió un ansioso deseo por ella. Se puso de pie y se paseó nerviosamente por la habitación, con rápidos y febriles pasos. No podía comprenderse a sí mismo. Había deseado mujeres antes, pero nunca así, con una especie de frenética agonía, ternura y amor. El rostro de ella, pálido de temor y sufrimiento, se mantenía delante de él. Podía verlo aunque cerrara los ojos y apretara los puños. «¿Qué me sucede?», se preguntó con aprensión.
-¡Es sólo una hermosa mujer, después de todo! -exclamó.
Pero sabía que ninguna otra mujer significaría tanto para él como Azara. La sentía como carne de su carne, parte de su aliento y su corazón. Los pensamientos de ella parecían mezclarse con los suyos como exhalaciones vivientes.
Estaba en el palacio, pero no estaba más cerca de Azara que antes. La prometida del califa era guardada como el más precioso tesoro, a fin de ser entregada a su señor como una joya pura y sin mancha. ¿Qué debía hacer? Necesitaba verla, aunque tuviera que derribar a todos los guardianes del palacio.
Se obligó a sentarse.
-Esto es una locura -gruñó.
Intentar verla le granjearía dos mortales enemigos: el khan Toghrul y el poderoso califa. No habría un rincón en el mundo donde ocultarse de ellos, y traería la ruina a todo su pueblo. Todo lo que había ganado a costa de sangre y muerte, de fortaleza y tormentos, sería perdido.
Pero de cualquier modo quería hacerlo, al precio que fuese. Se cogió la cabeza entre las manos y se mesó febrilmente el espeso cabello rojizo. Sudaba y emitía ruiditos entrecortados... Nada le importaba, sólo Azara. Perdería el mundo por ella.
No obstante, tampoco estaba seguro del todo. La agotadora pasión y el loco deseo por ella lo sacudían. Sus pensamientos corrían hacia Azara como alados mensajeros de fuego. Todo su cuerpo temblaba, bañado de frío sudor. Se recordó que siempre había hecho lo que quería sin importarle las consecuencias.
Una vez Kurelen le había dicho: «Muerde más de lo que puedas masticar y luego mastícalo». Soltó una risotada histérica.
Si finalmente conseguía verla, ¿qué haría después del breve alivio de su pasión? ¿Cómo podría liberarla de los brazos y el harén del viejo califa?
-No pensaré en eso todavía -dijo en voz alta.
Se puso de pie y se quitó violentamente el atavío de seda del khan. Lo arrojó lejos de sí con una mueca. Se vistió con el único atuendo que había llevado con él, una floja túnica de lino a listas rojas y blancas, y se puso las botas de cuero de cabra. Colocó su daga en el cinto y tomó su espada. Pasó los dedos a lo largo del filo. En las mezcladas luces de la luna y la lámpara de su alcoba, la ancha y curva hoja resplandeció como un pálido relámpago. Se echó la casaca sobre los hombros y la capucha en la cabeza. Sus ojos destellaban como los de una bestia salvaje y voraz.
De pronto se quedó inmóvil como una estatua, todos sus sentidos concentrados en un débil sonido. Lo escuchó de nuevo. El suave deslizamiento de pasos sigilosos. Apartó la cortina de un manotazo. Un enorme eunuco le hizo una reverencia y se llevó un dedo a los labios.
-Ven conmigo, mi señor -musitó.
Temujin lo observó con agudeza.
-¿Quién te ha mandado? ¿Dónde tienes que llevarme? -inquirió en voz baja e imperiosa.
Pero el eunuco simplemente se inclinó de nuevo y repitió:
-Ven conmigo.
Temujin vaciló. Ceñudo, miró al eunuco, pero la expresión del hombre era afable, aunque algo aprensiva. Temujin tanteó su daga en el cinto y empuñó la espada.
El corazón le latía con fuerza. ¿Habría Azara mandado buscarlo? No podía haber otra explicación. De repente, un loco júbilo lo inundó. Sin embargo, ella no haría eso por mucho que lo deseara. No estaba en ella hacer eso.
-De acuerdo -dijo finalmente.
El eunuco sofocó la lámpara con la mano. Sólo el claro de luna iluminaba los aposentos. Temujin oyó la profunda respiración de sus compañeros dormidos desde mucho antes.
Siguió al eunuco a lo largo del oscuro pasillo desierto. Esta zona del palacio estaba tranquila y todos dormían. Al final del pasillo un eunuco inclinado sobre su larga espada cabeceaba somnoliento. El guía de Temujin, temeroso, puso el dedo sobre los labios, caminando delante de puntillas. Temujin lo seguía empuñando su espada. El eunuco apartó una pesada cortina carmesí y Temujin se encontró en un pequeño patio privado lleno de grandes vasijas con flores. La luna inundaba el patio y la templada brisa secó el sudor de Temujin. El aire estaba imbuido de mil esencias de flores y se oía el rumor de las distantes fuentes. Más allá de los patios estaban los jardines, oscuros y quietos, con luciérnagas titilando en el césped.
Temujin seguía a su guía con la capucha bien echada sobre el rostro y la espada todavía en la mano. Avanzaban por el césped deslizándose como sombras. Rodearon una pared y entonces vio luces de lámparas lejanas en la oscuridad. Toghrul y su hijo agasajaban a los emisarios del califa de Bojara en una fiesta de medianoche. Temujin oyó los instrumentos de cuerdas y el sonido sordo de los cimbales, las licenciosas risas de las mujeres que bailaban y las exclamaciones de los hombres. Sintió una ira momentánea por no haber sido invitado. ¡El bárbaro de las estepas no era digna compañía para los elegantes hombres de Bojara, los refinados caballeros persas de la ciudad! Hizo rechinar los dientes y se detuvo para mirar aquella celebración.
Pero el eunuco, alarmado, lo urgió a continuar tirando de su casaca. Apartó la mano del hombre, aún furioso. El eunuco insistió susurrando:
-¡Señor, debemos seguir! ¡Si nos encuentran aquí, los guardias nos prenderán!
Temujin echó una última mirada ceñuda a la fiesta y siguió andando. El eunuco se acercó al final de la baja pared y levantó la mano previniendo. Soldados con antorchas se paseaban por delante de la entrada del palacio. A medida que se cruzaban, cada uno daba el quiénvive. El eunuco atisbó en derredor, observando atentamente. Temujin atisbó también.
-¡Son sólo cuatro! -musitó-. Puedo atacarlos solo.
El eunuco sacudió la cabeza.
-No. Espera, mi señor. Debemos esperar. No hay otro camino.
Un repentino estallido de risas, canto y música salió del palacio. La gran puerta de bronce se abrió y varios caballeros salieron a tomar el fresco de la noche. Uno de ellos lanzó unas monedas a los soldados, que se precipitaron al suelo para intentar recogerlas.
Era un momento propicio. Ambos se deslizaron entre las sombras, apenas a unos metros de los frenéticos soldados y las risas de los caballeros. Alcanzaron la seguridad de un matorral entre susurrantes árboles. Se detuvieron ahí, jadeantes y escuchando. Pero los soldados no los habían visto y reanudaron su guardia, llevando sus antorchas de excelente humor. Las puertas se cerraron de nuevo detrás de los caballeros persas. La noche recobró su sofocante silencio. Temujin aspiraba los densos aromas de las rosas.
Siguieron entre los árboles de los jardines, donde cantaban las fuentes. Un ruiseñor rompió repentinamente a cantar, llenando la noche con puras y punzantes notas. Otro se le unió. La luna se movía entre los árboles como una rueda de plata, lanzando rayos de argentada luz.
Temujin sintió una súbita frescura en su rostro. Estaban descendiendo por una gruta donde goteaba agua. Las fragancias de los árboles y las flores eran subyugantes. Todo era silencio, humedad y oscuridad completa. Apenas podía ver a su guía aunque sólo iba un paso por delante.
El eunuco se paró.
-Yo no sigo, mi señor -susurró-, pero te esperaré aquí. Sigue diez pasos más y detente.
Temujin vaciló. ¿Era una trampa? Pero ¿por qué tramaría Toghrul algo así? Había maneras menos complicadas de matar a un hombre. Empuñó la espada con más fuerza y caminó lentamente, contando diez pasos. Se detuvo en medio de una completa oscuridad.
De pronto le tocaron un brazo. Sobresaltado, extendió la mano y tomó el brazo de alguien, un brazo suave y cubierto con seda, el brazo de una mujer. La tomó entre sus brazos.
-¡Azara! -susurró, y su cuerpo se inflamó.
Oyó una risita y unos labios velados tocaron los suyos. Sintió la presión de un suave y firme pecho de mujer, la presión de miembros ansiosos contra sus muslos. Su nariz se inundó de aroma de mujer perfumada y tibia. Y en ese instante supo que no era Azara, sino la dama de la litera.
La apartó con rudeza y atisbó la silueta velada ante él. Oyó una ligera risa divertida. Ella se le aproximó de nuevo, se puso de puntillas y le rozó la oreja con los labios.
-¡No temas, mi señor! Soy una esposa virtuosa, pero no pude resistir el abrazarte. ¡Oh, tus labios son como el fuego! Es suficiente. He venido para guiarte hasta tu amor. Te está esperando.
Temujin se estremeció perplejo. Sintió que le tomaba el brazo pero no se movió. Tenía claro lo que quería en ese momento. Cogió a la dama por la garganta y presionó su tibia carne tierna. Pero los dedos no apretaban la garganta, sino un collar que recordaba haberla visto. Un collar de perlas y oro. Lo sacudió con fiereza, hubo un leve sonido de rotura y el collar quedó en su mano. Ella lanzó una leve exclamación apartándose. Él la tomó del cabello, enroscó un mechón en sus dedos y lo cortó con la espada. Ella vio el centelleo de la hoja y profirió un grito apagado.
Él sonrió ásperamente. La tomó entre sus brazos de nuevo y la besó bruscamente, en parte para sofocar su grito y en parte porque era muy deseable y también ella lo deseaba a él, a pesar de toda su virtud. Ella se entregó sin reticencias, devolviéndole los besos con ardor. Incluso le cogió las mejillas a fin de sostenerlo. Él le sobó los pechos y ella jadeó. Su aliento era cálido y perfumado. Parecía al borde del desmayo en sus brazos, gimiendo bajo su respiración. Temujin se excitó terriblemente.
Al cabo de un rato, la separó de él y dijo:
-Ahora tengo tu collar y una guedeja de tus cabellos para recordarte. ¡Un dulce recuerdo! Lo guardaré como un tesoro para siempre, recordando los maravillosos momentos que he pasado contigo, pero también para que no me hagas una mala pasada, cariño.
La oyó jadear, y se rió.
-Si no amara a una mujer tan profundamente, me quedaría contigo -dijo-. Pero ¿quién sabe? ¿Quizá mañana por la noche, en este mismo lugar?
Ella repuso:
-No te he hecho venir aquí para mí, Temujin, sino para guiarte hasta Azara, que languidece por ti. ¿No te he dicho que soy una mujer virtuosa? Pero ¿quién sabe? Tal vez estaré aquí mañana. -Y añadió en tono tranquilo-: Sígueme.
Él la tomó del brazo otra vez.
-¿Por qué haces esto?
Ella rió con amargura.
-¡Porque odio al khan Toghrul y a mi esposo, que me trata como a un perro, esa serpiente musulmana! ¡Y porque odio a Azara también! Será un recuerdo feliz en los días venideros saber que tú mancillaste la joya reservada para el gran califa de Bojara y conjeturar si el hijo de Azara no es el fruto de tu simiente.
-¿Tú eres cristiana? -Temujin empezaba a comprender.
-¡Sí, una virtuosa mujer cristiana, mi señor! -Y se rió de nuevo con malicia.
Temujin guardó silencio desconcertado. ¡Ay, las mujeres! Astutas como serpientes, crueles como la muerte, corazón frío como una piedra. Él, que había matado a su propio hermano, sintió repulsa ante tal felonía, semejante lascivia y maldad. Pero se rió interiormente, divertido de sus propios pensamientos.
La dama ya se alejaba y la siguió cauteloso. Apenas podía verla porque la luz era muy tenue y los movimientos de la mujer, casi espectrales. Salieron de la espesura. Frente a ellos había un largo tramo de blancos peldaños zigzagueando a la luz de la luna. Subieron la escalinata, llegaron a un angosto peristilo sin vigilancia y entraron en una habitación débilmente iluminada. Era la alcoba vacía de una dama. Estaba claro que habían despedido a los sirvientes. La dama le sonrió a través de su velo, con ojos que centelleaban licenciosamente. Él pensó: «Mi amor por Azara me conducirá a la destrucción y la ruina. Quizá podría satisfacer mi deseo con esta belleza y no anhelar más a una mujer a quien no debería tocar».
Ella leyó sus pensamientos y sacudió la cabeza mirándolo maliciosamente y levantando un delicado dedo amonestador:
-¡Esta noche no! -musitó-. Tal vez mañana.
-Pero ¿quién sabe lo que traerá mañana?
Ella apartó una cortina y lo condujo por una serie de lujosas habitaciones iluminadas con lámparas. Llegó hasta una puerta de bronce intrincadamente cincelada. La abrió y lo invitó a pasar.
En el umbral la miró, la estrechó entre sus brazos y la besó con ardor. Ella se debatió un instante pero luego se entregó. Tras unos momentos lo apartó de ella, riendo con sus alegres y hermosos ojos.
-Reserva tu pasión para Azara -dijo con picardía- o me veré privada de mi venganza.
-¿Mañana por la noche? -la apremió él, loco por poseerla.
Ella asintió con la cabeza.
-¡Mañana por la noche, mi señor, mi pantera! -Y añadió-: No temas ninguna intrusión. Hay hombres vigilando.
Lo hizo entrar y cerró la puerta detrás de él. Temujin se encontró en un pasillo angosto. Al final, una cortina azul y dorada se ondulaba con la brisa. Olvidó a la dama de la litera, la esposa de Taliph. Detrás de esa cortina lo esperaba Azara y de nuevo su corazón palpitaba y no había nadie más en el mundo. Avanzó velozmente y apartó la cortina.
Había esperado encontrar a Azara con los brazos extendidos y una lánguida sonrisa en los labios, pero la alcoba estaba vacía, iluminada solamente por la luna. Era una habitación amplia con el suelo cubierto por alfombras persas. Una fragancia delicada y sutil llenaba el aire. Por un momento no notó nada. Lentamente, los objetos fueron cobrando vagas formas. Contra una pared distinguió el canapé de Azara, que dormía sobre él.