Capítulo 70

PERO nada podía tener mayor calma que las maneras de Temujin cuando volvió a entrar en la tienda para sentarse en la piel de caballo blanca. Ninguna emoción se traslucía en sus gestos ni en su voz.

Comenzó a hablar tranquilamente pero con un tono resonante que llenaba toda la tienda, reclamando la atención de cada hombre:

-Os he dicho muchas veces que la tierra entre los tres ríos debe tener un señor. Vivíais en la anarquía, en ciega turbulencia, en inquietas idas y venidas. Carecíais de seguridad, bienestar y praderas, hasta que yo me acerqué a vosotros y os enseñé la unidad y la fuerza. Hemos habitado en armonía, nosotros los khanes, como hermanos, gobernando reinos separados, consultándonos uno al otro. Somos una confederación de muchas tribus y pequeñas naciones.

Los miró un momento. Todos se inclinaban hacia delante para escuchar mejor. La luz de las lámparas les daba la apariencia de estatuas de bronce.

-Sabéis lo bien que hemos vivido desde entonces. Sabéis lo fuertes que somos. Por primera vez en muchos años, los pueblos nómadas que me han seguido no han conocido el hambre, ni el desorden, ni la violencia. Hemos implantado el orden y la disciplina ejerciendo la autoridad por nosotros mismos, y reprimiendo las discusiones individuales y presuntuosas de los que están bajo nuestro mando.

»El mundo nos ha admirado. Pero como todos los que son admirados, también hemos inspirado odio, envidia y temor. Ahora los poderosos y fuertes desean destruirnos.

Los khanes cambiaron significativas y sombrías miradas. Algunos de ellos sabían por qué habían sido convocados y sus semblantes mostraban una hosca gravedad e inquietud. Nadie habló. Sin embargo, un murmullo gutural y feroz pareció recorrer la tienda.

De nuevo miraron a Temujin, viendo cómo centelleaban sus ojos.

-He sido traicionado, y a través de mí, todos vosotros, todo nuestro pueblo está amenazado de muerte.

Hizo una pausa.

-Mi padre adoptivo, el khan Toghrul, humorísticamente llamado Wang Khan por su abyecta y rastrera sumisión al Imperio Dorado, ha repudiado su voto de amistad a mi padre y su juramento paternal hacia mí. Ha visto que nos hemos hecho fuertes y formidables. Ha visto que no somos ya esclavos bajo el capricho de los elementos y los poderosos. De modo que ha fomentado la idea de que somos una amenaza para él, para sus ganancias y su codicia. Nos reducirá de nuevo a hordas hambrientas, compelidos por la debilidad a servirlo donde quiera nos llame.

La mayoría de los khanes se sonrojaron de ira, y unos pocos parecieron perturbados y más inquietos.

-¡No soportaremos esta ignominia, esta esclavitud, esta amenaza! -exclamó uno de los khanes que adoraba a Temujin.

Sus compañeros murmuraron coléricos asintiendo, pero los otros guardaron silencio, paseando furtivas miradas de uno al otro. Entre ellos estaba el mismo pueblo de Temujin, los bourchikoun de ojos grises, quienes, como todos los parientes, estaban celosos y llenos de malicia por las ganancias y el poder logrado por los de su sangre. Muchos de ellos habían sido subyugados a la fuerza por Temujin y compelidos a unirse a la confederación bajo amenaza. Si él hubiera sido un extraño, hubieran sentido poca animosidad. Pero como era pariente, tenían secretamente resentimiento y odio, sintiéndose humillados e infamados.

La centelleante mirada de Temujin pasando de un rostro a otro vio este incipiente resentimiento o desafecto. Tomó a un hombre enérgico entre los disidentes, mirándolo fijamente con mirada feroz.

-¡Borchu! ¡Tu padre era primo de mi padre! Tú eres mi pariente. ¿Qué tienes tú que decir?

Borchu, un hombre de mediana edad, delgado y de cabello negro, sin miedo, levantó los ojos hacia el rostro de Temujin hablando tranquilamente con aspecto razonable:

-¿Qué podemos ganar nosotros por la resistencia o el ataque? El khan Toghrul es el más poderoso de los keraítas y tiene un ejército más vasto que los de todos nosotros juntos. Tú has dicho, Temujin, que el khan Toghrul está enfurecido contra nosotros. Tú sabes perfectamente bien que sólo un milagro podría permitirnos tener éxito contra él. Y yo -añadió con una larga mirada a sus compañeros- no creo en milagros.

Hubo un profundo silencio. El desafecto de los bourchikoun hizo de ellos un campo separado y hostil, mirado por los otros con ira y mortificación.

-¡Esto es una cobardía! -exclamó por último uno de los khanes.

Borchu volvió su lenta e intensa mirada sobre el que hablaba.

-¿Cobardía? -preguntó con suavidad. Hizo un movimiento como para levantarse, con la mano en su sable-. ¿Quién dice cobardía?

El khan era un hombre joven lleno de ansiedad y cólera.

-¡Yo! -exclamó, con las mejillas ardiendo, rojas de lealtad a Temujin-. ¡Y una traición! ¡Cualquiera que esté en desacuerdo con nuestro señor es un traidor!

La tienda se llenó repentinamente con el olor acre y picante del sudor de la excitación. Todos los hombres se movían y murmuraban. Las aletas de todas las narices se distendían como olfateando sangre. Todos los ojos relampagueaban con la lujuria de la batalla. Por algunos momentos, pareció que la violencia irrumpiría en la tienda.

Entonces Temujin se rió tintineante y ruidosamente, y el ruido fue como de agua fría lanzada sobre un rostro feroz y congestionado.

-¡Qué tontos sois, discutiendo entre vosotros en esta hora de terrible peligro! Os he pedido que vinierais a mí para discutir y planear, pero no para pequeñas rencillas ante mis mismos ojos. ¡Yo hablaré! ¡Y derribaré toda acusación de traición y cobardía! -Los contuvo con su mirada hipnótica e inexorable-. Pero hasta donde yo puedo ver, no hay aquí traidor ni cobarde. A menos que haya quien se manche con ese estigma.

Esperó. Los bourchikoun estaban aún furiosos y resentidos. Pero ante ese aspecto dominante y esa mirada implacable, se hundieron en el silencio, volviendo los ojos. Odiaban a Temujin más que nunca, pero por alguna misteriosa razón no se atrevían a murmurar y a devolverle las miradas.

Todos se apaciguaron, suspirando audiblemente. Pero la división entre los dos campos permaneció.

Temujin volvió a hablar:

-Borchu, habla libremente. Deseo tu opinión.

Borchu vaciló. Luego, después de envalentonarse por las sostenidas miradas de sus parientes, recuperó el coraje, habló libremente con tranquilidad:

-Es mi opinión sincera que nosotros no podemos ganar nada en conflicto abierto con el khan Toghrul. Todo lo que hemos ganado, bajo tu muy sabia dirección -y de nuevo su semblante y voz eran secos e irónicos-, será perdido. ¿Quiénes somos nosotros para desafiar al khan Toghrul? Nos exceden en número. No tenemos bases para la batalla, excepto nuestras propias tribus. Y Toghrul tiene no sólo el peso de sus propios ejércitos mercenarios, sino el auxilio de las ciudades turcas. Somos un puñado de hombres desafiando a un mundo entero -añadió sombrío-. ¡Un puñado de gorriones desafiando con chillidos a una bandada de halcones!

De nuevo el campamento murmuró ruidosa y coléricamente, echando mano a las espadas. Pero Temujin levantó la mano pidiendo silencio y miró a Borchu.

-Bien -dijo con voz pesada y burlona deferencia-, ¿qué harías tú ante su amenaza?

Borchu se encogió de hombros y una vez más miró a sus parientes para reunir valor.

-Yo sugiero que nos sometamos al gobierno del khan Toghrul, renovando nuestros votos de lealtad a él como nuestro Kha Khan, prometiéndole obediencia y asegurándole que no somos una amenaza, sino sólo sus servidores.

En el bando de Temujin, furiosamente iracundo, muchos se pusieron de pie. Pero de nuevo Temujin los aplacó con un gesto y una mirada.

Borchu continuó con la convicción de su propia sapiencia.

-Un hombre razonable percibirá fácilmente que éste es el mejor camino. La guerra nos destruirá. En paz podemos ganar fuerza. Tenemos todo lo que deseamos. ¿Ahora debemos perderlo todo por un gesto temerario y estúpido? Un voto de fidelidad no cuesta nada. Una espada desnuda será el principio del fin.

Hubo un repentino y tenso silencio. Temujin, sentado en su piel blanca de caballo, aparentaba reflexionar. Su semblante era calmo y sus maneras tranquilas. Parecía estar sopesando las palabras de Borchu. Su bando, sin respirar, lo miraba esperando su veredicto.

Por último se volvió hacia sus leales y dijo:

-¿Cuál es vuestra opinión?

Estallaron en coro furioso:

-¡Pedimos que nos permitas ir a la batalla! ¡Y te concedemos a ti, nuestro señor, el bastón de mando para que os dirijas a tu voluntad!

-¡Sí! ¡Sí! -gritaron sus partidarios.

La más salvaje excitación se desató. Los hombres se pusieron de pie blandiendo sus espadas triunfalmente. Rodearon a Temujin, arrodillándose ante él y tocando sus pies con las cabezas. Parecían poseídos. Se abrazaban con ruda camaradería y sus ojos centelleaban.

Pero el bando de Borchu estaba inquieto y lúgubremente silencioso. Temujin, sonriente, reconocía los votos y la ansiedad de sus seguidores.

Se levantó y alzó la mano en demanda de silencio. Comenzó a hablar en voz baja y penetrante, fijando en cada hombre su mirada:

-Se profetizó a mi nacimiento que yo sería emperador de todos los pueblos de las regiones áridas, del desierto y las estepas. Los sacerdotes anunciaron que el Eterno Cielo Azul me había dado el destino de los que viven en las tiendas de fieltro. Se dispuso que yo los conduciría a la victoria convirtiéndolos en señores de la Alta Asia. Todas sus tribus y pueblos estarían sometidos a mí y a mi pueblo. Yo sería el más poderoso de todos los señores, de todas las generaciones, el Guerrero Perfecto.

Hizo una pausa. Sus parientes cambiaron miradas divertidas ante esta baladronada, pero estaban inquietos por el aspecto formidable y funesto que presentaba Temujin, de pie ante ellos, alto y delgado, con su cuerpo como una llama que subía, vibrando trémulo a pesar de toda su calma.

-¡Y yo lo creo! -exclamó con fuerza-. ¡Creo que nadie puede oponerse a mí! ¡Mi vida es la culminación de las profecías! ¡Yo era un mendigo fugitivo, y ahora soy señor de todos los que habitan los tres ríos! ¿Quién se atreve a burlarse del Cielo? ¡Y ahora, juro ante vosotros que, aunque estamos amenazados y podrían destruirnos, mantendré para vosotros los sitios de nuestros antecesores, sus costumbres y las costumbres de nuestro pueblo, las tierras de nuestros padres, y les añadiré a ellas los imperios del mundo!

Su inflamada arenga contagió a sus partidarios, que gritaban, reían, lloraban, se abrazaban los unos a los otros y miraban a Temujin con ojos enajenados, gritando invectivas contra todos los que se le opusieran.

Los bourchikoun, dudosos, estaban hipnotizados y temblorosos. Humedecían sus labios y respiraban pesadamente.

Temujin levantó los brazos. Cada hombre estaba transfigurado por su terrible y luminoso rostro, cuyos ojos parecían brasas.

-¡Vosotros seréis mis lugartenientes, mis paladines, mis estandartes, mi fuerza! ¡Dondequiera que cabalguemos, ahí venceremos! ¡Dondequiera que pongamos nuestro pie, ahí los historiadores y los poetas cantarán para el futuro nuestras conquistas! ¡No fracasaremos! ¡Conquistaremos! ¡El mundo será nuestro!

Los bourchikoun, que eran hombres razonables e inteligentes, estaban desconcertados e incrédulos. Sus mentes les decían que estaban escuchando las alocadas palabras de un tonto de remate, los gritos insensatos de un poseso. Tenían la sensación de que su mundo estable había sido arrastrado en un remolino de irrealidad y peligrosa tontería en que todos los valores eran cambiados por horrores sobrenaturales o simples imbecilidades. Con todo, sus corazones se estremecían. Su razón era golpeado por el aspecto y las maneras de aquel aventurero febril y vociferante. A su pesar, sus almas eran arrastradas en la furiosa y violenta danza de aquellas visiones. ¿Qué sucedería si él decía la verdad?, se preguntaban mudos. ¿Qué sería si todas las cosas le eran conocidas? ¿Qué sucedería si verdaderamente el mundo estaba patas arriba y él pudiera realizar todo ese milagro increíble, esa trama sin razón? ¿Qué sería si la locura era más válida que la razón y los hechos menos que las profecías?

Lo miraban turbados y sobrecogidas. Se mordían los labios y jadeaban audiblemente. El sudor perlaba sus rostros. Y Temujin, viéndolos, esperaba con sonrisa irónica y burlona.

Entonces, muy lentamente y como hipnotizado, Borchu se levantó sin desviar sus ojos de Temujin. Se detuvo ante el joven mongol, tambaleándose levemente. Entonces, como un fuerte grito que naciera de todos los otros, se arrodilló ante Temujin y como un hombre que se mueve en un sueño sin razón y que lo impele, tocó sus pies con la frente. Quedó arrodillado así, como dormido o muerto.

Todos cayeron en un absoluto silencio, paralizados donde estaban con las manos levantadas y la boca abierta, sobrecogidos por lo que veían. Los bourchikoun miraban a su jefe como si viesen algo ominoso, imposible de creer, dominados por una especie de incrédulo horror. Pero el hechizo los había poseído. Uno por uno se levantaron en silencio y, arrodillándose ante Temujin, tocaban sus pies con las frentes.

La más loca exaltación inflamó a todos los hombres. La tienda temblaba ante la furia de los gritos y exclamaciones, y el estrépito de los pies que golpeaban. Las lámparas saltaban en sus mesas. Las paredes vibraban. Todos deseaban tocar a Temujin, participar de su fuerza mística, ser contagiados con su indomable coraje y poder. Y él se detenía entre ellos, sonreía levemente, mirándolos con sus feroces ojos verdes, sometiéndose a sus toques, sus abrazos, sus votos de obediencia y lealtad.

Aceptó el bastón de mando. Había esperado, en la violenta excitación, que lo nombrasen su Kha Khan, el emperador de todos los hombres, pero los señores de las tierras áridas eran aún celosos de su autoridad individual y su independencia. No obstante, estaba satisfecho. Todo lo demás vendría más tarde, cuando fuera victorioso. De momento se contentaba con ser su jefe. Conocía el feroz orgullo de cada pequeño khan, y era bastante inteligente como para saber que ése no era el momento para contrariarlo.

Cuando el sosiego se hubo restaurado, se sentó entre ellos y expuso sus planes.

-Sólo un camino nos está abierto. Debemos confiar en las batallas relámpago, en el factor sorpresa y la movilidad veloz. Debemos golpear inesperadamente y con todas nuestras fuerzas, desmoralizando así al enemigo. La audacia y la intrepidez serán nuestras mejores armas. Debemos arriesgarlo todo en golpes breves y fulminantes, lanzados con todas nuestras fuerzas.

»Atacaremos al enemigo en sus propias provincias. Ahí no tenemos nada que perder, pero ellos lucharán con cautela, porque estarán entre sus propios tesoros y tendrán temor a la devastación que significaría la destrucción de esos tesoros. Los hombres que luchan entre sus propias posesiones están ya medio vencidos. Nosotros no tenemos nada que perder y podemos luchar furiosamente.

»Cuando los hombres ven sus tesoros destruidos, son golpeados en el corazón y sus brazos se debilitan. Las ciudades caen más fácilmente que los campos de batalla. La desmoralización juega a nuestro favor. Además, nuestros enemigos son ya gordos y decadentes. Nosotros estamos templados por nuestra vida más dura y por la contienda. Pero ellos preferirán salvar sus posesiones a una victoria ruinosa.

»Os repito que no tenemos nada que perder y todo por ganar. Y siendo una sola mente y una sola alma, tenemos además una única resolución: conquistar. Seremos victoriosos.

Luego expuso los minuciosos planes que había previamente esbozado. Ellos escucharon subyugados por la sorpresa y la admiración. Se sentían ya conquistadores.

Pero Temujin estaba tan frío como el hielo y tan inexorable como la muerte. Se sentía completamente seguro de sí mismo.

En esa tienda plantada en medio de las vacías e ilimitadas regiones áridas, la suerte de un mundo entero se decidía y la historia, por fin, levantó su pluma y empezó a escribir. La historia se admiraba de que esos bárbaros pudieran decidir así el destino de millones de hombres, pero se recordó que era la misma vieja historia de siempre.

Fue mucho más tarde, con la luna ya palideciendo sobre los exhaustos pero todavía febriles hombres, cuando Temujin habló de Jamuga. Y sus khanes escucharon pasmados la historia de traición a su señor, a su propio hermano juramentado.

-Si existe un general traidor en un ejército, algún oficial traidor, ese ejército está en peligro. Jamuga Sechen no sólo me ha traicionado a mí, os ha traicionado a vosotros, a todo nuestro pueblo. Él es una amenaza, la manzana podrida, nuestro enemigo. Siendo así, debe morir. Nuestra primera campaña será contra él. Será una sumarísima victoria, porque no tendrá a nadie que lo ayude. La sorpresa y la rapidez nos favorecerán. Cuando él haya sido destruido, entonces podremos proceder con tranquilidad.

Había muchos que, recordando los relatos del afecto entre esos dos hombres y su fervorosa devoción, escuchaban y observaban con curiosidad. Pero si esperaban ver indicios de pena o tristeza en el semblante de Temujin, se equivocaban, porque no veían emoción ni tormento. Hablaba de Jamuga como hubiera hablado de un perro peligroso.

Supieron así que en la campaña contra Jamuga había más que la simple destrucción de un traidor. Había alguna oscura venganza que satisfacer, una afrenta que sólo podía ser lavada con sangre y que no era regocijo, sino sólo angustia lo que sentía Temujin.