Capítulo 22

PERO JAMUGa subestimó a Bortei trágicamente al creer que había logrado atemorizarla o hacerla desistir de su propósito. Sólo le había demostrado que debía ser más cuidadosa y proceder en diferente forma.

Extremadamente astuta y sin conciencia ni escrúpulos, ella sabía ganarse la confianza de los otros, aun la de alguien como Houlun, que era celosa y le profesaba antipatía. No pasó mucho tiempo antes de convencer a Houlun de que su interés en la seguridad y bienestar de Temujin era sincero y total. Al principio Houlun receló de ella, pero más tarde se conmovió.

Un día Bortei dijo a su suegra:

-Yo no siento enemistad por Bektor, que es medio hermano de mi esposo. Pero intuyo que es peligroso.

Houlun, sorprendida y turbada por la astucia de la joven, estuvo de acuerdo. Pero ¿qué se podía hacer? Bortei miró el semblante de su suegra reflexivamente. Escuchó la honesta defensa de Bektor que hizo Houlun y asintió gravemente cuando ésta sugirió que lo mejor era conseguir una reconciliación entre los jóvenes. Pero después Houlun tuvo la inquietante sensación de que el asentimiento de su nuera había sido simplemente diplomático y que Bortei no creía en ello.

Bortei tenía la convicción de que ciertas naturalezas no pueden jamás reconciliarse ni comprenderse entre sí. Cuanto más, la reconciliación podía ser sólo tanteo. Éste no era asunto para causar preocupación si no había circunstancias externas y peligrosas a tener en cuenta. Pero en el caso de Temujin las había. Además, Bortei creía que las reconciliaciones buenas eran las que no requerían un tiempo excesivo. Si demandaban un largo período de sutileza y delicadeza, el hombre inteligente debía rechazarlas y centrarse en eliminar a su enemigo. La vida era demasiado corta para tomar rutas tortuosas. Era mejor cortar el arbusto frondoso que impide el paso que rodearlo laboriosamente. Así razonaba Bortei fríamente.

Sabía que Temujin no tenía tiempo que perder. Además, sagazmente empezaba a adivinar que él podría comprometerse con algún plan sugerido por otro, si ya no lo había decidido con anterioridad. De modo que, con mucho tacto, se acercó a él señalándole el peligro que se derivaba de la mera existencia de Bektor. Pretendía hablar de mala gana haciéndole ver que era sólo su intenso amor y devoción hacia él lo que la impelía a hacerlo. Después de todo, dijo mirando a Temujin con sus fríos ojos grises, un hombre suele sentirse agraviado por cualquier indirecta acerca de su propio hermano, aun cuando proceda de su esposa. Adoptó una expresión cándida y se esforzó en que Temujin no sospechara que ella tenía conocimiento de la enemistad entre él y su hermano.

Temujin la escuchó con interés. Su semblante era sombrío y desconfiado, pero sus ojos se suavizaron a pesar de sí mismo mientras contemplaba a su hermosa esposa, a quien amaba con intensa pasión y lujuria. Bortei se sentó a sus pies mientras hablaba con su suave voz amorosa y apenada, permitiendo que Temujin enroscara sus dedos torpemente en su cabello rojo oscuro. Se inclinaba levemente hacia delante para que él pudiese atisbar el modelado de sus pechos altos y hermosos, con sus cónicos pezones. Versada en las armas de mujer, había extendido descuidadamente una pierna, y su túnica la modelaba, revelando el muslo y la delgadez de la delicada pantorrilla. Hablaba juiciosamente con él, pero insidiosamente la excitaba. Sabía que los argumentos de una mujer son más eficaces si van acompañados de sugestión sensual y que aun la sabiduría es recibida sin resentimiento cuando viene con el semblante de la juventud y el aroma de la feminidad. Mezclado con su conocimiento principal estaba su desprecio por los hombres, cuya fuerza y resolución se hacía como agua al elevarse el pecho de la mujer, y cuya inteligencia se hacía impotente ante muslos rendidos.

Temujin, desde siempre muy sensible a las mujeres, la contemplaba inquieto, desviando los ojos. Desconfiaba de su propia sensibilidad. Con todo, tenía que admitir que Bortei era una mujer inteligente y astuta. Él ya había decidido la muerte de Bektor. Al sugerir su necesidad, Bortei sólo le dio el último empujón para llevarla a cabo. Sin embargo, a ella no le diría nada. Nunca contaría a su mujer todas las cosas. Había sólo una persona a quien él contaba todo.

Jamuga tenía algo que Temujin temía secretamente, y eso le incomodaba. Él mismo no estaba exento de actos inescrupulosos o tortuosos, porque ante todo creía que nada importaba sino el fin y que una cosa era buena si sobrevivía y tenía éxito, como quiera que se lograra. Pero sabía que Jamuga no era así. Kurelen podría desaprobar cierta actitud y enarcar su ceja derecha burlonamente, pero si finalmente tenía éxito, se reía como ante una ironía. Chepe Noyon, que amaba la aventura por la aventura misma, se divertía también si la cosa era lograda con inteligencia e ingenio. Subodai, el inmaculado, no veía maldad en ningún hombre. Kasar adoraba a Temujin en cualquier circunstancia; no encontraba nada oscuro en él. Pero Jamuga no daba por bueno un resultado si los medios para lograrlo eran malignos, traidores o innobles. Era esta sobria rigidez moral lo que confundía a Temujin, esta mirada atenta, esta simple y altiva certeza de lo correcto y lo incorrecto. Y a veces, cuando Jamuga lo miraba severamente con sus inexorables ojos acusadores y levemente desdeñosos, Temujin sentía cólera y vergüenza a un tiempo.

Aun así, no era capaz de dejar de comentar con Jamuga los asuntos que le concernían profundamente. Por mucho que hiciera voto solemne de llevar a cabo lo que pensaba en secreto, siempre se descubría insinuándoselo a Jamuga, como si quisiera justificar de antemano los resultados de sus actos ante su amigo.

Ahora sabía que debía matar a Bektor. No debía haber pérdida de tiempo como la que sugería Kurelen con sus escrúpulos. Era necesario que fuese una muerte limpia, expurgada de enemistad, dictada por la necesidad. Así se decía Temujin a sí mismo. Sin embargo, cuando enfrentaba a Jamuga, deseando decírselo, caía en un silencio frustrante. Cada día se repetía: «Hoy diré a Jamuga que debo matar a Bektor», y cada día, mirando los reservados y expectantes ojos de Jamuga, sus labios se ponían fríos y mudos. Y así, como de costumbre, se aproximaba al asunto, andando alrededor pero sin ir al grano.

Y Jamuga, adivinando que Temujin tenía algo muy importante que decirle, temía. Pero esta vez sabía que Temujin no lo haría sin antes comentárselo, como había hecho algunas veces. Eso le hacía sentir a la vez alivio y temor. Pero era demasiado sensato para precipitar la conversación. Tenía la impresión de que cuanto más se dilatara el asunto, más se prolongaría su propia tranquilidad espiritual.

Cierto día, cuando Temujin sugirió que salieran a cabalgar juntos, Jamuga pensó: «Hoy me lo dirá». No supo si sentir alivio o más preocupación.

Dirigieron sus cabalgaduras hacia las colinas rojas, lejos de las montañas azules que pertenecían al territorio del khan Toghrul y donde podían encontrarse ricos pastizales verdes. Aquí por lo menos no serían hostilizados.

Deteniéndose, por último, cerca de una enorme roca volcánica que les ofrecía alguna sombra en el sofocante calor, Temujin sonrió a su amigo con esa simple naturalidad que nunca dejaba de provocar aprensión en Jamuga. Desmontaron y se sentaron a la aguda sombra de la roca. Temujin le ofreció vino de arroz. Estaba locuaz. Reía más que de costumbre. Su risa sonaba áspera y nerviosa, como si hubiera inquietud detrás de ella. Jamuga forzó su sonrisa. Temujin tenía poco ingenio, pero ese poco era mordaz y cruel. Parecía febril. Su agitación interior se traicionaba en el amargo verde que lanzaba chispas de sus ojos, en el ardiente rubor de su rostro de anchos pómulos y en el destello de sus blancos dientes. Su inquietud fosforecía como un carbón. Ni siquiera algo tan complicado y descendente como la mentalidad del hombre de la ciudad le resultaba tan molesto como su simple e irritada necesidad de aprobación por su amigo.

Por fin, dijo con voz indiferente:

-Dentro de pocos días debo visitar a Toghrul khan, llevándole mis sugerencias y mis requerimientos. Tú irás conmigo, y Chepe Noyon, Subodai y Kasar, para que vea que tengo paladines nobles. Sólo me preocupa una cosa: ¿quién mantendrá el orden y la unión entre mi gente en mi ausencia? Tú sabes que son tan nerviosos como un antílope de las montañas y pueden dispersarse. Esto es una cosa grave que hay que considerar.

Por un momento, Jamuga sintió alivio. El asunto, entonces, no era tan grave.

-Kurelen y tu madre tienen experiencia y sabiduría -respondió-. Tu esposa es hábil y resuelta. También está el chamán, que conoce su deber, o por lo menos protege sus intereses.

El semblante de Temujin se oscureció y sus ojos semejaron tiras de ardiente esmeralda. Se mordió el labio, desviando la mirada, y dijo con tranquilidad:

-¡El chamán! Ése es mi problema. No le tengo confianza. ¿Quién puede confiar en un sacerdote? Cuando me haya ido, conspirará contra mí con todo su odio y ambición. Yo no estaré allí para sujetarlo. Los sacerdotes tienen poca memoria cuando está en juego su propia codicia.

Jamuga dijo pensativo:

-Kurelen lo mantendrá a raya. -Tuvo un presentimiento nefasto-. O llévalo con nosotros.

Temujin se puso de pie como compelido por una fuerza interior. Apoyó la mano en la enorme y negra roca dentada. Daba la espalda a Jamuga. Su voz sonó apagada:

-Sin el chamán para controlarlos, lo mismo que Kurelen y mi madre, no se puede tener confianza en la gente. -Hizo una pausa-. Tú conoces la profunda estima de Kokchu por Bektor...

Un súbito temor embargó a Jamuga. Se puso en pie y dijo con voz fuerte y aguda:

-¡Lleva a Bektor con nosotros! ¡Oh, sé que lo odias, pero es un joven inofensivo y sólo desea serte leal! Deberías saberlo... Me dirás que él te odia, pero eso es sólo tu odio hacia él. Permítele probar su lealtad hacia ti..., concédele un gesto de reconciliación...

Temujin estalló en carcajadas.

-¿Acaso ignoras que hay enemistades que son parte de la sangre y el nervio y jamás pueden ser reconciliadas? Cuando miro a Bektor, veo a mi enemigo natural y debe ser destruido. Hasta Kurelen lo ve.

Jamuga tragó saliva y dijo con voz aguda y fría:

-Kurelen no lo sabe todo, aunque tú lo hayas creído así. Además, suele hablar demasiado, y un hombre fuerte nunca habla, salvo como una introducción a la acción -sonrió agriamente-. Por eso yo no soy un hombre fuerte. Como Kurelen, hablo como un antídoto al esfuerzo. Si Bektor sufriese cualquier perjuicio, Kurelen sería el primero en disgustarse.

Temujin no habló. Jamuga vio sólo su marcado perfil, tan sin remordimientos y afilado como los contornos de la roca volcánica en que se apoyaba.

Jamuga levantó la voz:

-No hay enemistades que no puedan reconciliarse, ni celos que no puedan satisfacerse, ni enemigo que no pueda convertirse en amigo.

Temujin se volvió hacia él furioso y Jamuga vio que parte de su furia era contra sí mismo.

-¡No tengo tiempo! -espetó-. ¡No puedo perder el tiempo! ¡He de hacer lo que debo hacer!

Jamuga, dominando su estremecimiento, preguntó:

-¿Y qué es eso?

Pero Temujin no le respondió enseguida. Su respiración era dificultosa y agitada. Entonces, con una voz extrañamente serena y baja, dijo:

-Bektor debe ser eliminado.

Conteniéndose a duras penas, Jamuga preguntó:

-Pero... ¿cómo? -Recordaba el veneno de Bortei y cerró los ojos con un espasmo de náusea. Pero como Temujin no respondiera, los abrió de nuevo.

Una máscara de piedra había caído sobre el rostro de su amigo y detrás de él, sin ser visto pero terrible, se asomaba su espíritu. Jamuga forzó una sonrisa.

-No lo matarás, ¿verdad? -Y como Temujin aún no contestara, Jamuga se oyó exclamar débilmente-: ¿Asesinarás a tu hermano?

Se echó hacia atrás, pues el espíritu de Temujin había abandonado su máscara y a ojos de Jamuga era espantoso. Los dos hombres se miraron uno al otro largamente. Jamuga estaba fascinado por lo que veía, como un animalillo paralizado por la mirada de una serpiente.

Entonces, con voz suave y sonriendo perversamente, Temujin dijo:

-¿No eres tú mi hermano juramentado?

Y de nuevo los dos hombres se miraron. Jamuga palideció. Su corazón latía con extraño y doloroso desorden.

-Soy tu hermano juramentado -musitó-. ¿Quién podría evitar eso? Ni siquiera tú.

Temujin sonreía aún. Entonces se volvió y montó en su caballo. Cabalgó como si estuviera solo y siempre lo hubiera estado, sin una mirada hacia atrás.

Jamuga lo vio irse. Se sentía tan desfallecido y débil que tuvo que apoyarse contra la roca para sostenerse. Cerró los ojos y oyó a Temujin irse, hasta que por fin sólo hubo silencio.

Temujin regresó a la horda sin prisa pero con un propósito inexorable. Divisó a Kasar fuera, quien por su destreza era conocido como el Hombre del Arco. Mirándolo a los ojos, Temujin le dijo:

-¿Dónde está Bektor?

Kasar era un joven simple, pero cuando vio el semblante de Temujin se dio cuenta de su propósito. Palideció pero sus rasgos no se alteraron.

-Bektor ha salido con los caballos hacia el este -respondió-. Belgutei está con él.

-¡Ven conmigo! -ordenó Temujin.

Primero se dirigió a su tienda. Cogió su arco y el carcaj. Cuando salió fuera, Kasar ya estaba preparado con sus propias armas. Se marcharon en sus caballos, aún sin prisa. Temujin cabalgaba delante y Kasar, algo más atrás. Temujin raramente tenía mucho que decir a su hermano; solía hablarle poco más de lo que hablaba a su blanco semental.

El color crema de la arcilla del desierto, dura y seca, resonaba bajo los cascos de sus caballos. Lagartos y lagartijas cruzaban el sendero como sutiles criaturas enjoyadas. Las colinas rojas en la distancia formaban un bajo anillo quebrado. El cielo parecía más caliente y más azul. No había sombra en ninguna parte, excepto la de las desparramadas rocas volcánicas que se erguían sin edad e inmóviles sobre el suelo del desierto. Desde las matas de pasto seco, un pájaro del desierto levantó el vuelo con un espantoso graznido y sobrevoló sus cabezas amenazante. El viento se movía como una marea de agua invisible, sobre ellos, sin mitigar el eterno y enceguecedor resplandor.

Descendieron a una planicie poco profunda, de piedra y arcilla hacia el vívido y deslumbrante verde de un angosto y fértil valle. Un oasis en el que había un grupo de palmeras de hojas finas como cimitarras. Una pequeña manada de caballos pacía con las cabezas inclinadas, las crines ondeando al viento. Belgutei y Bektor estaban sentados en una piedra bajo las palmeras.

Belgutei vio a Temujin y Kasar y lanzó un grito de bienvenida. Se acercó a su encuentro, saludando con la mano. Los caballos levantaron las cabezas y relincharon a las bestias que se aproximaban. Pero Bektor se levantó lentamente y de mala gana. Aun a la distancia, su figura parecía imbuida de sombría amargura y silencio.

Belgutei alcanzó el caballo de Temujin, sonriendo. Comenzó a hablar, pero cuando vio el rostro de Temujin la voz se le apagó en la garganta. Fue a coger las riendas de Temujin, pero éste siguió avanzando y lo hizo caer a un lado sin nervios. Belgutei palideció y no se movió. Una curiosa expresión movía las facciones de Temujin y sus ojos destellaban inescrutables. Era como un hombre que afrontara un destino cruel.

Kasar se detuvo un momento y cogió una flecha del carcaj. Él también pasó por delante de Belgutei. Temujin empuñó su espada y cabalgó hacia Bektor, que esperaba con mal cariz. Ambos se miraron con fijeza.

Instantáneamente, el infeliz Bektor supo lo que había llevado a Temujin hasta allí. Su semblante tomó el color del hierro y su cuerpo se inclinó hacia atrás, pero los labios se apretaron, los ojos firmes y resueltos.

Kasar se acercó a Temujin. La flecha estaba ajustada al arco. De repente lo dominó un estado frenético. No soportaba el aspecto del semblante de Bektor, su gesto de autodefensa, casi como si alzara el brazo para borrar la amenaza del arco tensado, inexorable. Una flecha solía bastarle a Kasar para matar, pues él era excesivamente hábil, pero en el último momento su mano tembló y la flecha hirió a Bektor en el vientre.

El pobre joven se tambaleó hacia atrás. Las manos cogieron el tembloroso dardo hundido en sus entrañas. La sangre se derramó entre sus dedos. Se encorvó hasta doblarse y cayó de rodillas, pero no se quejó. Tampoco se apartaron sus ojos de los de Temujin.

Éste miró a Kasar con expresión terrible.

-Eres un tonto, un tonto con mala puntería -le reprochó. Tomó el arco de las enervadas manos de su hermano y con calma deliberada ajustó una de sus propias flechas. Luego hizo una pausa. Bajó la vista a la arrodillada y sangrante forma de Bektor, que estaba doblado sobre sí mismo. La sangre se escurría entre sus dedos hasta la tierra sedienta-. Yo te hubiera ahorrado esto -dijo Temujin.

Por última vez los hermanos se clavaron la mirada. Una espantosa tranquilidad los poseía. Belgutei se mantenía distante, observando. La cabeza de Kasar se inclinaba. Todos podían haber sido estatuas de piedra al ardiente resplandor del sol.

Los ojos de Bektor estaban ya vidriados de muerte y agonía. Burbujas de sangre aparecían en las comisuras de sus labios. Sangraba por la nariz y las manos, húmedas y escarlata, aún aferraban la flecha. Con todo, podía mirar a Temujin constante y silenciosamente.

Temujin tensó el arco. Como un rayo de luz, la flecha salió disparada y se hundió en el corazón de Bektor. Sin un gemido, cayó de bruces y se volvió, impotente, sobre su costado. Aun así, hasta el último momento, mientras los ojos se tornaban hacia arriba, transfigurados en la muerte, miraba a Temujin.

Temujin devolvió el arco a su hermano e hizo girar su caballo. Las aletas de la nariz del animal se ensancharon al olor de la sangre y la muerte. Kasar lo siguió. Temujin se acercó a Belgutei y se paró, bajando la mirada hacia él. Belgutei le devolvió la mirada sin temor y hasta sonriendo débilmente con sus labios pálidos.

-¿Tengo que morir yo también? -preguntó casi con indiferencia.

Temujin guardó silencio por un momento. Luego dijo en voz baja:

-Sígueme.

Inició la marcha. Kasar le siguió lentamente. Belgutei subió a un caballo, llamó a la pequeña manada, que lo siguió haciendo un amplio y espantadizo círculo alrededor del cadáver de Bektor.

Temujin cabalgaba delante, más rápido ahora pero no como alguien que huye. Para Kasar, observándolo con ojos sombríos, era como una figura de otro mundo, erguido, funesto y colosal, seguido por una sombra de predestinación.